LA MENTIRA DE 30 AÑOS: LO BUSCARON POR TODO MÉXICO, PERO ESTABA ENTERRADO AL LADO DE SU MADRE

Por más de tres décadas, la bicicleta roja con pegatinas de los Thundercats fue un fantasma. Un eco de la tarde de domingo de febrero de 1991 en que Eduardo Nunes de Almeida, de 8 años, pidió permiso para dar una vuelta antes de que comenzara el programa Siempre en Domingo. Su madre, Doña Selma, dudó. Tenía tarea escolar pendiente. Pero cedió, como tantas madres: “Media horita nada más, y quédate en la calle de arriba”.

Eran las 14:32 en el Barrio de La Candelaria, en Coyoacán, una zona de la Ciudad de México que aún respiraba la tranquilidad de una época donde los portones no tenían cerrojo y los niños jugaban en el asfalto. Eduardo, un niño quieto y de mente rápida, huérfano de padre, salió con las sandalias flojas y el cabello aún húmedo. A las 14:34, saludó a Doña Mariana, una vecina de 74 años que solía sentarse con un vaso de agua fresca de jamaica. “Vas lejos, Dudu”, le dijo ella. “Solo hasta la esquina, abuela”, respondió él, sonriendo.

Fue la última vez que alguien lo vio. Doña Mariana luego comentaría que oyó el ruido de la cadena de la bicicleta doblando hacia un terreno baldío. Después, solo silencio.

A las 15:15, Selma salió al portón. “¡Eduardo!”. El eco volvió vacío. La media hora se convirtió en una hora. La hora, en pánico. A las 18:00, se registró el primer boletín policial. A las 20:00, la radio local ya anunciaba: “Niño de 8 años desaparece en Coyoacán”.

La búsqueda fue inmediata y masiva. Linternas peinaron patios, terrenos y hasta tanques de agua. Cuarenta voluntarios y tres perros rastreadores de la policía barrieron las áreas cercanas al día siguiente. Se revisó el antiguo galpón de la maderería “La Sierra”, una propiedad abandonada y aislada por un portón oxidado, ubicada a pocos metros de donde Eduardo fue visto por última vez. Los perros no señalaron nada allí.

Los días se convirtieron en semanas. La foto de Eduardo, con sus dientes frontales separados y los ojos entrecerrados por el sol, empapeló la Ciudad de México. Se habló de un secuestro, de una fuga, de un accidente. Pero no había pozos, ni bosques cerrados. Y la bicicleta roja, tan distintiva, también se había esfumado. Un empleado de un paradero de autobuses creyó verlo tomar un camión rumbo a Tlalpan, pero la cámara nunca se recuperó.

En 1993, sin pistas, testigos ni objetos, el caso fue oficialmente archivado. El barrio siguió adelante. El asfalto cubrió las calles de tierra, pero la casa número 133 de la esquina de Vicente Cicarino se congeló en el tiempo. Allí permaneció Doña Selma, sentada en el mismo sofá, esperando que la campana sonara con noticias. Cuando el caso cumplió 10 años, pocos recordaban. “Cuando entierras a un hijo, el corazón sangra”, dijo Selma en un documental de 2011. “Pero cuando no lo entierras, se pudre en silencio”.

El corazón de Selma se pudrió en silencio durante 30 años.

La Tierra Habla

En junio de 2021, exactamente tres décadas después, el antiguo terreno de la maderería, esa porción de tierra que permaneció intocada a 500 metros de la casa de los Nunes de Almeida, fue vendido. Una empresa de ingeniería comenzó los trabajos de excavación para construir un centro comercial.

Al tercer día, Luciano, un operador de retroexcavadora de 26 años, notó un brillo oxidado entre un amasijo de raíces y tierra compactada que la máquina acababa de remover. Pensando que era un cable, tiró de él. Era una rueda. Una rueda de bicicleta infantil, con el cromo picado y el aro de plástico rojo, corroído por el tiempo. A su lado, semienterrado, un pedazo de tela azul y blanca con un estampado desvaído.

La policía fue llamada. El terreno fue aislado. La noticia corrió como pólvora: “¿Será del niño Eduardo?”.

Cuando Doña Selma vio la imagen de la camiseta en la televisión, sucia y desgarrada, se desplomó en el suelo de la cocina. Incluso bajo el barro, reconoció la tela. Era la camiseta favorita de su hijo, comprada en un tianguis en Churubusco. Días después, encontraron un cordón de metal con la letra “E”.

El laudo del Instituto de Ciencias Forenses de la Ciudad de México tardó 14 días. El resultado fue definitivo: material genético compatible con el perfil de Eduardo Nunes de Almeida.

El niño desaparecido en 1991 había sido localizado. O, al menos, sus pertenencias. Estaban a 493 metros de su madre. Pero no había cuerpo. No había huesos. Solo una camiseta, una rueda y 30 años de un silencio que volvía a hacer ruido.

Operación 493: El Encubrimiento

El hallazgo no trajo alivio, sino una pregunta indignada: ¿Cómo? ¿Cómo era posible que sus cosas estuvieran allí, tan cerca, en un lugar que supuestamente había sido revisado?

La Fiscalía reabrió el caso, ahora bautizado como “Operación 493”, en referencia a esos metros de distancia. Y entonces, las piezas de un rompecabezas mucho más siniestro comenzaron a encajar.

Jorge Lima, un ex escribano de 68 años que trabajó en el caso original, rompió su silencio. En una entrevista al periódico El Universal, reveló lo impensable: “En la época, había una orden informal ‘de arriba’ para no insistir en aquella área”. Según Lima, el terreno estaba envuelto en un litigio judicial entre tres hermanos, los dueños de la maderería, uno de ellos con conexiones políticas locales. “Era uno de esos pedidos velados. Todo el mundo sabía, pero nadie hablaba en voz alta”.

La investigación original no había sido negligente; había sido deliberadamente desviada.

El Ministerio Público abrió un procedimiento para reevaluar la investigación de 1991. Documentos desaparecidos, registros incompletos. El caso pasó de “desaparición” a “posible ocultación de cadáver”.

Una nueva excavación, más profunda, reveló más objetos: la tapa de una lonchera, una pieza metálica que parecía parte de un pedal infantil. Y el hallazgo más escalofriante de todos: un recorte de periódico enrollado en una bolsa de plástico, fechado en marzo de 1991. La noticia era sobre la desaparición de Eduardo.

La pregunta era inevitable. ¿Por qué alguien enterraría una noticia sobre la desaparición exactamente en el lugar donde estaban los objetos de la víctima? Demostraba intencionalidad. Alguien con acceso al terreno había estado allí después de la desaparición y había enterrado los artículos.

El Anexo Secreto y el Sospechoso

Las sospechas recayeron sobre los antiguos dueños. Un nombre comenzó a surgir: Arlindo Lacerda, hermano de uno de los propietarios. Un hombre descrito como reservado, huraño y que solía vigilar el terreno los fines de semana, incluso después del cierre de la empresa.

Arlindo Lacerda nunca fue interrogado en 1991.

Los nuevos investigadores descubrieron en las plantas originales de 1987 la existencia de un “anexo” o depósito lateral en la propiedad, con un portón de madera independiente. Ese anexo ya no existía; había sido demolido en 1993. Los informes de 1991 solo decían: “Portón lateral trancado, sin señal de arrombamiento. Perros no alertaron”. Nunca entraron.

Una nota casi borrada en el inquérito original reveló algo más: en marzo de 1991, un hombre con la descripción de Arlindo fue visto dentro del galpón cerrado por un repartidor, a las 7 de la mañana.

Intimado a declarar en 2021, Arlindo, ahora con 73 años y viviendo en Milpa Alta, fue evasivo. Dijo no recordar nada. Pero cuando le preguntaron por el anexo, titubeó: “Ah, aquello fue demolido luego. No recuerdo que se usara para nada”. Mintió. La estructura solo fue demolida en 1993.

La presión popular crecía. “30 años a 500 metros”, se leía en las redes sociales.

La investigación se centró entonces en la demolición de 1993. Descubrieron que Arlindo había contratado a su propio sobrino, João Batista Lacerda, para el trabajo. Llamado a declarar, João admitió algo escalofriante: “Solo fui porque el tío me pidió. Dijo que necesitaba ‘arreglar’ lo que había quedado allí… Me mandó cavar más profundo en una parte…”. Cuando le preguntaron si vio algo, respondió: “Vi mucha basura… papel viejo, hasta una sandalia de niño. Pero eso fue hace mucho tiempo”.

La hipótesis tomó forma: Eduardo fue interceptado, posiblemente por alguien conocido, y llevado al anexo. El crimen ocurrió allí. Arlindo, presente al día siguiente, habría enterrado los objetos. Años después, en 1993, antes de que la propiedad cambiara de manos, usó la demolición para asegurarse de que todo quedara sepultado bajo concreto y escombros.

Nuevas excavaciones encontraron un fragmento de un tenis infantil marca Panam y una pieza de plástico azul identificada como parte de una salpicadera de bicicleta modelo Benotto de los 80.

El Silencio Final

Pese a las abrumadoras evidencias circunstanciales, el mayor obstáculo persistía: la ausencia del cuerpo. Los forenses concluyeron que era “plausible” que los restos humanos se hubieran degradado por completo, especialmente si se habían usado químicos o calor en un suelo manipulado intencionalmente.

En junio de 2023, sin un cuerpo o una confesión, el caso contra Arlindo Lacerda por homicidio fue archivado, registrando solo la ocultación de pruebas. La justicia, en su forma más completa, nunca llegó. Arlindo se retiró a su rancho en Milpa Alta y nunca habló. Meses después, redactó un testamento dejando sus bienes a una iglesia, con la condición de que se usaran para ayudar a niños en situación de riesgo.

Para Doña Selma, el proceso judicial importaba menos que la verdad tangible. La Operación 493 le entregó oficialmente lo que quedaba de la bicicleta roja. La rueda oxidada, el pedal, el adhesivo corroído. Ella pidió que no los limpiaran.

La mujer que había pasado 31 años esperando, finalmente pudo cerrar un ciclo. “Siento como si me hubieran devuelto solo una parte del hijo, un pedaço”, dijo. “Pero ese pedazo lo sostuve con las manos”.

Doña Selma falleció en su casa en 2023, de causas naturales. Fue encontrada sentada en su poltrona. Había esperado lo suficiente. Fue enterrada junto a su marido, con un espacio al lado que lleva el nombre de Eduardo. No hay cuerpo, pero hay un lugar. En la lápida, una frase resume la tragedia: “Ahora no necesitas volver. Mamá ya te alcanzó”.

Hoy, en el Barrio de La Candelaria, un memorial recuerda la Operación 493. Una bicicleta de metal fundido emerge del concreto, recordando a la ciudad que la verdad, a veces, tarda 30 años en ser desenterrada, aunque siempre haya estado a solo 493 metros de distancia.

Related Posts

Our Privacy policy

https://tw.goc5.com - © 2025 News