El 13 de noviembre de 2003, un joven espeleólogo ingresó en un estrecho pasaje profundo en las cuevas de Utah. Sus amigos escucharon un grito corto, aterrorizado, seguido de un silencio absoluto. Llamaron su nombre sin obtener respuesta. Comenzó la búsqueda: durante una semana, los rescatistas recorrieron la cueva. Encontraron su linterna frontal, la correa rota, pero no al hombre. Ningún rastro, ningún olor a descomposición, nada. La cueva fue cerrada oficialmente.
Tres meses después, otro grupo de espeleólogos encontró el cuerpo en una fisura de apenas 40 cm de ancho, más profunda de lo que nadie había explorado antes. Yacía boca abajo, con la cabeza atrapada en la parte más estrecha. Su ropa estaba rasgada en la espalda y el pecho; los zapatos habían desaparecido, y sus uñas estaban desgarradas hasta la carne. En las paredes de piedra caliza, por encima de su posición, había profundas marcas de arañazos.
El forense escribió en su informe:
“La posición es imposible de alcanzar por medios propios. El cuerpo fue movido usando fuerza externa. ¿Qué lo atrapó en la oscuridad? ¿Qué lo arrastró a una fisura en la que una persona no puede entrar por sí misma? ¿Y por qué hay marcas de garras en la roca donde no deberían estar?”
Los nombres fueron cambiados por confidencialidad, pero los eventos son reales. Los documentos, informes de expertos y testimonios de rescatistas existen y apuntan a una conclusión: algo acecha en las profundidades de las cuevas Natty Patty. Algo vivo, algo que no debería estar allí.
El sistema de cuevas Natty Patty está en el condado de Beaver, Utah, unos 30 km al suroeste de Milford. El terreno es accidentado: colinas rocosas, vegetación escasa, agua mínima. Las cuevas son conocidas por ser algunas de las más difíciles de la región: pasajes estrechos, pozos verticales, callejones sin salida y desprendimientos imprevisibles. Los mapas del sistema son incompletos; muchas áreas siguen inexploradas por la extrema dificultad de acceso.
En otoño de 2003, tres jóvenes decidieron explorar los túneles inferiores de Natty Patty. Todos eran espeleólogos experimentados. El mayor, ingeniero de 27 años de Salt Lake City, llevaba más de cinco años explorando cuevas. Sus compañeros, universitarios de 24 y 23 años, habían practicado escalada y exploración subterránea durante dos años.
El 13 de noviembre, salieron temprano por la mañana. Tras casi cuatro horas de viaje, llegaron a la entrada principal a las 10:00. El clima era fresco, 7°C y nublado. Revisaron el equipo: cuerdas, mosquetones, linternas con baterías de repuesto, botiquín, agua, comida, brújula y mapas. Dejaron sus celulares en el coche, ya que la cobertura era inexistente y la humedad del interior los haría inútiles.
Descendieron a un pozo vertical de 20 m de profundidad, asegurados por uno de ellos. Al llegar al fondo, encontraron un amplio salón con suelo rocoso irregular, temperatura de 10°C y alta humedad. Se adentraron hacia los túneles inferiores, donde una sección llamada “Needleneck” era apenas explorada: un pasaje horizontal de apenas 7 m, extremadamente estrecho.
Caminaron agachados, luego a cuatro patas y finalmente arrastrándose, empapando sus ropas por el contacto con la piedra húmeda. Tras 45 minutos, llegaron a una bifurcación y tomaron el desvío indicado en el mapa. El túnel se estrechaba aún más: en algunos puntos apenas podían pasar lateralmente. Finalmente, frente a la entrada de Needleneck, un pasaje de 30 cm de altura y 40-50 cm de ancho, debieron arrastrarse boca abajo.
El miembro mayor decidió entrar primero, dejando la mochila atrás. Solo llevó linterna y cuchillo. Avanzó lentamente mientras sus amigos esperaban unos metros detrás. Sus respiraciones eran pesadas; se oían movimientos de tela contra la piedra y comentarios ocasionales. Tras tres minutos, su voz se volvió distante y, luego, un raspado, un arañazo y un grito corto lleno de terror. Silencio absoluto.
Intentaron entrar, pero uno se quedó atascado a los dos metros. La desesperación creció. Después de varios intentos fallidos y gritos sin respuesta, uno de ellos subió a la superficie a buscar ayuda.
Dos horas después de que uno de los amigos subiera a la superficie para pedir ayuda, un equipo de rescate especializado descendió a la cueva. Seis espeleólogos con equipo profesional llegaron, guiados por la descripción de la situación y las coordenadas aproximadas. Uno de los miembros más experimentados, delgado y con años de exploración en espacios estrechos, se ofreció para inspeccionar el pasaje de Needleneck.
Avanzó cuidadosamente, iluminando la estrecha grieta con su linterna. Tras unos metros, alcanzó una pequeña cámara de 3×2 metros. No había señales del joven. Solo la linterna frontal tirada en el suelo, con la correa rota y las baterías casi agotadas. No había rastros de lucha ni ropa desgarrada; solo un silencio húmedo y opresivo que llenaba el espacio.
Durante los siguientes cuatro días, aproximadamente 15 rescatistas peinaron cada rincón accesible en un radio de 150 metros. Revisaron pasajes verticales y horizontales, sin hallar nada. Cámaras térmicas, perros de búsqueda y sensores tampoco registraron presencia humana. Lo usual en un caso de muerte en cuevas —olor a descomposición, restos visibles— estaba completamente ausente. La búsqueda se suspendió oficialmente el 18 de noviembre, y la familia fue notificada de la muerte presunta. La entrada fue sellada, y la cueva cerrada al público.
El caso permaneció archivado como accidente. La versión oficial sostenía que el joven había quedado atrapado en un área inexplorada y muerto por causas naturales o accidente, sin cuerpos recuperables. Sin embargo, en febrero de 2004, todo cambió.
El 21 de febrero, un grupo de cinco espeleólogos recibió autorización especial para explorar áreas previamente cerradas de Natty Patty, con la condición de seguir estrictas normas de seguridad y comunicación constante con la superficie. Entre ellos estaba Sarah Connors, especialista en pasajes extremadamente estrechos, pequeña de estatura y con más de 10 años de experiencia explorando las cuevas más difíciles del oeste de Estados Unidos.
El grupo descendió alrededor de las 8:00 de la mañana. Avanzaron meticulosamente, registrando cada bifurcación y pasaje desconocido. Aproximadamente a 150 metros de Needleneck, descubrieron una serie de pozos verticales no marcados en el antiguo mapa. Uno descendía unos 10 metros hasta una pequeña plataforma con varias galerías horizontales.
Sarah decidió inspeccionar una de ellas: un pasaje estrecho y desigual, con paredes cubiertas de afiladas protuberancias. Avanzó boca abajo, iluminando con su linterna. A cinco metros, un estrechamiento de 40 cm le llamó la atención. Allí, vio algo que la paralizó: una bota de montaña negra, con cordones rojos y suela gastada, incrustada en la grieta.
El grupo llamó inmediatamente a la superficie. Dos horas más tarde, rescatistas y oficiales descendieron nuevamente. Sarah los guió hasta la ubicación exacta. Al inspeccionar la grieta, confirmaron lo peor: el cuerpo del joven desaparecido estaba boca abajo, con la cabeza atrapada en la parte más estrecha de la fisura, los brazos extendidos a los lados.
La recuperación fue extremadamente difícil. El pasaje era tan angosto que apenas podían maniobrar sin arrastrar piedras y dañar la ropa del cuerpo. Su ropa estaba rasgada en la espalda y el pecho, las uñas destrozadas hasta la carne, y las paredes mostraban profundas marcas de arañazos por encima de su posición, imposibles de producir por movimientos independientes.
El forense reafirmó las conclusiones previas: la posición del cuerpo no podía haber sido alcanzada por el propio joven. Alguien —o algo— lo había movido hasta esa fisura imposible, dejando evidencias de fuerza externa y marcas de garras que desafían cualquier explicación lógica.
La recuperación del cuerpo en febrero de 2004 dejó a los expertos perplejos. Cada detalle parecía desafiar la lógica: la estrechez de la grieta, la posición imposible del cuerpo, las marcas de garras en las paredes y la ausencia de cualquier rastro de lucha o sangre. Los espeleólogos veteranos comenzaron a hablar en sus informes de “fuerza externa inexplicable” y de un “depredador” que, según ellos, parecía acechar en los pasajes más profundos de Natty Patty.
Sarah Connors, quien había liderado la inspección de los pasajes estrechos, fue una de las primeras en declarar que algo no estaba bien. “He explorado cuevas mucho más difíciles,” dijo, “pero nunca vi nada que pudiera explicar estas marcas. Esto no es un accidente, y tampoco es un depredador natural que conozcamos en la superficie. Es como si algo estuviera cazando allí abajo.”
Los rescatistas revisaron todas las galerías adyacentes a Needleneck y las cámaras térmicas no registraron señales de vida. Sin embargo, las profundas marcas de arañazos en la piedra caliza, a una altura imposible para un humano atrapado, sugerían que algo con garras fuertes y agilidad extrema había estado allí. Algunos espeleólogos comenzaron a teorizar sobre criaturas desconocidas que habitan en cavernas remotas, mientras otros creían que podía ser un animal grande, quizás un depredador adaptado a la oscuridad, como un felino subterráneo o incluso un mamífero no documentado.
La especulación creció cuando se realizaron entrevistas a antiguos exploradores y residentes locales. Algunos contaban historias sobre “sombras que se mueven en los túneles” y “ruidos inexplicables” que habían escuchado mientras exploraban Natty Patty. Nadie había logrado documentarlo con evidencia tangible, pero los relatos coincidían: algo acechaba en los rincones más profundos y estrechos, y no se parecía a nada conocido.
Las autoridades, por su parte, mantuvieron la versión oficial de accidente, citando el terreno extremadamente peligroso, la humedad, los pasajes estrechos y la dificultad de rescate. Sin embargo, para los expertos que participaron en la recuperación, la conclusión de “accidente” no era suficiente. Las pruebas físicas —marcas de arañazos, posición imposible del cuerpo y la falta de cualquier señal de descomposición en el resto de la cueva— sugerían que la versión oficial ignoraba la posibilidad de un fenómeno inexplicable.
Durante meses, la comunidad espeleológica estudió mapas, fotografías y testimonios. Los pasajes de Natty Patty mostraban irregularidades: cámaras estrechas, giros imposibles y pozos verticales ocultos que podían actuar como trampas naturales o como escondites de lo desconocido. Algunos investigadores comenzaron a denominar al responsable “el depredador de Natty Patty”, un ser invisible para la mayoría de los ojos humanos, pero lo suficientemente fuerte para arrastrar un cuerpo hasta un lugar inaccesible.
Las historias locales y la experiencia de los espeleólogos coincidían: Natty Patty no era una cueva común. Sus pasajes estrechos y laberínticos podían ocultar lo impensable. Y aunque nadie había logrado ver a la criatura directamente, sus rastros —marcas de garras, ropa desgarrada, cuerpos en posiciones imposibles— confirmaban que algo acechaba en las profundidades.
Hasta hoy, Natty Patty permanece parcialmente cerrada, con accesos controlados por las autoridades. Los exploradores que han intentado adentrarse en los túneles inferiores reportan sensaciones de ser observados, ruidos inexplicables y cambios abruptos en la temperatura y la humedad. La leyenda del depredador subterráneo ha crecido, mezclando hechos documentados y relatos anecdóticos, creando un misterio que desafía la explicación científica.
La desaparición de aquel joven caver en noviembre de 2003 y su hallazgo tres meses después se han convertido en un caso emblemático en Utah. No solo por la tragedia de su muerte, sino por la imposibilidad de entender cómo llegó a estar atrapado en esa posición. La evidencia apunta a algo más que accidente: un depredador que se mueve en las sombras de las cuevas, un guardián invisible de Natty Patty que recuerda a los exploradores que no todo en la oscuridad puede ser comprendido.
Hoy, los investigadores y espeleólogos coinciden en que Natty Patty es una de las cuevas más peligrosas de Estados Unidos. Y aunque la ciencia moderna no pueda explicar todas las marcas, raspaduras y posiciones imposibles de los cuerpos, los relatos y los hallazgos documentados mantienen viva la inquietante posibilidad: hay algo vivo en Natty Patty que acecha, y que debería permanecer allí, oculto en la oscuridad.
La historia termina sin respuestas definitivas, dejando un vacío inquietante: ¿fue un accidente imposible de reproducir, un depredador desconocido o algo que desafía toda lógica humana? Lo que sí es cierto es que Natty Patty ha guardado sus secretos durante décadas, y quien se adentre demasiado en sus túneles estrechos podría nunca regresar.