
La luz fría de las lámparas en la biblioteca central de la UNAM proyectaba sombras largas sobre los apuntes de Mariana Vega. Eran las 11:47 p.m. del 13 de octubre de 2011, vísperas de la temporada de Día de Muertos. El campus estaba en silencio, pero el celular de Mariana permanecía mudo. Su grupo de estudio, sus hermanos del alma, deberían haber regresado de la sierra hace horas.
Afuera, el viento de otoño soplaba fuerte en el sur de la Ciudad de México. Mariana había decidido no ir al viaje para estudiar para su examen de medicina, una decisión que ahora le pesaba en el pecho como una losa de concreto. El grupo había salido el viernes en la Jeep Cherokee de Gabriel Soto, un “chavo” alegre de Coyoacán, fanático de la fotografía. Iba con Sofía, su novia y artista plástica; Carlos, el futuro cirujano; Isabela, estudiante de periodismo; y “Beto”, el genio de sistemas que se creía experto en supervivencia.
El plan era simple: un fin de semana de desconexión en la majestuosa y traicionera Sierra Gorda de Querétaro. Prometieron volver el domingo por la noche. Pero el lunes amaneció y las bancas de sus salones en la universidad seguían vacías.
El Silencio de la Montaña
La noticia corrió como pólvora. En un país sensible al tema de las desapariciones, la ausencia simultánea de cinco estudiantes universitarios encendió las alarmas rojas. Las madres, desesperadas, viajaron a Querétaro exigiendo respuestas. El martes se oficializó la búsqueda.
La policía estatal encontró la Jeep Cherokee el miércoles. Estaba estacionada cerca de “La Puerta del Cielo”, un punto alto y brumoso de la carretera. El vehículo estaba abierto. Adentro, para horror de los investigadores, estaban las carteras, identificaciones y celulares apilados ordenadamente. Parecía que se habían despojado de su identidad antes de entrar al bosque.
Durante meses, brigadas de voluntarios, perros rescatistas y el ejército peinaron la zona. Encontraron cuevas, ropa vieja y basura, pero de los “Cinco de la UNAM” no había ni rastro. La Sierra Gorda, con sus abismos profundos y su vegetación impenetrable, se los había tragado. Se tejieron leyendas urbanas: que si los narcos, que si una secta en las montañas, que si los duendes del bosque. Pero la realidad era mucho más cruda y silenciosa.
El caso se enfrió. Las fotos de los chicos en los postes de luz se destiñeron con el sol y la lluvia. Mariana se graduó con honores, pero con el alma rota, llevando flores cada año al lugar donde encontraron la camioneta.
El Hallazgo del Leñador
Noviembre de 2015. Don Jacinto, un hombre de campo de manos callosas que había vivido en la sierra toda su vida, seguía el rastro de un venado en una zona virgen, lejos de las rutas turísticas. Bajó a una hondonada profunda, un “sótano” natural oculto por pinos gigantes y niebla eterna.
Allí, el tiempo se había detenido.
Jacinto vio dos tiendas de campaña. La tela estaba podrida y gris, casi fusionada con la maleza. No había nadie. El silencio era absoluto, ni los pájaros cantaban. Al acercarse, persignándose por instinto, vio que el campamento estaba intacto, como un museo del dolor abandonado hacía años.
Bajó al pueblo más cercano y avisó a la Guardia Nacional. El comandante Ramírez, quien nunca olvidó el caso de los estudiantes, subió con un equipo forense.
La Verdad en la Memoria Digital
Lo que encontraron dentro de las tiendas hizo llorar a los oficiales más duros. Mochilas con los logos de los Pumas de la UNAM, libros de texto hinchados por la humedad y una cámara digital con la pantalla estrellada.
No había restos humanos en el campamento. Pero la tarjeta de memoria de la cámara tenía la respuesta que México había esperado por cuatro años.
Los técnicos recuperaron las imágenes. Las últimas fotos, con fecha de finales de octubre de 2011, mostraban a los cinco amigos vivos, pero transformados. Las sonrisas del inicio del viaje habían desaparecido. Se veían sucios, delgados y aterrorizados.
El video final, grabado por Isabela, fue la pieza clave. Con voz quebrada, susurrando para no gastar energía, habló a la lente:
“Llevamos 12 días perdidos. Nos desviamos del sendero y caímos en este valle. No hay salida, las paredes son muy altas. Carlos se rompió la pierna hace tres días… ya no tenemos comida. Si encuentran esto, díganle a mi mamá que la amo”.
El video mostraba a Carlos acostado, con la pierna entablillada con ramas y cinta adhesiva.
El diario de Isabela reveló el desenlace final. Tenían poca comida, pero la racionaron para que Carlos comiera. Podrían haber intentado escalar y salir solos para buscar ayuda, pero se negaron a dejarlo atrás. El pacto de amistad fue inquebrantable.
La última entrada del diario decía: “Mañana vamos a intentar cargar a Carlos. No podemos esperar más aquí. Vamos a salir juntos o no sale ninguno”.
Un Final Heroico
La evidencia indica que, debilitados por el hambre, cargaron a su amigo herido e intentaron la imposible tarea de salir de la hondonada. La naturaleza, indiferente al heroísmo humano, cobró su precio. Sus restos quedaron dispersos en algún lugar de la inmensidad de la sierra, reclamados por el bosque y la fauna.
Para las familias, el dolor no desapareció, pero la incertidumbre terminó. No fueron víctimas de la violencia humana que azota al país; fueron víctimas de un accidente y protagonistas de una historia de lealtad suprema.
Hoy, en la Sierra Gorda, los lugareños dicen que cuando baja la niebla, se siente una paz extraña en ese valle. No hay fantasmas, solo el recuerdo de cinco amigos que demostraron que el amor es más fuerte que la muerte.
Si esta historia te conmovió, comparte para honrar su memoria. A veces, el bosque devuelve sus secretos solo para recordarnos lo frágil que es la vida.