En la majestuosa e indomable Sierra Tarahumara, donde los cañones rasgan la tierra creando paisajes de vértigo, las historias de viajeros que se pierden son un eco constante. Pero ninguna ha resonado con tanto misterio y desolación como la de Sofía Martínez. Durante ocho años, su nombre fue un expediente archivado, un dolor perpetuo para su familia y una leyenda susurrada al calor de las fogatas en los pueblos de la sierra. Hasta que un día de mayo de 2020, un grupo de guías locales, armados con el deseo de preservar su tierra, tropezó con la primera pista de una verdad mucho más siniestra y trágica de lo que nadie pudo haber imaginado.
El 30 de mayo de 2020, el sol caía a plomo sobre las Barrancas del Cobre. Un equipo de promotores de ecoturismo se había propuesto limpiar un viejo parador abandonado cerca de Creel, una de las puertas de entrada a este laberinto de piedra. Entre la maleza y los vestigios del olvido, un pequeño refugio de concreto se erigía como un monumento a la nada. Su puerta estaba sellada con tablones de madera, los clavos corroídos por ocho años de sol y lluvia. La curiosidad, o la simple necesidad de limpiar, los impulsó a forzar la entrada.
Al ceder la madera, una bocanada de aire viciado y olor a encierro les golpeó el rostro. Y allí, arrinconada, cubierta por un manto de polvo que delataba el paso del tiempo, yacía una mochila de senderismo. Junto a ella, una chamarra de mujer arrugada, un mapa de las rutas de la sierra y una bolsa hermética con identificaciones. El nombre en la credencial heló la sangre de los presentes: Sofía Martínez.
Para comprender la magnitud de este hallazgo, hay que viajar ocho años atrás. En julio de 2012, Sofía Martínez, una joven de 27 años originaria de Chihuahua capital, apasionada por la fotografía y el senderismo, se aventuró en un viaje en solitario por el corazón de las barrancas. Su camioneta fue encontrada días después en un mirador, intacta. Su celular, sin señal, se apagó para siempre. La alerta se disparó y se inició un operativo de búsqueda desesperado, uno de los más grandes que la región recuerda.
Equipos de Protección Civil, policías estatales, voluntarios y rastreadores rarámuris peinaron cada vereda, cada cañada, cada rincón de ese territorio inmenso. No encontraron nada. Ni una huella, ni un pedazo de ropa, ni una sola pista. Era como si la sierra, con su silencio milenario, se la hubiera tragado. Semanas después, la búsqueda oficial se suspendió. La conclusión fue la más lógica, la más simple: un accidente. Una caída fatal, un encuentro desafortunado con los elementos. El caso se enfrió, pero la herida nunca cerró.
Ahora, en 2020, esa mochila polvorienta lo cambiaba todo. La Fiscalía del estado fue notificada, el refugio fue acordonado y cada objeto fue tratado como evidencia en una escena del crimen reabierta. El contenido de la mochila era un fantasma del pasado: barritas energéticas, un botiquín, baterías y una libreta con anotaciones. Parecía que Sofía acababa de dejarla allí para volver en cualquier momento.
El descubrimiento impulsó una nueva búsqueda forense. A solo 200 metros del refugio, en un barranco oculto por una maraña de árboles caídos y maleza crecida, encontraron lo que quedaba de ella: restos óseos humanos. Un cráneo, costillas, fragmentos de la pelvis, esparcidos por la acción de la intemperie y la fauna durante casi una década. Los análisis forenses confirmaron la identidad. Eran los restos de Sofía Martínez. El cráneo presentaba una fractura masiva y la pelvis estaba destrozada, lesiones compatibles con una caída de gran altura. No había marcas de bala ni de arma blanca.
Con estas pruebas, los investigadores armaron el rompecabezas. La teoría oficial sugiere que Sofía sufrió una lesión grave en alguna parte del sendero. Malherida, logró arrastrarse hasta el parador abandonado y usó el refugio para guarecerse. Y aquí es donde la historia se vuelve incomprensible. Por alguna razón, Sofía decidió dejar atrás su mochila —su agua, su comida, su botiquín, su única esperanza— para salir de nuevo a la intemperie. Quizás, en un delirio febril por el dolor, intentó buscar ayuda, pero sus fuerzas la abandonaron y cayó en el barranco cercano, encontrando la muerte.
El caso fue oficialmente cerrado como “muerte accidental”, pero para quienes conocen la sierra y su gente, esta explicación es un insulto a la lógica. La pregunta resuena en el eco de los cañones: ¿por qué abandonaría su mochila? Cualquier persona con la más mínima experiencia en la montaña sabe que separarse de su equipo de supervivencia es una sentencia de muerte.
Y luego, está la puerta. El refugio estaba sellado por fuera. Si Sofía se encerró, ¿quién clavó las tablas? Los lugareños no recuerdan. Se dice que algunas de estas viejas construcciones se clausuraron hace años, pero nadie puede asegurarlo. Este detalle macabro abre la puerta a las peores especulaciones. ¿Alguien la encontró? ¿Viva, o ya sin vida? ¿Sellaron la puerta para ocultar algo, o por una indiferencia criminal?
La investigación original de 2012 había explorado otras líneas. La del crimen nunca se descartó del todo. La Sierra Tarahumara es una tierra de belleza sobrecogedora, pero también de silencios y zonas sin ley. Se habló de un encuentro con gente equivocada, se investigaron a personas vistas en la zona, pero nunca hubo pruebas. Un testimonio confuso sobre un hombre de aspecto ermitaño que merodeaba la zona fue considerado poco fiable.
Uno de los detalles más inquietantes de la primera búsqueda fueron unas huellas débiles que se desviaban del sendero principal hacia una zona boscosa. El rastro se perdía. Ocho años después, se supo que sus restos estaban precisamente en esa dirección, devorados por la vegetación que los hizo invisibles.
La conclusión de la Fiscalía trajo un cierre legal, pero no la paz. Para la familia de Sofía, fue el fin de una agonía y el comienzo de otra, la de vivir con las preguntas que nunca tendrán respuesta. ¿Estaba sola en sus últimas horas? ¿Por qué dejó la mochila que pudo haberle salvado la vida? ¿Quién clavó las tablas de esa puerta? El caso de Sofía Martínez está cerrado, pero su historia ahora forma parte de las leyendas de la Sierra Tarahumara, un recordatorio brutal de que en la inmensidad de la naturaleza, el mayor misterio, a veces, no es lo que la montaña te hace, sino lo que los humanos son capaces de hacer.