Desaparecido durante 6 años: La horrible verdad revelada desde la casa del árbol y el misterio del cruel “Guardián del Bosque”

En agosto de 2012, el sol de Chiapas iluminaba a Alex y Sophia Marlo mientras se preparaban para una caminata de dos días en la Reserva de la Biósfera Montes Azules. Residentes de San Cristóbal de las Casas y apasionados del diseño, la pareja solía escapar a la naturaleza. Esta vez, su destino era el corazón de la Selva Lacandona, en Chiapas, México, un lugar que Alex conocía bien. La cámara de vigilancia del estacionamiento del Sendero del Usumacinta capturó su llegada a las 7:42 a.m. Se les veía tranquilos, revisando sus mochilas, ajenos al destino que les esperaba.

Jonathan Clark, un turista de Comitán, fue la última persona que los vio con vida esa tarde cerca de la Laguna Miramar. “Sophia estaba tomando fotos de las flores y Alex se reía”, declaró Clark. Parecían felices, confiados, sin ninguna preocupación.

Cuando no regresaron el domingo 19 de agosto, sus amigos dieron la voz de alarma. A la mañana siguiente, se desplegó una operación de búsqueda masiva. La Policía Estatal de Chiapas, guardaparques de la CONANP (Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas) y voluntarios de Protección Civil de Chiapas peinaron la zona. Pero la selva, vasta e indiferente, no ofrecía respuestas. Las huellas encontradas cerca de la laguna se interrumpían abruptamente. Los perros de búsqueda, confundidos, perdían el rastro “como si el olor simplemente desapareciera”, explicó un líder de equipo.

El clima empeoró, trayendo lluvias torrenciales y frío, complicando aún más la búsqueda. Después de tres días implacables, la operación se redujo. Un portavoz de la Fiscalía Estatal comunicó la sombría realidad: “Después de tantos días sin contacto y sin ningún rastro, las esperanzas de encontrarlos con bien se desvanecían”.

Para las familias Marlo, fue el comienzo de una pesadilla sin fin. El auto de la pareja permanecía en el estacionamiento, intacto. Dentro, sus teléfonos, documentos y una tienda de campaña plegada. No planeaban pasar la noche fuera de la ruta. El caso se convirtió en una leyenda local, un misterio más de las selvas de Chiapas.

Pero el padre de Alex, un ex forestal de Ocosingo, no podía aceptarlo. Durante años, regresó a Montes Azules, invierno y verano, peinando el terreno con mapas topográficos que él mismo dibujaba. Se convirtió en una figura solitaria, un fantasma persiguiendo a otros fantasmas. La madre de Sophia llevaba un diario de llamadas a la policía y a la morgue, pidiendo que se revisara cada cuerpo no identificado.

En 2013, las familias contrataron al investigador privado Ricardo Peña, de Tuxtla Gutiérrez. Peña revisó el caso meticulosamente. Descartó un accidente o un ataque animal; sin cuerpos ni signos de lucha, esas teorías no tenían sentido. Solo quedaba la hipótesis de un acto criminal, pero no había pruebas.

Peña descubrió un informe antiguo sobre un cazador desaparecido en los años 90 en la misma zona. Y luego, encontró un testimonio que la policía había pasado por alto. Un cazador local, Hernán Velasco, admitió haber escuchado algo el día de la desaparición. “Era tarde”, recordó. “Escuché un grito en las profundidades de la selva. Sonaba como un grito de mujer, pero no de auxilio. Más bien corto, interrumpido, como de susto”. En ese momento, Velasco lo atribuyó a un eco o un animal. La policía lo consideró poco fiable.

Los años pasaron. El caso se enfrió. Cada 15 de agosto, las familias dejaban flores al inicio del sendero.

Seis años después, en agosto de 2018, la verdad emergió de la manera más inesperada. Un grupo de tres escaladores de San Cristóbal exploraba una nueva ruta en el Cañón del Jaguar Negro, una zona remota y peligrosa de la selva. Los árboles allí eran tan densos que la luz del sol apenas penetraba.

Al mediodía, mientras se abrían paso por una cornisa, uno de ellos notó algo. “Una forma anómala entre las ramas”, describió más tarde. “Algo rectangular”. Pensaron que era un puesto de caza, pero al acercarse, la silueta se hizo clara.

Era una cabaña en el árbol.

Estaba construida en lo alto de una Ceiba masiva, tan integrada en el árbol que parecía una parte de él. Las tablas estaban grises por la humedad, el techo cubierto de musgo. Parecía llevar allí décadas. Debajo, encontraron los restos podridos de una escalera de cuerda. Los nudos, expertos, sugerían que su constructor sabía cómo sobrevivir en las alturas.

No se atrevieron a subir. El lugar era inquietante. La niebla se espesaba y cada crujido de la selva sonaba a pasos. Antes de irse, uno de ellos notó un trozo de tela azul pálido semienterrado entre las hojas. Días después, ya en la ciudad, informaron de su hallazgo a la CONANP.

Una semana más tarde, un equipo de guardaparques, liderado por Jason Reed, un veterano con 20 años de experiencia, fue a investigar. Utilizaron equipo nuevo para ascender los 20 pies (unos 6 metros) hasta la estructura. Reed fue el primero en entrar.

El olor a moho y madera quemada era penetrante. La cabaña era diminuta. No había signos evidentes de vida reciente, solo polvo y latas de comida viejas. Pero en la pared del fondo, la luz de la linterna reveló algo escalofriante: un dibujo primitivo, quemado en la madera. Representaba un árbol con raíces que se ramificaban hacia abajo, envolviendo dos pequeñas figuras humanas.

Debajo de una mesa improvisada, Reed encontró un bulto envuelto en lona. Era una pequeña mochila. En la solapa interior, un nombre estaba bordado: S. Marlo.

El silencio en la cabaña fue total. Después de seis años, tenían la primera pista.

Dentro de la mochila estaba el diario de Sophia Marlo.

Las primeras entradas, fechadas en agosto de 2012, confirmaron la peor pesadilla. La caligrafía, inicialmente firme, se volvía errática y quebrada.

“Estamos atrapados”.

“No nos deja hablar. Dijo que profanamos su tierra”.

Las entradas describían a un captor, un hombre al que nunca vieron la cara. “Lleva una máscara de corteza”, escribió Sophia. Lo llamaba “El Guardián”. Según ella, el hombre creía que ellos habían acampado en una “selva sagrada”.

“Nos ata cuando se va. No entiendo el tiempo. Está oscuro”.

“Dice que la selva decidirá quién es culpable”.

Las últimas líneas eran casi ilegibles, el lápiz temblando sobre el papel. “Dijo que el árbol decidiría quién era el primero”. Después de eso, solo páginas en blanco, algunas borrosas, quizás por lágrimas.

El análisis forense confirmó la caligrafía y encontró rastros de ADN en las páginas que coincidían con el de la madre de Sophia. No se habían perdido. Habían sido víctimas de un crimen.

El descubrimiento del diario desencadenó una investigación forense completa en el Cañón del Jaguar Negro. Al pie de la gigantesca ceiba, los excavadores notaron que el suelo tenía un color diferente. A varios pies de profundidad, encontraron restos humanos.

Los análisis confirmaron que eran Alex y Sophia Marlo. El examen reveló un desenlace trágico y violento. Las lesiones graves en ambos cuerpos no dejaban lugar a dudas: se trataba de un acto criminal atroz. El caso se reclasificó oficialmente.

El detective Noé Grijalva, quien había trabajado en la desaparición del cazador George Ellis en 2005, tomó el liderazgo. El diario de Sophia proporcionó el perfil: un hombre con una “máscara de corteza”, una “selva sagrada”. Esto coincidía con las leyendas locales, algunas de origen maya, sobre un “ermitaño de la selva” visto por guardaparques en los años 90.

Grijalva reabrió el caso de Ellis. El cazador había desaparecido a solo 15 kilómetros de donde ahora se encontraba el árbol. En el informe original, un voluntario mencionó haber encontrado “extraños tótems hechos de ramas” en un claro, similares al dibujo de la cabaña.

La investigación finalmente arrojó un nombre: Javier Mendoza.

Mendoza era un ex talamontes (talador ilegal) de Palenque. Su expediente en los archivos locales mostraba que abandonó toda actividad conocida a mediados de los 90 por “circunstancias personales”. Esas circunstancias fueron una tragedia devastadora: en 1996, un incendio provocado por una quema agrícola descontrolada consumió su casa en la selva, llevándose la vida de su esposa y su hijo pequeño.

Después de eso, Mendoza se rompió. Vendió todo y desapareció. Su hermana, Allison, contactada por los detectives en Las Margaritas, confirmó la historia. “Creía que la selva estaba viva”, dijo, “y que los árboles podían juzgar a las personas”.

Mendoza la visitaba ocasionalmente, trayéndole hongos secos. La última vez que lo vio fue en la primavera de 2018, pocos meses antes de que los escaladores encontraran la cabaña. Llegó tarde, dejó una mochila en el garaje y pidió agua. Estaba cubierto de humo. Por la mañana, se había ido, dejando una nota: “La selva está de pie. Debo estar con ella”.

En el garaje de la hermana, los detectives encontraron más cuadernos de Mendoza. Estaban llenos de bocetos de árboles y frases obsesivas: “Las raíces saben lo que hicimos”. “Quien cae, la selva se lo lleva”.

Javier Mendoza era “El Guardián”. El perfil encajaba perfectamente. Pero cuando la policía fue a buscarlo, Mendoza ya no estaba. Se había desvanecido en la misma selva que consideraba su dios.

La búsqueda de Javier Mendoza no arrojó resultados. En 2019, fue retirado oficialmente de la lista de personas buscadas, con la nota: “probablemente desaparecido en la naturaleza”.

El funeral de Alex y Sophia Marlo se celebró en San Cristóbal en otoño. Sus familias nunca hablaron con la prensa. El área de la cabaña, ahora desmantelada, se conoce localmente como “el lugar donde se alza el árbol”, una zona que los excursionistas evitan.

El detective Grijalva, ahora retirado, dijo sobre el caso: “Algunas historias no terminan, simplemente guardan silencio”. El misterio de Javier Mendoza, el hombre que se convirtió en el fantasma de la selva, sigue sin resolverse. Pero para los lugareños, la advertencia en el inicio del sendero de Montes Azules, “La selva lo recuerda todo”, ha cobrado un significado nuevo y terrible.

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