Pareja y Bebé Desaparecen en 1997: La Cámara Familiar que Resolvió el Caso 6 Años Después

El año 1997 fue una época de transición. El mundo estaba en la cúspide de una revolución digital que aún no había llegado a la mayoría de los hogares. La vida se registraba en álbumes de fotos y, para los más afortunados, en voluminosas cintas de videocámara. Fue en ese mundo analógico donde David, de 26 años, Laura, de 24, y su hija de seis meses, Sofía, estaban a punto de empezar un nuevo capítulo.

La joven familia vivía en un modesto apartamento en las afueras de Madrid. David había conseguido un nuevo trabajo en Valencia, una oportunidad que prometía un futuro mejor, una casa más grande y la brisa del mar. El 10 de marzo de 1997 fue su último día en la capital. El apartamento estaba lleno de cajas de cartón. Sus amigos y familiares se habían despedido el fin de semana anterior.

Esa mañana del 10 de marzo, el vecino de al lado los vio cargando las últimas cajas en su coche, un Opel Corsa de color granate. David, fuerte y optimista, hacía la mayor parte del trabajo pesado, mientras Laura aseguraba a la pequeña Sofía en su silla de bebé. Se despidieron con la mano, sonrieron y se pusieron en marcha.

Tenían previsto llegar a casa de los padres de Laura en Valencia esa misma tarde para pasar la noche antes de recibir las llaves de su nuevo piso. La llamada que confirmara su llegada nunca se produjo.

Al principio, los padres de Laura, Carmen y Ricardo, no se preocuparon. Quizás se habían retrasado por el tráfico o habían decidido parar en el camino. Pero cuando pasó la noche del 10 y toda la mañana del 11 sin noticias, el pánico comenzó a instalarse. Empezaron a llamar a la policía, a los hospitales y a la Guardia Civil de Tráfico a lo largo de toda la ruta Madrid-Valencia. Nadie había visto el Opel Corsa granate.

Cuando la policía forzó la entrada del apartamento de Madrid, se encontraron con una escena extraña. Estaba medio vacío, como era de esperar de una mudanza. No había signos de lucha, ni sangre, ni nada fuera de lugar. Simplemente se habían ido. Pero algunos detalles no cuadraban. La cartera de Laura, con su documentación, estaba sobre la encimera de la cocina. ¿Quién se embarca en un viaje de 300 kilómetros sin su DNI?

La investigación se puso en marcha, pero se topó con un muro de silencio. El coche no aparecía. Sus cuentas bancarias, que contenían una modesta cantidad de ahorros, permanecían intactas. No había movimientos.

Surgieron las teorías. La más probable, según la policía en ese momento, era un trágico accidente. La A-3 de 1997 no era la autopista moderna de hoy. Tenía tramos peligrosos, especialmente el paso por las Hoces del Cabriel, una zona de gargantas profundas donde un coche podía despeñarse y desaparecer de la vista. Se realizaron búsquedas exhaustivas con helicópteros y equipos de buceo en el embalse de Contreras. No encontraron nada.

La segunda teoría era la fuga voluntaria. David, según algunos amigos, tenía algunas deudas de juego menores de su juventud. ¿Había decidido la pareja tomar el dinero de la mudanza y desaparecer para empezar de cero, lejos de sus acreedores y de sus familias? Esta teoría destrozó a Carmen y Ricardo. Insistieron en que era imposible. Laura adoraba a su familia y, sobre todo, adoraba a su hija. Nunca huiría, y menos aún de esa manera.

Los meses se convirtieron en un año. Luego en dos. La desaparición de la familia se enfrió y pasó a engrosar la pila de “casos sin resolver”. La vida, para todos menos para sus padres, continuó. El apartamento fue finalmente alquilado a otros inquilinos. Carmen y Ricardo, con el corazón roto, recogieron las pocas pertenencias que la policía les permitió llevarse del apartamento: fotos de la infancia de Laura, algunos libros y una caja de cintas de vídeo y la videocámara Sony Hi8 con la que habían grabado cada hito de la corta vida de Sofía.

Llegó el año 2003. Habían pasado seis años.

El caso estaba cubierto de polvo en un archivador. Pero en la comisaría central, un nuevo detective, el Inspector Morales, había asumido la dirección de la unidad de Casos Fríos. Morales era un hombre metódico, de la vieja escuela, que creía que ningún detalle era demasiado pequeño. Decidió reabrir el caso de la familia desaparecida en 1997.

Morales no se fiaba de la teoría de la fuga. La cartera de Laura en la cocina era una bandera roja que, en su opinión, no se había tomado en serio. Volvió a entrevistar a Carmen y Ricardo. La pareja, envejecida por el dolor, repitió la misma historia. No sabían nada. Pero esta vez, Morales hizo una pregunta diferente.

“¿Qué se quedaron del apartamento? No los muebles. Las cosas personales. Las cosas que la policía de entonces pudo haber pasado por alto”.

Carmen, entre lágrimas, mencionó la caja que guardaba en el fondo de un armario. “Solo fotos”, dijo. “Y su cámara de vídeo. La dejaron sobre la encimera. Supongo que con la mudanza, se la olvidaron”.

Esa palabra hizo que la sangre de Morales se helara. “¿La dejaron? ¿La cámara?”.

En 1997, una videocámara era un artículo de lujo. Era lo último que uno olvidaría en una mudanza planificada. Morales pidió la caja.

Esa misma tarde, en una sala de visualización de la comisaría, Morales conectó la vieja Sony Hi8 a un televisor. En la cámara había una cinta. La etiqueta simplemente decía “Sofía / Mudanza – Marzo 97”.

Apretó el botón de “Play”.

La pantalla cobró vida con la típica estática azul, seguida de la imagen granulada pero clara de una sala de estar llena de cajas. La fecha y la hora, impresas en la esquina inferior, marcaban “09 MAR 1997, 20:30”. La noche antes de la desaparición.

La cinta era exactamente lo que uno esperaría. Era conmovedora y mundana. Se oía la voz de David detrás de la cámara. “¡Dile adiós al apartamento, Sofía! ¡Dile adiós!”. La cámara enfocaba a Laura, que sostenía a la bebé en brazos. Laura sonreía, aunque parecía cansada. “Está más interesada en morderse el pie”, dijo riendo.

La grabación continuó durante unos veinte minutos. David filmó las cajas apiladas, bromeando sobre cuánto trabajo les quedaba. “Y aquí”, dijo, enfocando la encimera de la cocina, “está el centro de mando. Café, la cartera de Laura para que no la pierda, y el teléfono”.

Morales observó con atención. Allí estaba la cartera. Había sido dejada allí la noche anterior.

David volvió al salón. “Bueno, voy a apagar esto. Tenemos que terminar de precintar”.

Se oyó un ruido sordo cuando la cámara fue depositada sobre una superficie blanda, quizás un montón de ropa. La imagen se volvió negra. Morales estuvo a punto de pulsar “Stop”.

Pero David no había apagado la cámara. La había dejado grabando.

La pantalla estaba negra, pero el micrófono, sensible, seguía capturando el audio de la habitación. Morales subió el volumen.

Se oían los sonidos de la cinta adhesiva al ser arrancada, las cajas al ser arrastradas. David y Laura hablaban. “¿Crees que es todo?”, preguntó Laura. “Casi”, respondió David. “Solo queda la caja de las herramientas y… esa”.

Unos minutos de silencio. Luego, un sonido claro: el timbre de la puerta. “¿Quién será a esta hora?”, dijo David, su voz sonando extrañada. “No esperamos a nadie”. Se oyó el sonido de la puerta al abrirse. “¿Javier? ¿Qué haces aquí?”, dijo David. Su voz no sonaba feliz. Sonaba tensa. “Javi”, dijo Laura, su voz más acogedora. “Pensábamos que te habías despedido el sábado”.

Javier. Morales revisó sus notas. Javier era el primo de David. Había sido entrevistado en 1997. Dijo que se había despedido el fin de semana y que no sabía nada de sus planes. Su coartada era sólida.

En la cinta, la voz de Javier sonaba demasiado alegre. “¡Hombre, primo! Estaba en el barrio, vi la luz. No podía dejar que os fuerais sin daros un último abrazo. ¿Necesitáis ayuda con algo?”. “No, ya casi hemos terminado”, dijo David, cortante. “Vamos, David, no seas así”, dijo Laura. “Pasa, Javi. Pero solo un minuto, estamos agotados”.

Se oyó el ruido de pasos. “Vaya, sí que os lo lleváis todo”, dijo Javier. “Oye, ¿es verdad lo que oí en el bar? ¿Que el banco te dio todo lo de la venta del piso de tu abuelo en efectivo?”.

Silencio. Un silencio pesado y absoluto. La voz de David, ahora un susurro peligroso: “¿Quién te ha dicho eso?”. “Vamos, David. Lo sabe todo el mundo. ¿Dónde lo llevas? ¿En el banco?”. “Eso no es asunto tuyo, Javier”, dijo David. “David, por favor”, susurró Laura. “Javi, es tarde…”.

“Solo quiero un préstamo, primo”, dijo la voz de Javier. “Las cosas no me van bien. Mil euros. Dos mil. Sabes que te lo devolveré”. “No tengo ese dinero, Javi. Y si lo tuviera, no te lo daría. Ahora, vete”. “No me voy a ir, David”.

Lo que siguió heló la sangre del Inspector Morales. Se oyó el sonido de un forcejeo. Un golpe sordo. El grito ahogado de Laura: “¡David!”. Luego, un segundo golpe. El llanto agudo y aterrorizado de la bebé Sofía comenzó a sonar. “¡Cállala, Laura, cállala!”, gritó Javier, su voz rota por el pánico. “¡Has matado a mi marido!”, gritó Laura, histérica. “¡No quería… él se abalanzó sobre mí! ¡Te dije que me dieras el dinero!”. “¡Asesino!”. Se oyó otro golpe, más suave. El llanto de Laura se detuvo. El único sonido que quedó fue el llanto desconsolado de la bebé Sofía.

Se oyeron pasos frenéticos. Jadeos. Javier estaba hablando solo, maldiciendo. “Mierda, mierda, mierda. ¿Qué he hecho?”.

El llanto de la bebé se interrumpió abruptamente.

Unos segundos después, un clic. La cinta se detuvo. Javier debió haber visto la luz roja de grabación en la cámara y la apagó.

El Inspector Morales se quedó mirando la pantalla azul, su rostro pálido. Había escuchado el asesinato de una familia entera.

La detención de Javier se produjo esa misma noche. Tenía 45 años, era dueño de un pequeño bar en un pueblo de Toledo, un negocio que, según descubrieron rápidamente, había comprado en efectivo en el verano de 1997.

Cuando Morales le puso la cinta de audio, Javier se derrumbó.

Confesó todo. Había ido a por el dinero. Llevaba una barra de hierro bajo la chaqueta. Cuando David se negó, lo golpeó. Cuando Laura gritó, la silenció. El horror de lo que había hecho lo paralizó, pero sabía que no podía dejar testigos. Miró a la bebé Sofía, que lloraba en su cuna.

En un acto de crueldad inimaginable, decidió borrar a toda la familia.

Puso los cuerpos de David y Laura en el maletero del Opel Corsa. Puso a la bebé en su sillita, como si fueran de viaje. Condujo durante dos horas en la oscuridad, hasta un pozo minero abandonado y lleno de agua que conocía de su infancia. Puso el coche en punto muerto y lo empujó al agua negra.

El dinero, unos 15.000 euros de la herencia, estaba en un maletín que había visto en el apartamento. Lo cogió y empezó su nueva vida.

Durante seis años, Carmen y Ricardo habían buscado un coche que se había salido de la carretera. Habían rezado por el regreso de una hija que había sido asesinada por su propio primo.

La cámara de vídeo, ese objeto comprado para grabar la felicidad, se había convertido en la única testigo. Olvidada en la escena del crimen, había guardado el secreto acústico de la tragedia, esperando seis años en una caja polvorienta a que alguien, finalmente, pulsara “Play”.

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