El sótano de la funeraria Talamantes en las afueras de la Ciudad de México se sentía como una tumba. Ricardo Talamantes, un forense jubilado que seguía atendiendo casos de forma privada, había visto de todo en sus cincuenta años de carrera. Pero el cuerpo que yacía sobre la losa de acero no se parecía a nada que hubiera visto antes. Su hijo, Javier, un joven periodista de investigación, lo acompañaba en esa noche tormentosa, buscando respuestas para su próximo reportaje sobre los miles de desaparecidos en el país.
La mujer, sin nombre ni identidad, había sido encontrada en una fosa clandestina junto a otras víctimas de la narcoviolencia. Sin embargo, su cuerpo estaba intacto, sin las marcas brutales de la tortura que habían sufrido los otros. Su piel era prístina, su rostro sereno, casi etéreo. La ausencia de respuestas externas era, en sí misma, una pregunta. ¿Quién era ella? ¿Por qué la habían dejado? Los Talamantes, acostumbrados a la ciencia forense, a los hechos fríos y a la lógica irrefutable de la autopsia, se preparaban para una noche de trabajo que prometía ser rutinaria. Lo que no sabían es que esta “desaparecida” pondría a prueba no solo su conocimiento, sino también su cordura.
El primer corte de Ricardo fue un inicio de pesadilla. A medida que exploraban el cuerpo, se encontraron con evidencias que desafiaban la comprensión humana. Los ojos de la mujer estaban grises, como si hubiera muerto días antes. Sus muñecas y tobillos estaban rotos, pero sin marcas de piel que lo demostraran. La radiografía reveló una costilla rota, al igual que los tobillos y las muñecas. También se encontró un amuleto con una extraña inscripción. Los expertos forenses comenzaron a darse cuenta de que cada hallazgo era una contradicción, una pieza de un rompecabezas que no encajaba con ninguna lógica.
El misterio se profundizó cuando los forenses encontraron un diente en el estómago de la mujer, envuelto en un extraño tejido de lino. Y el horror no se detuvo ahí. Un examen interno del cuerpo de la mujer reveló algo aún más perturbador: sus pulmones estaban ennegrecidos, como si hubieran sido quemados por dentro. Sus órganos internos no solo mostraban signos de trauma severo, sino también de una extraña sustancia, la flor de Jimson, que se utilizaba para provocar parálisis y alucinaciones en la antigüedad y en rituales de brujería.
La investigación de Ricardo y Javier los llevó a una oscura revelación. El extraño amuleto que encontraron, y una serie de símbolos inscritos en la parte interior de la piel de la desaparecida, los llevaron a un pasaje de un antiguo códice mesoamericano que hablaba de la brujería y los condenaba a muerte. Un pasaje que se conectaba con las infames persecuciones de brujas de la era prehispánica y colonial. La “inocente” mujer no era una víctima, o al menos, no una víctima común. Era una bruja. Una bruja que había sido torturada, pero no asesinada por los torturadores, sino que había sido usada en un ritual que la había convertido en una entidad vengativa, un ser que se negaba a morir.
El caso de la desaparecida había evolucionado de una simple autopsia a una batalla sobrenatural. La morgue, que hasta entonces había sido un santuario de la lógica y la razón, se convirtió en un campo de batalla de fuerzas invisibles. Los cadáveres en las morgues comenzaron a moverse, las luces a parpadear y la radio a sonar una y otra vez con una canción infantil que se sentía como una burla. El miedo se apoderó de Ricardo y Javier, quienes ya no estaban examinando un cuerpo, sino luchando por su supervivencia.
La desaparecida no estaba muerta, solo dormía. Su cuerpo era la prueba de la tortura de la que había sido víctima, pero su espíritu era una entidad vengativa, una energía oscura que se había anclado en la morgue, liberando su ira sobre los forenses. El dolor de la mujer, el odio acumulado a lo largo de siglos de tortura, se materializó en una pesadilla que se apoderó del sótano. El espíritu de la bruja se burló de ellos, rompiendo luces, causando que los cadáveres se levantaran de sus cajones y haciendo que el ambiente se llenara de un terror que no tenía explicación.
En un intento desesperado por detener el horror, Ricardo intentó prenderle fuego a la morgue. Sin embargo, no pudo detener lo que ya había comenzado. Los espíritus atormentados, que rodeaban a la bruja, tomaron control de Javier. En un momento de agonía, el joven intentó quitarle la vida a su padre para liberarlo de su dolor, antes de que las entidades lo poseyeran por completo. La autopsia había despertado un horror que estaba destinado a permanecer enterrado, y ahora cobraba su precio.
La tormenta se calmó, y las luces de la morgue volvieron. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Los cajones de los cadáveres estaban cerrados, el fuego se había apagado. Pero la calma era una ilusión. Cuando los policías llegaron, encontraron los cuerpos de Ricardo y Javier. Muertos, por causas que la ciencia no podía explicar. Y en la losa de metal, el cuerpo de la desaparecida. Impecable, intacto, como si la autopsia nunca hubiera ocurrido. El secreto de la bruja había quedado sepultado con la muerte de los forenses. El único indicio de la pesadilla que había tenido lugar era el dedo del pie de la mujer, que se movió, haciendo sonar un pequeño cascabel que Ricardo le había colocado, una señal de que la pesadilla no había terminado, y que el espíritu de la bruja seguía libre, buscando su siguiente víctima. El silencio en la morgue se había roto, y el eco del grito de la bruja ancestral, resonaría por toda la eternidad en las calles de la Ciudad de México.