En las inmensas y silenciosas montañas de México, donde el tiempo parece detenerse y la naturaleza gobierna sin piedad, a veces se revelan secretos que el hielo ha guardado durante años. El 17 de mayo de 2023, una expedición de escaladores hizo un descubrimiento que no solo reabrió un caso de persona desaparecida que llevaba seis años estancado, sino que también desencadenó una investigación que puso a prueba la lógica y la perseverancia de la policía local. Lo que comenzó como la trágica pero previsible conclusión de una búsqueda, se transformó en un oscuro y complejo rompecabezas.
Todo empezó a unos 4,000 metros de altitud, en una cornisa de nieve que se extendía sobre un glaciar. Mientras los escaladores clavaban sus picos para asegurarse, sintieron algo duro bajo el hielo. Con cautela, trabajaron para liberar el objeto, esperando encontrar alguna roca inusual. En cambio, lo que emergió fue el esqueleto de un hombre, atrapado en una gruesa capa de hielo. El cuerpo, misteriosamente conservado, llevaba los restos de una chaqueta de montaña y sus piernas presentaban fracturas antinaturales. A pocos metros, los escaladores encontraron los restos de una tienda de campaña, un termométrico y una cámara antigua.
La policía fue notificada de inmediato. Los forenses se encargaron de la espeluznante tarea de determinar la identidad de los restos. Para sorpresa de todos, el ADN confirmó lo que algunos ya temían: se trataba de Steven Marx, un montañista de 29 años que había desaparecido en octubre de 2017. Seis años antes, Steven se había embarcado en una expedición en solitario para escalar el pico Wilson, en la Sierra Madre. Su coche fue encontrado en el aparcamiento al pie de las montañas, pero él nunca regresó. Una intensa búsqueda, que movilizó a equipos de rescate y voluntarios, no encontró ni rastro de él ni de su equipo. No había señales de una avalancha ni ninguna pista que indicara un accidente. Con el tiempo, el caso se enfrió y Steven fue declarado desaparecido.
El hallazgo de su esqueleto fue una revelación, pero también planteó nuevas preguntas: ¿Cómo terminó el cuerpo encerrado en el hielo? ¿Qué había ocurrido hace seis años? ¿Por qué no lo habían encontrado antes? Los investigadores se propusieron reconstruir la cadena de eventos que llevaron a su muerte. Los efectos personales encontrados en la escena del hallazgo resultaron ser claves. El termo estaba vacío, la tienda era pequeña, diseñada para una persona. Pero la pieza más importante del rompecabezas fue la cámara. El carrete de la película, intacto, fue revelado y en él se encontraron las últimas fotos que Steven había tomado. Las imágenes mostraban su campamento montado justo en el borde de una cornisa de nieve que sobresalía sobre un precipicio. Era la misma cornisa donde se encontró el cuerpo, un detalle que parecía atar todos los cabos sueltos.
La versión oficial que se formó era trágica y directa. Steven había cometido un error fatal al acampar en un lugar peligroso. Durante la noche, la cornisa se había roto, arrastrándolo a él y a su tienda por el precipicio. La caída le había roto las piernas, y la hipotermia, combinada con las heridas, lo había matado. El hielo había sellado su destino y su cuerpo, ocultándolo de la vista durante seis largos años. El caso parecía estar resuelto. Sin embargo, para un detective del estado de San Miguel, Morales, la explicación oficial no cuadraba. Algo le carcomía, una pequeña piedra en el zapato que no le permitía dejarlo ir.
Morales revisó una y otra vez las fotos de la cámara. Había autorretratos de Steven sonriendo, lleno de vida y expectación. Y luego, estaba la última foto del campamento. El ángulo de la foto era extraño, tomada desde varios metros de distancia y ligeramente a un lado. ¿Por qué un excursionista solitario se molestaría en usar un temporizador y alejarse en la oscuridad creciente de un anochecer en un lugar tan peligroso para tomar una simple foto? Algo no tenía sentido. Sus sospechas aumentaron cuando, al examinar la imagen ampliada, notó que las huellas alrededor de la tienda estaban borrosas y pisoteadas, como si alguien hubiera estado merodeando por la zona.
Impulsado por la duda, Morales contactó a Sara, la hermana de Steven Marx, para una segunda conversación. Sara confirmó lo que él ya sospechaba: Steven era un montañista experimentado, meticuloso y extremadamente cauteloso. Había completado docenas de rutas difíciles, había tomado cursos de supervivencia y seguridad en avalanchas. “Él nunca habría montado su tienda en una cornisa. Me dijo cientos de veces que era la primera regla de seguridad en las montañas en invierno. Es un suicidio”, afirmó Sara, reforzando la convicción del detective de que la versión oficial era incorrecta.
Morales entonces hizo una pregunta clave: ¿Llevaba Steven algo de valor consigo? La respuesta de Sara lo dejó helado. Poco antes de su viaje, Steven se había comprado un nuevo teléfono satelital de última generación, muy orgulloso de su compra y de su capacidad para mantenerse en contacto desde cualquier lugar. El detective revisó la lista de objetos encontrados junto al esqueleto, y el teléfono satelital no estaba allí. La ausencia del teléfono, junto con la extraña fotografía y la naturaleza del montañista, encendieron una alarma. Morales consultó con la compañía telefónica, y se descubrió que el teléfono nunca se había activado. Todo apuntaba a un robo.
El detective tomó una decisión audaz y se puso en contacto con la doctora Evely Reed, una reconocida antropóloga forense de la Ciudad de México, para una segunda y más exhaustiva autopsia de los restos de Steven. La llamada de la doctora Reed, una semana después, confirmó sus peores sospechas. “Detective, a tu turista no solo le rompieron las piernas. He encontrado algo más. Hay una pequeña fractura con depresión en el hueso temporal izquierdo del cráneo. Mide unos 2 cm de diámetro”, dijo la doctora, explicando que la herida era perfectamente redonda y que había sido infligida con gran fuerza por un objeto contundente. Una caída habría causado una fractura irregular y astillada, no esto. La imagen de un trágico accidente se desvaneció por completo.
Ahora, la nueva teoría del detective era que Steven Marx no estaba solo. Alguien lo había golpeado en la cabeza con un objeto redondo y lo había empujado por el precipicio para simular un accidente. El robo del teléfono satelital era el motivo. Con esta nueva información, el caso de la muerte de Steven Marx se reclasificó oficialmente como una investigación de asesinato. El equipo de Morales comenzó a revisar archivos de hacía seis años. Rastrearon a todos los excursionistas que habían obtenido permisos para el Parque Nacional en ese período. Encontraron un viejo libro de registro en uno de los senderos, en el cual, junto al nombre de Steven Marx, había una sola letra: “J”. El equipo emitió un nuevo comunicado de prensa, pero los años habían borrado los recuerdos y la pista de la misteriosa “J” no condujo a nada. El caso se convirtió en un misterio sin resolver, un fantasma del pasado.
Los meses pasaron sin avances. Los colegas de Morales le aconsejaron que lo dejara, que 6 años era demasiado tiempo, pero la imagen de la fractura circular en el cráneo de Steven le atormentaba. Una noche, a solas en su oficina, Morales revisó una vez más las pruebas. Tomó el carrete de película, las tiras de celuloide que contenían los últimos momentos de la vida de un hombre, y volvió a examinar cada fotograma. El último era casi totalmente negro. En el laboratorio lo habían descartado como una toma accidental, un error. Pero Morales notó un tenue destello en la oscuridad. Había una estructura, algo que se ocultaba en la sombra.
Llevó el negativo a un laboratorio de restauración de imágenes digitales en la Ciudad de México. Los especialistas le advirtieron que las posibilidades de recuperar algo de una imagen tan subexpuesta eran casi nulas. Dos semanas después, le enviaron un archivo. Morales lo abrió y vio una imagen borrosa y granulada, pero con una claridad suficiente para ser devastadora. La foto se había tomado con flash desde el interior de la tienda, la cámara tirada en el suelo. En la esquina del encuadre, se veía el borde de un saco de dormir, una pierna con ropa interior térmica y, junto a ella, un pequeño objeto metálico: un bote de gas para acampar. Justo encima, una porción del rostro de Steven. En su sien izquierda, exactamente donde la antropóloga había encontrado la fractura, había una herida oscura, fresca y sangrante.
La teoría del asesinato se desmoronó por completo. La verdad era mucho más simple y trágica. Steven no había sido atacado. Al anochecer, mientras se preparaba para dormir, había resbalado en un trozo de hielo. Al caer, se golpeó la cabeza con el pequeño bote de gas o con su termo que se encontraba en el suelo de la tienda. El golpe fue preciso y potente, causándole una conmoción cerebral y desorientación. En ese estado semiconsciente, tropezó con su cámara y, sin querer, oprimió el obturador. El flash iluminó su herida y selló la última imagen de su vida. Durante la noche, la cornisa, debilitada por el sol y sus movimientos, se derrumbó, arrastrándolo a la muerte. El teléfono satelital probablemente se había quedado en el coche o se había perdido en la caída. El caso se cerró por segunda vez, pero ahora con una verdad que la naturaleza había mantenido oculta durante seis años. En su informe final, el detective Morales solo escribió una palabra: “accidente”.