
La desaparición y muerte de la estudiante de filosofía de 21 años en Hull no fue un hecho aislado, sino la culminación de una serie de errores sistémicos. Pawel Relowicz, el hombre condenado por su asesinato, llevaba años operando bajo el radar policial con delitos que fueron desestimados como “menores”. Esta es la historia de una noche que conmocionó al Reino Unido.
Hacía frío. Un frío de esos que muerden la piel y se clavan en los huesos, típico de finales de enero en el norte de Inglaterra. La ciudad de Kingston upon Hull estaba cubierta por una capa de hielo sucio y nieve endurecida, el escenario habitual para una noche universitaria de jueves. Para Liberty “Libby” Squire, aquella debía ser una noche más de risas, música y esa euforia despreocupada que solo se tiene a los 21 años. Pero el destino, cruel y caprichoso, decidió jugar sus cartas en una serie de eventos desafortunados, decisiones triviales y una coincidencia macabra que terminaría en la tragedia más oscura que la ciudad había visto en décadas.
Todo comenzó con un rechazo. Un simple “no” en la puerta de un club nocturno. Esa negativa, aparentemente protocolaria y responsable por parte de la seguridad del local, se convertiría en el primer eslabón de una cadena de errores fatales. Si Libby hubiera cruzado esa puerta, hoy probablemente estaría escribiendo su tesis de filosofía o viajando por el mundo. Si el taxi hubiera esperado tres segundos más, hoy estaría abrazando a su madre. Pero el “hubiera” es el verbo más doloroso en el mundo del crimen real; es la palabra que persigue a los supervivientes y atormenta a las familias.
Lo que sucedió en los siguientes 45 minutos después de que se le negara la entrada al club “The Welly” no fue solo una desaparición; fue una cacería silenciosa. Mientras Libby luchaba contra el frío y la desorientación provocada por el alcohol, un depredador que llevaba años ensayando en las sombras decidió que esa noche era la noche de su graduación criminal. Y nadie, absolutamente nadie, lo vio venir.
La chica que amaba las preguntas
Para entender la magnitud del vacío que dejó su ausencia, primero hay que entender quién llenaba ese espacio. Libby Squire no era solo un nombre en un expediente policial o una foto en un cartel de “se busca”. Nacida el primer día del año 1998 en West Wycombe, Buckinghamshire, era, según las palabras rotas de su madre Lisa, “el pegamento de la familia”. Estudiaba Filosofía en la Universidad de Hull, una carrera que encajaba perfectamente con su naturaleza curiosa, empática y profundamente reflexiva.
Sus amigos la describían como una fuerza de la naturaleza, pero una fuerza amable. Era la chica que siempre tenía una palabra de aliento, la que se quedaba escuchando cuando los demás hablaban, la que encontraba belleza en los detalles que el resto ignoraba. Las fotos que su familia compartiría más tarde mostraban a una joven vibrante, con una sonrisa que parecía ocupar todo su rostro, rodeada siempre de gente. No era una persona solitaria; era el centro de su universo social.
Su vida en Hull era la típica de una estudiante: libros, compañeros de piso, exámenes y fiestas. Un entorno que se sentía seguro, protegido por la burbuja universitaria. Libby confiaba en el mundo porque el mundo siempre había sido bueno con ella. Esa confianza, esa creencia intrínseca en la bondad humana, fue quizás lo que la hizo vulnerable en el momento más crítico. Su madre recordaría con dolor cómo Libby era incapaz de ver maldad en los demás, una virtud que, en la noche del 31 de enero de 2019, se toparía con la peor oscuridad posible.
La cronología del desastre: Una puerta cerrada
La noche del 31 de enero parecía normal. Libby y sus amigas habían estado bebiendo y compartiendo anécdotas en su residencia antes de dirigirse al club “The Welly”, un lugar icónico y popular entre los estudiantes de la ciudad. Llegaron alrededor de las 11:20 p.m. Las cámaras de seguridad captaron el momento exacto: Libby, tambaleándose ligeramente, riendo, viva.
Pero los porteros fueron tajantes y siguieron el reglamento al pie de la letra. Estaba demasiado ebria. No podía entrar. Sus amigas, preocupadas pero pragmáticas, hicieron lo que cualquier grupo de jóvenes haría en esa situación para cuidarla: la metieron en un taxi, pagaron la tarifa por adelantado y le indicaron al conductor que la llevara directamente a casa, a su residencia en Wellesley Avenue. Parecía el plan perfecto, la solución responsable ante una noche que terminaba temprano.
El taxi llegó a su destino a las 11:30 p.m. Apenas diez minutos después de haber dejado el club. El conductor la dejó frente a su casa, cumpliendo con su trabajo. Y aquí es donde la lógica se rompe y el misterio comienza. Por razones que se llevó a la tumba, Libby no entró a su hogar. Tal vez no encontraba las llaves en su bolso. Tal vez el aire gélido la despejó un poco y quiso caminar para bajar los efectos del alcohol. Tal vez simplemente estaba confundida por la nieve.
Las cámaras de CCTV de la zona captaron sus últimos movimientos erráticos, imágenes que luego serían analizadas cuadro por cuadro por miles de ojos. Se la ve caminando, cayéndose en la nieve, levantándose con dificultad. Testigos —estudiantes que volvían de estudiar, vecinos sacando la basura— la vieron. Una chica llorando, sentada en el suelo helado de la acera. Algunos, preocupados, se detuvieron y le preguntaron si estaba bien. Ella, en su confusión y quizás vergüenza, rechazó la ayuda. “Estoy bien, estoy bien”, balbuceaba. Nadie insistió demasiado. Al fin y al cabo, es una ciudad universitaria; ver a alguien pasado de copas un jueves por la noche no es una emergencia nacional. O eso pensamos hasta que es demasiado tarde.
El reloj marcaba las 12:08 a.m. Libby estaba en Beverly Road, a menos de una milla de la seguridad de su cama. Fue entonces cuando un Vauxhall Astra plateado entró en escena, deslizándose lentamente por el asfalto mojado. El auto se detuvo junto a ella. Hubo una interacción breve. Libby, confiada, subió al vehículo.
A las 12:19 a.m., el auto se alejó hacia los campos de juego de Oak Road, una zona aislada, oscura y solitaria a esas horas. Minutos después, un vecino reportó haber escuchado algo que le heló la sangre más que el clima: gritos. Gritos desgarradores, profundos, frenéticos. Gritos de mujer que pedían auxilio. Luego, un silencio sepulcral.
Libby Squire nunca volvió a ser vista con vida.
El fantasma de Hull: Pistas falsas y secretos a voces
La desaparición de Libby desató la operación de búsqueda más grande y exhaustiva en la historia de la Policía de Humberside. Fue un despliegue sin precedentes. Cientos de oficiales, equipos de buzos tácticos, perros rastreadores y miles de estudiantes voluntarios peinaron la ciudad, los ríos y los desagües. Los padres de Libby, Lisa y Russell, aparecieron en televisión nacional, con los rostros desencajados por el insomnio y el terror, suplicando por cualquier información. La comunidad de Hull se volcó en una solidaridad conmovedora, organizando vigilias y pegando carteles en cada poste de luz, pero el tiempo, implacable, jugaba en contra.
La investigación inicial fue un laberinto. Se interrogó a taxistas, se revisaron miles de horas de video de seguridad de comercios privados y cámaras municipales. Pero la policía tenía una pieza del rompecabezas que el público desconocía. El rastreo del Vauxhall Astra plateado los llevó a un nombre: Pawel Relowicz.
Relowicz, de 24 años, era un carnicero polaco, padre de dos hijos, casado, que vivía en una calle cercana. A simple vista, un inmigrante trabajador que buscaba una vida mejor para su familia. Pero cuando la policía empezó a rascar la superficie de su vida aparentemente normal, encontraron un abismo de perversión.
El 6 de febrero, una semana después de la desaparición, Relowicz fue arrestado. Pero no por asesinato. Todavía no había cuerpo, ni pruebas forenses definitivas de un crimen violento. Lo detuvieron por sospecha de secuestro, aunque lo que descubrieron en sus antecedentes y en el registro de su domicilio pintaba un cuadro mucho más perturbador y complejo.
Resultó que Relowicz llevaba dos años aterrorizando silenciosamente a las mujeres de Hull. No con asesinatos, sino con lo que la ley clasifica erróneamente como “delitos menores” o “de no contacto”. Voyeurismo: espiaba a mujeres por las ventanas de sus habitaciones. Indecencia pública: se masturbaba en la calle mirando a desconocidas. Y algo más siniestro: robos fetichistas. Entraba a casas de estudiantes y robaba objetos muy específicos: ropa interior usada, juguetes sexuales, condones.
La policía encontró en su casa un alijo de estos “trofeos”, escondidos de su esposa y familia. El “buen padre de familia” era, en realidad, un depredador sexual activo que había estado escalando metódicamente en sus comportamientos desviados. Y aquí surge la gran pregunta que indignó a la opinión pública y a la prensa: ¿Por qué estaba libre? Sus delitos anteriores habían sido tratados como incidentes aislados, molestias vecinales. Nadie conectó los puntos para ver que ese hombre estaba practicando, perfeccionando su osadía, rompiendo barreras morales y acercándose cada vez más al contacto físico violento.
El hallazgo que rompió el corazón de una nación
Durante siete semanas, la esperanza se mantuvo, aunque cada vez más frágil y desesperada. Hasta el 20 de marzo. Un pescador en el estuario de Humber, cerca de Grimsby Docks, vio algo flotando en el agua gris y turbia.
El cuerpo estaba en un estado avanzado de descomposición debido al tiempo transcurrido y la acción del agua, pero la identificación fue positiva. Era Libby. Había sido arrojada al río Hull poco después de su muerte y la corriente la había arrastrado kilómetros hasta el estuario, como si el río quisiera devolver la evidencia del crimen. La autopsia no pudo determinar la causa exacta de la muerte debido al estado de los restos, pero las circunstancias eran innegables: había sido asesinada y descartada como basura.
El caso contra Relowicz, que ya estaba en prisión preventiva cumpliendo condena por los delitos de robo y voyeurismo que finalmente habían salido a la luz, cambió drásticamente. En octubre de 2019, fue acusado formalmente de la violación y asesinato de Libby Squire.
El Juicio: La audacia del monstruo
El juicio comenzó en enero de 2021 en la Corte de Sheffield y fue un espectáculo de dolor y frustración para la familia Squire. La defensa de Relowicz fue, para muchos observadores y expertos legales, un insulto a la inteligencia y a la memoria de la víctima. Él admitió haberla recogido en su auto. Admitió haber estado en el parque Oak Road con ella. Pero su versión de los hechos era radicalmente distinta. Dijo que él era un “buen samaritano”.
Según el testimonio de Relowicz, Libby tenía frío y lloraba, y él le ofreció calor en su auto por compasión. Luego, en un giro que dejó atónita a la sala, afirmó que tuvieron sexo consensual. Sí, consensual. Con una chica que minutos antes no podía ni mantenerse en pie, que lloraba desconsolada en la nieve, que estaba congelada y vulnerable. Relowicz aseguró que después del acto, la dejó allí, viva y bien, y se fue a casa.
La fiscalía desmanteló esta narrativa pieza por pieza. Presentaron pruebas contundentes de que Relowicz había estado “patrullando” las zonas estudiantiles esa noche, dando vueltas en su auto, buscando una víctima solitaria, como un tiburón en aguas poco profundas. No fue un encuentro casual; fue una cacería premeditada. Además, los rasguños profundos en la cara de Relowicz, documentados tras su detención inicial, contaban la historia de una lucha desesperada. Libby no se entregó; peleó por su vida con todas sus fuerzas.
El jurado no creyó las mentiras. Después de seis días de tensa deliberación, lo encontraron culpable de violación y asesinato. Fue sentenciado a cadena perpetua con un mínimo de 27 años antes de poder optar a libertad condicional. La jueza, Mrs. Justice Lambert, lo catalogó como un individuo “muy peligroso” y describió sus acciones como una “campaña pervertida de comportamiento sexual desviado”.
¿Se pudo evitar? El debate incómodo que persiste
La condena trajo justicia legal, una celda y una llave tirada al mar, pero no trajo paz moral. El caso de Libby Squire abrió una herida profunda en la sociedad británica y generó un debate feroz que trascendió las fronteras del Reino Unido: ¿Cómo tratamos los delitos sexuales “menores”?
La madre de Libby, Lisa, se convirtió en una voz poderosa y elocuente tras la tragedia. Su argumento es devastadoramente simple y lógico: los monstruos no nacen asesinos, se hacen. Y Relowicz se hizo ante los ojos de la ley. Sus delitos de voyeurismo y robo de lencería fueron las señales de advertencia, las banderas rojas que ondeaban furiosamente ante un sistema ciego. Pero el sistema judicial y policial tiende a ver estos actos como de “baja prioridad”, delitos sin sangre que se archivan rápidamente.
“Si se hubiera detenido a Relowicz cuando espiaba a mujeres, Libby estaría viva hoy”, es la frase que resuena en los foros de discusión y en los editoriales de prensa. La criminología moderna respalda esto: los delincuentes sexuales a menudo escalan en su violencia. Empiezan mirando, luego tocando, luego violando, y finalmente, matando. Al ignorar los primeros peldaños de la escalera, la sociedad permite que suban hasta la cima.
Lisa Squire lanzó la campaña “It Does Matter” (Sí Importa), instando a las mujeres a denunciar cualquier comportamiento inapropiado, por pequeño que parezca, y exigiendo a la policía y al gobierno que tomen en serio estas denuncias, que se invierta en tratamientos preventivos y en una base de datos más estricta. Su lucha es para que la muerte de su hija no sea solo una estadística más en los archivos policiales, sino el catalizador de un cambio sistémico real.
Hoy, en la Universidad de Hull, hay un banco y un árbol joven dedicados a la memoria de Libby. Los estudiantes pasan por allí a diario camino a sus clases de filosofía, tal vez sin saber que una chica como ellos, llena de sueños, teorías sobre la vida y amor por sus amigos, caminó por esos mismos senderos hasta que una noche el mal puro se cruzó en su camino.
El caso de Libby Squire nos deja con una sensación de inquietud que no se quita con una sentencia carcelaria. Nos obliga a mirar a nuestro alrededor cuando caminamos de noche. Nos hace cuestionar la seguridad de nuestros taxis, de nuestras calles iluminadas, y la eficacia de quienes deben protegernos.
Pero sobre todo, nos deja con la imagen indeleble de una chica en la nieve, rechazando ayuda porque creía que podía llegar a casa sola, confiando en su independencia, sin saber que el verdadero peligro no era el frío ni el alcohol, sino el hombre que la observaba pacientemente desde un coche plateado, esperando el momento perfecto para atacar.
La pregunta que queda flotando en el aire, densa como la niebla de Hull aquella noche de enero, es: ¿Cuántos Relowicz hay ahora mismo ahí fuera, espiando por una ventana, robando una prenda íntima, preparándose para su próxima “graduación”, mientras nosotros miramos hacia otro lado creyendo que son “delitos menores”?
Libby no tuvo una segunda oportunidad. Nosotros, como sociedad, todavía la tenemos. La cuestión es si haremos algo al respecto o esperaremos al próximo titular.