En el sofocante calor de una tarde en Ciudad Quezón, la vida de María, una mujer de 35 años, dio un giro peligroso. Débil y con el rostro pálido, se desplomó en su casa. El diagnóstico médico fue anemia severa y agotamiento, requiriendo hospitalización inmediata para observación. Una situación de urgencia que exigía el apoyo incondicional de su pareja.
Sin embargo, su esposo, Roberto, respondió con una frialdad cruel. “Ocúpate tú, estoy muy ocupado con el trabajo,” fue su lacónica excusa.
La realidad detrás de ese “trabajo” era mucho más siniestra. Roberto no estaba salvando el mundo de los negocios, sino que estaba ultimando los preparativos para un lujoso viaje a Europa. Sus compañeros de viaje no eran clientes, sino su amante, Lara—una colega de la misma empresa, joven, atractiva e inteligente—y el hijo de tres años de ella. Roberto no solo estaba ausente, sino que estaba gastando generosamente más de 400,000 pesos en unas “felices vacaciones para los tres”.
Mientras Roberto se preparaba para volar al viejo continente, María yacía sola en una cama de hospital con suero intravenoso. Su cuerpo estaba exhausto, sus ojos llenos de tristeza, y su pequeña hija de ocho años, Bea, se sentaba abatida en el pasillo, sin nadie que la recogiera o la cuidara.
La angustia se agravó cuando la maestra de Bea llamó para presionar a María sobre la matrícula escolar. María apenas tenía 500 pesos en su billetera. Tuvo que rogar a una vecina que cuidara de Bea y pedirle dinero prestado para pagar provisionalmente la escuela. Sabía con certeza que hasta el regreso de Roberto, no le quedaría ni un céntimo.
Ese mismo día, ajena al drama, la abuela Teresita, madre de Roberto, intentaba en vano comunicarse con su hijo desde su provincia en Batangas. Al no lograrlo y al no obtener respuesta de su nuera, un mal presentimiento la impulsó a tomar un autobús hacia Manila.
El Choque en el Hospital
La escena que encontró Teresita al llegar al hospital la mareó de horror.
María yacía sola en la cama, demacrada y débil, con la vía intravenosa aún conectada. Y su nieta, Bea, estaba sentada en el suelo del pasillo, aferrada a un cartón de leche a medio terminar, bebiendo a pequeños sorbos.
Teresita se detuvo en la entrada, sus piernas temblando. “Dios mío, María… ¿qué te pasó?”, preguntó, corriendo hacia la cama.
María forzó una sonrisa, con lágrimas asomando en sus ojos: “No es nada, mamá. Solo estoy agotada. Mañana podré ir a casa, tal vez.”
Teresita miró alrededor de la habitación vacía, luego al pasillo. Ningún rastro de su hijo.
“¿Dónde está Roberto? ¿Por qué no está aquí? ¿Cómo las dejó así?”
María agachó la cabeza, murmurando: “Dice que está muy ocupado con el trabajo, Mamá.”
Pero la pequeña Bea, inocente y ajena al peso de sus palabras, levantó la mirada y soltó la verdad como un cuchillo en el corazón de la anciana:
“Eso no es verdad, Abuela. Papá está en Europa con Tía Lara y el bebé Bi. Dijo que solo esperáramos a mamá y yo en casa.”
La confesión ingenua de la niña fue el equivalente a un puñetazo en el estómago de Teresita. El dolor de su nuera y la traición de su propio hijo se manifestaron en una oleada de náuseas. Se desplomó pesadamente en la silla junto a la cama, sus manos temblaban mientras se aferraba a la barandilla.
La Decisión Inesperada de la Suegra
Esa noche, después de asegurarse de que su nieta estuviera alimentada y de que María estuviera lo más cómoda posible, Teresita se retiró al pasillo. Estaba furiosa, no solo por la infidelidad de Roberto, sino por su cruel abandono en un momento de necesidad médica y por el desprecio por su propia hija y nieta.
Teresita, que había trabajado toda su vida para darle a Roberto una educación decente y un futuro, sabía que la confrontación directa no funcionaría. Roberto era terco y egoísta. Necesitaba una lección que no pudiera ignorar ni revertir.
En lugar de llamar a su hijo para gritarle, Teresita hizo una llamada silenciosa a casa:
“Buenas noches, soy la madre de Roberto. Sí, por favor, necesito que me escuche con mucha atención. Necesito que mañana mismo cambie las cerraduras de la casa de mi hijo y que envíe un mensajero al banco con la documentación que le voy a dictar.”
Teresita se puso a trabajar. Recordó que años atrás, había ayudado a Roberto a comprar la casa, y por pura precaución maternal, había mantenido su nombre como copropietaria de la escritura y también tenía acceso a una cuenta bancaria mancomunada que servía como reserva para la familia. Su plan era simple: cortar el acceso a la casa y al dinero, dejando a su hijo en la estacada a su regreso.
Al día siguiente, Teresita se aseguró de que las cerraduras de la casa de Roberto y María fueran cambiadas. Luego, se fue al banco, retiró una suma considerable de la cuenta conjunta, dejando solo el mínimo legal, y transfirió la mayor parte del capital al nombre de María y Bea. Luego, pagó la cuenta del hospital de María, la matrícula de Bea y contrató a una enfermera a domicilio para que cuidara de su nuera en la recuperación.
Cuando Roberto y su amante aterrizaron de su lujoso viaje en Europa, bronceados y relajados, no esperaban la tormenta que les esperaba. Al llegar a la que creían que era su casa, encontraron cerraduras nuevas y un aviso legal simple y conciso:
“La propiedad está siendo asegurada por la copropietaria hasta que se resuelva el estado de abandono familiar y financiero. Cualquier intento de entrada será considerado allanamiento.”
Roberto se quedó en la calle, sin casa, y con la cuenta bancaria vacía. Su intento de contactar a su madre fue en vano; Teresita no respondía sus llamadas. La única comunicación que recibió fue una transferencia bancaria a su cuenta personal por un monto exacto de 400,000 pesos, con una nota de su madre: “El costo del viaje de la mentira. Ahora, asume las consecuencias de tu elección.”
Teresita, la abuela de la provincia, no solo había defendido a su nuera, sino que había ejecutado un acto de justicia fría y calculada, asegurando que el precio de la traición de su hijo fuera la pérdida total de su estabilidad.