
Era joven, soñadora y amaba la historia con una pasión que la definía. Su última fotografía, tomada en 1998, la captura con una sonrisa tímida, los ojos brillantes de emoción frente a la majestuosidad de las ruinas de Machu Picchu. Poco después de ese instante congelado en el tiempo, Paloma Herrera, una estudiante de arqueología mexicana de 23 años, se desvaneció como si la montaña sagrada de los incas se la hubiera tragado. Durante catorce largos y agónicos años, no hubo pistas, ni respuestas, solo un silencio ensordecedor que consumió a su familia. Hasta que, en 2012, un grupo de exploradores se adentró en una cueva remota en los Andes y encontró algo inesperado: una pulsera de plata oxidada con su nombre grabado. Ese pequeño objeto desenterró una verdad mucho más oscura y aterradora de lo que cualquiera podría haber imaginado.
El despertador sonó a las 5 de la mañana en el pequeño departamento de la colonia Roma Norte, en la Ciudad de México, pero Paloma Herrera ya llevaba una hora despierta. La mezcla de emoción y nervios le impedía dormir. A sus 23 años, estaba a punto de cumplir el sueño que la había acompañado desde que, a los 8, vio por primera vez una foto de Machu Picchu en un libro de historia que su abuela le regaló. Sus padres, Doña María y Don Carlos, la despidieron con esa mezcla de orgullo y preocupación tan propia de quienes ven a un hijo emprender un gran viaje. Don Carlos, un mecánico de manos callosas y corazón enorme, había trabajado turnos dobles durante dos años para ayudar a su hija a financiar esta aventura. No entendía del todo su fascinación por las civilizaciones antiguas, pero la pasión en los ojos de Paloma era todo lo que necesitaba para apoyarla incondicionalmente.
En su mochila, Paloma no solo llevaba ropa de abrigo y su cámara Canon; cargaba el libro “La Ciudad Perdida de los Incas”, que había leído cinco veces, y una pequeña pulsera de plata con su nombre, un regalo de su abuela. “Para que nunca olvides quién eres, sin importar qué tan lejos vayas”, le había dicho. En el aeropuerto, la despedida fue emotiva pero breve. “No te alejes del grupo”, le advirtió su padre, en un abrazo que contenía todo el amor y el miedo del mundo.
El viaje fue un sueño hecho realidad. Tras dos días en Lima, voló a Cusco, la ciudad imperial que la recibió con su aire frío y su historia suspendida en cada calle empedrada. Allí la esperaba Ricardo Mendoza, el guía de la agencia “Aventuras Andinas”. Parecía exactamente como en las fotos del sitio web: un hombre de unos 40 años, de rostro curtido por el sol y una sonrisa que transmitía confianza y profesionalismo. Las reseñas en línea lo describían como un experto que conocía cada piedra de Machu Picchu. Paloma se sintió inmediatamente segura. “Vamos a pasar dos días juntos explorando el lugar más mágico del mundo”, le dijo Ricardo.
El día de la excursión, Paloma estaba eufórica. En el tren que serpenteaba por el Valle Sagrado, conoció al resto del grupo: una pareja de argentinos y un joven mochilero brasileño. Cuando finalmente llegaron a la entrada de la ciudadela y Ricardo les dijo que abrieran los ojos, Paloma se quedó sin aliento. Machu Picchu se extendía ante ella como una ciudad de piedra suspendida entre las nubes. Era perfecto. Sin darse cuenta, comenzó a llorar.
Durante horas, el grupo exploró las ruinas bajo la experta guía de Ricardo. Paloma, en su elemento, hacía preguntas técnicas, tomaba fotografías y llenaba su cuaderno de notas. Al mediodía, Ricardo les dio dos horas libres para almorzar y explorar por su cuenta. Ansiosa por capturar imágenes sin multitudes, Paloma le preguntó por un área menos visitada. “Hay una sección hacia el este, cerca del Templo del Cóndor, que suele estar más tranquila”, le indicó él. “Pero no se aleje mucho”.
Fue en esa zona tranquila donde el sueño de Paloma se convirtió en una pesadilla. Mientras buscaba el encuadre perfecto, vio algo extraño. A lo lejos, Ricardo conversaba intensamente con dos hombres que parecían trabajadores del sitio. Movida por su instinto, levantó su cámara y, usando el zoom, capturó varias fotografías de la reunión. En una imagen vio claramente cómo uno de los hombres le entregaba a Ricardo un pequeño artefacto de piedra. Tráfico de antigüedades, pensó, recordando sus clases en la universidad. El corazón le empezó a latir con fuerza. Eran contrabandistas.
El silencioso clic del obturador de su cámara fue suficiente. “¿Hay alguien ahí?”, gritó uno de los hombres. Paloma se agachó tras una pared de piedra, pero ya era tarde. El propio Ricardo, con una voz despojada de toda calidez, la descubrió. “Señorita Paloma, creo que vio algo que no debía ver”. El terror la paralizó. Trató de correr, de volver al área principal, pero la habían acorralado. “El grupo cree que usted decidió explorar por su cuenta”, dijo Ricardo con una sonrisa fría. “Les dije que era muy independiente”.
La llevaron a la fuerza, lejos de los senderos turísticos, hacia lo profundo de la montaña. La pesadilla apenas comenzaba. Los hombres la arrastraron a una cueva remota, planeando mantenerla allí hasta decidir qué hacer. Pero Paloma, valiente y desesperada, nunca dejó de luchar. En un momento de descuido, intentó escapar, corriendo hacia la oscuridad de los túneles que se ramificaban en las profundidades de la cueva. En su huida desesperada, en la más absoluta oscuridad, cayó en una grieta profunda. Su lucha había terminado.
Mientras tanto, en México, la llamada que ningún padre quiere recibir llegó a las 11 de la noche. “Su hija ha sido reportada como desaparecida”, dijo una voz con acento peruano. Para Don Carlos y Doña María, el mundo se detuvo. Así comenzó un calvario de 14 años. Don Carlos viajó a Perú y participó personalmente en las búsquedas, gritando el nombre de su hija hasta quedarse sin voz. Pero después de semanas de búsqueda intensiva, las autoridades se rindieron. “Debemos considerar que sufrió un accidente fatal”, le dijeron. “Es posible que su cuerpo nunca sea encontrado”.
Don Carlos nunca aceptó esa posibilidad. De vuelta en México, dedicó su vida a encontrar respuestas. Gastó todos sus ahorros, hipotecó su casa y contrató investigadores privados. Los años pasaron, convirtiendo el dolor agudo en una agonía crónica que devastó a la familia. Doña María cayó en una profunda depresión, y la casa se convirtió en un mausoleo silencioso. En su dolor, Don Carlos fundó la “Fundación Paloma Herrera” para ayudar a otras familias de personas desaparecidas, canalizando su sufrimiento en un propósito. Pero cada día sin saber qué le había pasado a su hija era, en sus propias palabras, “un día que muero un poco más”.
La verdad permaneció enterrada durante 14 años, hasta marzo de 2012. Un equipo de espeleólogos peruanos, liderado por el Dr. Eduardo Vargas, exploraba un sistema de cuevas nunca antes cartografiado. En una de ellas, una joven antropóloga llamada Ana Quispe encontró una mochila descompuesta. Dentro, una identificación universitaria reveló el nombre que había atormentado a una familia por más de una década: Paloma Herrera Sánchez. Cerca, encontraron su cámara, su cuaderno y la pulsera de plata que su abuela le había dado. La expedición geológica se había convertido en la escena de un crimen.
El hallazgo reabrió el caso y la policía centró su atención en la única persona que sabía dónde había estado Paloma ese día: Ricardo Mendoza. Catorce años de culpa lo habían consumido. Cuando el comandante Mendoza lo confrontó con la nueva evidencia, Ricardo, ahora un hombre de 54 años, envejecido y tembloroso, se derrumbó. Confesó todo: la red de contrabando de artefactos arqueológicos, el momento en que Paloma los descubrió y fotografió, y cómo la llevaron a la cueva. Contó cómo ella intentó escapar y cayó mortalmente en una grieta. Su confesión llevó a la detención del líder de la red, el Dr. Augusto Vargas, un respetado médico de Lima que vivía una doble vida criminal.
En México, Don Carlos, ahora con 68 años y en una silla de ruedas, recibió la llamada que había esperado durante 5,110 días. “Finalmente tenemos respuestas”, le dijo el comandante. “Su hija murió siendo valiente. Descubrió un crimen y trató de hacer lo correcto”. Por primera vez en años, Don Carlos lloró con una mezcla de dolor y alivio. Su búsqueda había terminado.
El juicio fue uno de los más seguidos en la historia de Perú. Ricardo Mendoza fue sentenciado a 25 años de prisión, y el Dr. Augusto Vargas recibió cadena perpetua. En agosto de 2012, los restos de Paloma Herrera finalmente regresaron a casa. Cientos de personas la recibieron en el aeropuerto de la Ciudad de México. “Ya estás en casa, mi hija. Papá nunca dejó de buscarte”, susurró Don Carlos junto a su ataúd. En su funeral, se leyó una carta que Paloma había escrito antes de su viaje, encontrada entre sus pertenencias: “Queridos papá y mamá… no se sientan culpables por haberme dejado ir. Ustedes me enseñaron a perseguir mis sueños. Y eso es exactamente lo que estoy haciendo. Los amo”. La historia de Paloma es una tragedia sobre un sueño truncado, pero también es un poderoso testimonio de la valentía de una joven que se enfrentó a la oscuridad y del amor inquebrantable de un padre que nunca, jamás, se rindió.