El 15 de octubre de 2009, Leah Morgan, una excursionista de 27 años obsesivamente meticulosa y amante de la montaña, partió hacia lo que debía ser un recorrido de cinco días por los Blue Ridge Mountains, en Carolina del Norte. Aquella joven no era una aficionada improvisada: llevaba quince años recorriendo senderos, había escalado picos imposibles y nunca, en toda su trayectoria, había fallado un solo registro de entrada o salida en el parque. Su vida estaba marcada por mapas detallados, rutas planificadas y una disciplina que sus amigos comparaban con operaciones militares.
Ese día, Leah debía completar un circuito cerca del monte Mitchell, la cumbre más alta al este del Misisipi. El pronóstico hablaba de lluvias ligeras. Nada que ella no hubiera enfrentado antes. Pero el clima en las montañas guarda sus propios secretos. Lo que parecía un viaje más se convirtió en un escenario de pesadilla cuando los restos de un huracán se combinaron con aire cálido del Golfo de México y desataron una tormenta sin precedentes: un verdadero diluvio que arrojó más de 35 centímetros de lluvia en pocas horas, provocando deslaves, crecidas y un paisaje irreconocible.
Leah nunca regresó.
Cuando no se presentó a su registro de salida, su hermana Sarah alertó a los guardaparques. Comenzó entonces la operación de búsqueda más grande en la historia del condado. Lo que hallaron fue un escenario de destrucción: su tienda colgando hecha trizas a diez metros de altura, una bota enterrada en un deslave, piezas de su equipo repartidas por kilómetros de terreno arrasado. Todo, excepto ella. Ni una prenda de ropa, ni un mechón de cabello. Nada.
Los equipos peinaron cuevas, ríos y barrancos con helicópteros, perros entrenados y buzos. Tras meses de esfuerzos, el informe oficial concluyó que Leah había sido arrastrada por las aguas y perdida para siempre en las entrañas de las montañas. Caso cerrado.
Pero Sarah no se resignó. Durante años volvió una y otra vez a las montañas, convencida de que faltaba algo en aquella explicación. Ella conocía a su hermana: demasiado cuidadosa, demasiado experimentada como para desaparecer de ese modo.
Y entonces, en el verano de 2013, ocurrió lo inesperado.
Dos kayakistas que descendían por el French Broad River descubrieron, bajo un puente ferroviario abandonado, una mochila verde esmeralda perfectamente conservada. No era cualquier mochila: era la de Leah. Contra toda lógica, el agua no la había destruido ni arrastrado hasta allí por simple corriente, pues el río ni siquiera fluía en esa dirección. Era como si alguien la hubiera colocado allí, escondida.
Dentro encontraron mapas, un diario y, lo más perturbador, una cámara desechable. Contra toda probabilidad, el rollo aún tenía 17 fotografías recuperables.
Las primeras imágenes eran lo esperado: Leah sonriendo en cumbres, bajo la lluvia, disfrutando del paisaje otoñal. Pero las tres últimas helaron la sangre de los investigadores. En una, su linterna iluminaba a una figura humana inmóvil entre los árboles. En la siguiente, con el flash, se distinguía claramente: botas, chaqueta oscura, sin mochila, sin equipo. No era un excursionista, solo alguien de pie en la oscuridad, observándola. La última foto, borrosa y caótica, mostraba una mano extendiéndose hacia la cámara, como si en ese instante ella la hubiera dejado caer.
La evidencia era innegable: Leah no estaba sola la noche de su desaparición.
El hallazgo obligó a reabrir el caso. El FBI tomó las riendas, revisó cada detalle y analizó las imágenes con tecnología avanzada. Pero nunca se identificó a la misteriosa figura. Nadie pudo explicar cómo la mochila terminó intacta en un lugar imposible, ni por qué la cámara se conservó a pesar de cuatro años bajo el agua.
La versión oficial de una simple tragedia natural se desmoronaba frente a pruebas que apuntaban a algo mucho más inquietante: la presencia de alguien en esas montañas, alguien que no debía estar allí, alguien que pudo haber seguido a Leah hasta su última noche.
Hoy, más de una década después, el caso sigue abierto y lleno de preguntas. ¿Quién era el extraño que apareció en sus fotos? ¿Cómo sabía dónde estaba acampando? ¿Por qué las tormentas destruyeron todo excepto la mochila con aquella cámara?
Los excursionistas que recorren esos senderos aún hablan en voz baja de Leah, del “espíritu en la tormenta” y del desconocido que acechaba en la oscuridad. Su historia se ha convertido en advertencia: en la montaña, el mayor peligro no siempre es la naturaleza. A veces, camina en silencio entre los árboles y observa desde las sombras.
El misterio de Leah Morgan permanece como uno de los más perturbadores de la historia reciente. Una joven experta que jamás debió perderse, un hallazgo imposible y unas fotos que parecen gritar una verdad sin respuesta: aquella noche, Leah no estaba sola. Y quizás, quienquiera que estuviera con ella, aún sigue allí, esperando.