“Café Jijón: La Interrupción que Podría Derrumbar el Imperio Inmobiliario de Madrid”

Mateo se incorporó, la silla raspando levemente la madera pulida. Su rabia, ese veneno frío que solía servirle de herramienta, se congeló en los labios cuando vio las manos de Clara —temblorosas, manchadas de harina— y la forma en que sus pupilas ampliadas buscaban la suya como si suplicaran por un salvavidas. Hubo un segundo de silencio absoluto: las copas tintinearon en mesas lejanas; el murmullo del café pareció minimizarse hasta convertirse en una manta opresiva.

—¿Qué demonios ocurre? —dijo Mateo, con la voz baja, tirando del gesto cortante que acostumbraba a usar con subordinados.

Clara cerró los ojos un instante, respiró con la frialdad que otorga el terror bien aprendido, y habló en un susurro que apenas superó el diámetro de la mesa.

—Me llamaron. Dicen que si usted no sale ahora mismo, matarán a mi madre. Dijeron dónde está. Dijeron que tienen una foto. Por favor, señor, no puedo… no puedo quedarme sin hacer nada.

Lorenzo levantó una ceja y sonrió con esa sonrisa de quien ha sobrevivido a demasiadas tormentas para asustarse con relámpagos.

—¿Una extorsión? —preguntó, con calma estudiada—. Señorita, estamos en público. Si esto es un intento de chantaje barato, ¿no sería más prudente ignorarlo y proceder?

Mateo miró la foto que Clara sostenía contra su pecho. No era más que una imagen pequeña, borrosa, de una mujer con sábanas blancas y una vía intravenosa en la mano. La misma mano que, décadas antes, le había hecho una tortilla en un apartamento de barrio cuando él aún no sabía qué corbata le quedaba mejor. Algo en Mateo —un recuerdo arcaico que no le gustaba admitir— se tensó. No era la compasión: era la aversión a sentirse manipulado. Pero la imagen era real, y la voz había dicho cosas imposibles de conocer sin vigilancia.

Al otro lado de la mesa, Lorenzo apoyó los codos y entrelazó los dedos. Sus ojos, húmedos por la experiencia, escrutaban: no solo a Mateo, también a Clara. La negociación, el contrato de veinte millones, palpitaba sobre la mesa como un animal dormido que cualquiera podría despertar con una maldita patada.

—Muy bien —dijo Mateo, con la voz jadeante de quien decide algo en un parpadeo—. Salgo. Pero ahora.

Ordenó sin levantar el teléfono: su secretaria tendría que acompañarlo. Clara, arrinconada por la culpa y la necesidad, sintió que su propio pulso le volaba la garganta. Se inclinó, recogió la bandeja como una armadura y se movió hacia la salida como quien atraviesa una pesadilla en la que cada paso resuena con demasiada claridad.

Cuando Mateo cruzó la puerta del Café Gijón, el frío del noviembre madrileño le golpeó la cara como una bofetada. La calle estaba ocupada por una ligera llovizna que hacía brillar los adoquines. Pidió al conductor del coche que se acercara. Había órdenes implícitas: no ir a su casa, no volver a su despacho, no entrar en un edificio sin comprobar cada centímetro. Había aprendido a obedecerse a sí mismo cuando el peligro no admitía grandes gestos.

Apenas las ruedas del coche hicieron contacto con el asfalto, un disparo seco partió el aire desde la dirección del Café. La gente gritó; una ventana cercana estalló en cristales; un camarero cayó al suelo, cubriéndose la cabeza. Mateo tensó los músculos: alguien había intentado —o intentó— provocar un atentado en plena calle para anular la negociación y, tal vez, silenciar a testigos. Clara, detrás de la barra, veía todo con la certeza terrible de quien comprende que su sola presencia había sido la chispa.

En la confusión, Mateo no corrió a esconderse: caminó hacia la fachada del café, con la mirada clavada en un punto a la derecha de la puerta. Entre el humo de la estancia y la lluvia, distinguió dos figuras que se estiraban hacia la cacofonía de la ciudad. No eran profesionales: los gestos eran torpes, el equipo rudimentario. Un coche negro arrancó a toda prisa y desapareció por la Gran Vía. Nadie sería capaz de seguirlo sin compinches dentro de la Guardia Civil o la policía municipal —si es que no había ya alguien vendiendo la información—.

Dentro, Lorenzo permanecía sentado, la expresión impasible como un juramento.

—Esto cambia las cosas —murmuró—. No por el intento de matanza; por quién lo pidió.

Mateo clavó en él los ojos grises que habían sido cazadores de oportunidades durante años.

—¿Qué sabes? —preguntó.

Lorenzo negó con la cabeza, pero no con la resignación del hombre viejo. Sus manos buscaron el contrato, lo levantaron como si fuera una bandera manchada de aceite.

—Ese acuerdo no es sólo un negocio, Mateo. Es una pieza de un tablero mayor. Cuando firmas, firmas con nombres que no aparecen en las páginas. Personas que no quieren que García Desarrollos desaparezca porque los arrastraría consigo.

La frase quedó suspendida. Mateo pensó en los correos cifrados, en las transferencias nocturnas, en las reuniones que se hacían fuera de la vista de la prensa. Pensó en políticos que sonreían en cócteles y en contratistas que cambiaban manos con más rapidez que las estaciones.

Clara, con la falda aún manchada, se acercó sin que nadie la notara. El peso de las decisiones de toda una vida parecía depositarse sobre sus hombros. Había venido a servir cafés; ahora estaba en medio de una conspiración que olía a acero y a sangre fría.

—Me llamaron —repetió—. No son amateurs. Dijeron nombres. Dijeron que si usted firmaba, mataban a mi madre igual. Dijeron que si usted no firmaba, matarían a otros. Dijeron que lo que está en ese contrato… —miró las páginas— —no es sólo un precio.

Lorenzo la miró entonces con una intensidad que no había mostrado hacia nadie.

—¿Y qué propones, señorita Ruiz? —preguntó—. ¿Que nos fiemos de la palabra de una camarera?

La respuesta fue la necedad más honesta: Clara inclinó la cabeza y dijo, con voz que ya no temblaba tanto por el frío sino por una decisión que había tomado en algún lugar entre la culpa y la ira:

—Propongo que no firmen. Propongo que descubran por qué alguien quiere que esto se cierre hoy. Propongo que me dejen ayudar.

Mateo sonrió sin alegría. Aquella oferta era una condena o una salvación; podía ser una trampa. Pero también era una oportunidad de oro: si había nombres ocultos y pruebas, él podría controlarlas, explotarlas o destruirlas según le conveniese. Y si no, si aquello era un teatro, al menos salvaría a una mujer inocente.

—Muy bien —dijo al fin—. No firmamos hoy. Y tú, Clara, te quedas conmigo.

Ella no supo si fue la decisión más sabia o la más peligrosa. Sólo supo que, cuando los hombres salen del Café Jijón, las decisiones que toman pueden resonar en palacios y en morgues. Y que, a veces, la última palabra la tiene quien nadie esperaba: una camarera con manos de harina y el valor suficiente para interrumpir el destino.

La lluvia continuó, imperturbable, mientras Madrid respiraba y la ciudad —esa maquinaria de deseos, secretos y dinero— seguía su marcha. Pero bajo la superficie, algo había comenzado a desmoronarse. Y en algún despacho, alguien que no quería que la verdad saliera a la luz ya contaba los minutos hasta el final.

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