Desapareció en 2004; 13 Años Después, Obreros Drenan un Aljibe y Encuentran la Terrible Verdad


El sábado 12 de junio de 2004, el sol de la Ciudad de México caía a plomo sobre las calles de la Colonia del Valle. A las 4:25 de la tarde, María Inés García Rojas, una trabajadora del hogar de 56 años, cerró la puerta de la casa donde trabajaba, un gesto que había repetido cientos de veces. Llevaba su delantal azul a cuadros doblado meticulosamente dentro de su bolsa de lona verde. Tenía que caminar solo dos cuadras hasta el teléfono público para hacer su llamada sagrada de cada fin de semana a su hija en Tehuacán, Puebla. Pero María Inés nunca llegó a ese teléfono. Se desvaneció en ese corto trayecto, como si se la hubiera tragado el asfalto.

Trece años después, en febrero de 2017, un equipo de obreros se preparaba para dar mantenimiento a esa misma casa. Levantaron la pesada tapa redonda de concreto del aljibe del patio, un depósito de agua que había servido a la casa por décadas. Mientras las bombas extraían el agua turbia y maloliente, algo emergió del fondo oscuro. No eran solo sedimentos y basura; era una bolsa negra, sellada y pesada. Lo que encontraron dentro no solo resolvería el misterio de la desaparición de María Inés, sino que revelaría una historia de tragedia, pánico y un secreto que había estado latente, literalmente, bajo los pies de todos.

La Desaparición Silenciosa

Para quienes la conocían, María Inés era la definición de rutina y responsabilidad. Viuda desde los 41, había dejado a sus dos hijos ya mayores en Puebla para buscar una vida en la capital. Su vida transcurría entre tres trabajos de limpieza y su pequeño cuarto alquilado en la colonia Narvarte. Era puntual, silenciosa y meticulosa con su dinero, anotando cada peso en una pequeña libreta.

Ese sábado, su jornada en la casa de la Del Valle fue normal. Limpió el patio, planchó ropa y, según la dueña de la casa, comentó sobre un olor extraño que salía del agua del aljibe, algo que ya había ocurrido antes. Un jardinero, Evaristo Mendoza, un hombre mayor que trabajaba por horas en el vecindario, estuvo en la casa esa mañana, pero se fue mucho antes de que María Inés terminara su jornada.

A las 4:25 p.m., una vecina la vio por última vez. Estaba en el patio, acomodando con esmero unas macetas decorativas sobre la tapa del aljibe, un gesto final de orden antes de partir. Cinco minutos después, cruzó el portón y se perdió en las calles que conocía tan bien.

Cuando la llamada del sábado no llegó, su hija, Alicia, sintió una punzada de angustia. El domingo, al confirmar con la pensión que su madre no había vuelto a dormir, tomó el primer autobús a la Ciudad de México. El cuarto de su madre estaba intacto, un santuario silencioso que gritaba que algo andaba terriblemente mal.

Una Búsqueda en el Laberinto de la Indiferencia

La denuncia fue presentada el lunes. Para la policía, era un caso más: una mujer adulta, probablemente una “ausencia voluntaria”. Alicia y su hermano Roberto iniciaron su propia búsqueda desesperada. Pegaron carteles con la foto de su madre —una imagen de ella con su delantal azul y su bolsa verde—, recorrieron hospitales y morgues, y hablaron con cada comerciante y chofer de microbús de la ruta.

Los testimonios eran vagos. Alguien creyó ver a una mujer con una bolsa verde, otro recordó a alguien parecido preguntando por una dirección. En el 2004, sin la red de cámaras de seguridad de hoy, una persona podía simplemente desaparecer. La policía entrevistó a la familia empleadora y al jardinero. Ambos repitieron sus historias, sin contradicciones. El caso se enfrió tan rápido como había comenzado.

Durante años, la familia vivió en un limbo de incertidumbre. Gastaron sus ahorros en viajes a la capital, en más carteles, en una esperanza que se negaba a morir. Roberto desarrolló la teoría de que su madre había sufrido un accidente y perdido la memoria; era la única idea que le ofrecía consuelo. Alicia mantuvo el mismo número de teléfono, por si acaso. El caso de María Inés se convirtió en un expediente más, acumulando polvo en los archivos de la delegación.

Mientras tanto, la vida en la casa de la Del Valle continuaba. La propiedad cambió de inquilinos varias veces. Cada nueva familia notaba el olor ocasional del aljibe, lo atribuían a agua estancada y lo solucionaban con cloro. La pesada tapa de concreto, con las macetas encima, rara vez se movía por completo. Nadie sospechó que estaban viviendo sobre una cápsula del tiempo, un secreto sellado herméticamente.

La Verdad Emerge del Agua

El 14 de febrero de 2017, el día que los obreros finalmente abrieron el aljibe para una limpieza profunda, el olor que salió del interior no era normal. Era penetrante, orgánico, una señal de que algo más que agua y sedimentos se había descompuesto allí. Tras la llamada a las autoridades, la casa se convirtió en una escena de crimen.

Con equipo especializado, los bomberos extrajeron del fondo una bolsa de plástico negra, sellada con cinta adhesiva. Dentro, increíblemente preservados, estaban los objetos que definían a María Inés: su delantal azul a cuadros, su bolsa de lona verde, su libreta de cuentas, un pequeño rosario y algo de dinero.

Para los detectives, la coincidencia era innegable. Los objetos, la fecha en la libreta (“Sá 12/6 Del Valle”) y la ubicación exacta del hallazgo reabrieron el caso de inmediato. Alicia y Roberto viajaron una vez más a la capital. En una sala fría de la delegación, reconocieron cada objeto. La caligrafía de su madre en la libreta, el rosario que siempre llevaba consigo. Era ella. No había duda.

La Confesión de un Hombre Roto

La investigación se centró rápidamente en las personas que tuvieron acceso a la casa en 2004. El nombre del jardinero, Evaristo Mendoza Herrera, volvió a surgir. Una vecina de la época, contactada tras la noticia, recordó haberlo visto merodeando por la casa en horarios inusuales en las semanas posteriores a la desaparición.

Localizar a Evaristo después de 13 años fue un desafío. Ya no trabajaba, y su vida había caído en una espiral de alcoholismo. Lo encontraron viviendo en la indigencia, debajo de un puente, con su salud física y mental gravemente deteriorada.

En el hospital, durante un momento de lucidez, Evaristo confesó. Su relato, fragmentado por la demencia y la culpa, pintó un cuadro trágico. Había regresado a la casa esa tarde, borracho, a buscar una herramienta olvidada. Discutió con María Inés por el pago. Ella amenazó con decirle a la patrona que él bebía en el trabajo. En el forcejeo para evitar que ella se fuera, María Inés tropezó, cayó y se golpeó la cabeza fatalmente contra el borde de concreto del aljibe.

Preso del pánico, Evaristo tomó una decisión que lo atormentaría por el resto de su vida. Envolvió el cuerpo de María Inés en una lona y lo enterró en un terreno baldío en las afueras de la ciudad, un lugar que su memoria ya no podía precisar. Pero no pudo deshacerse de sus pertenencias. Las selló en la bolsa y las arrojó al aljibe, creyendo que allí estarían seguras, cerca de su último lugar de trabajo.

Justicia Incompleta, Cierre Parcial

La confesión trajo respuestas, pero no justicia plena. Evaristo fue diagnosticado con demencia severa y deterioro cognitivo, lo que lo hacía legalmente incompetente para ser juzgado. Fue internado en una institución psiquiátrica, donde murió un año después. El cuerpo de María Inés nunca fue encontrado.

Para Alicia y Roberto, el final fue agridulce. Después de 13 años de agonizante incertidumbre, finalmente sabían qué le había ocurrido a su madre. No fue un abandono, no fue un secuestro planeado, fue una tragedia banal y estúpida que le costó la vida.

El caso de María Inés García Rojas se cerró legalmente como “resuelto, pero sin condena”. Su historia es un sombrío recordatorio de las miles de personas que desaparecen en México, cuyas historias a menudo son ignoradas por un sistema sobrecargado. También es un testimonio del amor inquebrantable de una familia que nunca dejó de buscar y de cómo la verdad, a veces, encuentra la forma más inesperada de salir a la luz, emergiendo de las profundidades para reclamar su lugar en el mundo.

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