Un soldado regresa tras años de ausencia y descubre que su hija de ocho años ha estado viviendo con cientos de criaturas rojas y reptantes justo debajo de su almohada. Pensó que eran solo chinches hasta que la verdad lo golpeó como un ladrillo. ¿Quién podría hacerle algo así a una niña, y quién estaba realmente detrás de todo? Jack Harper levantó la mano y golpeó tres veces, firmes, en la puerta de madera de una modesta casa en el pueblo de Havenwood.
La mochila militar colgada de su hombro servía como un silencioso recordatorio de la vida que acababa de dejar atrás, solo que ahora tenía un propósito diferente: recuperar una parte de sí mismo. Esa era la casa de Sarah, su difunta esposa, y el lugar donde su preciosa hija Ellie vivía ahora con su madrastra, Vanessa. La puerta se abrió con un chirrido.
Vanessa estaba allí, su cabello castaño recogido con cuidado, los ojos cansados, aunque intentando mantener una compostura educada. Su rostro mostró una clara sorpresa. —Jack, ¿cuándo… volviste? —su voz vaciló, más pregunta que saludo.
—Justo ahora —respondió Jack, intentando sonreír, aunque apenas se le curvaron las comisuras de la boca—. Quería sorprender a Ellie. ¿Está en casa?
—Eh… sí. Está en la cocina.
Vanessa se hizo a un lado para dejarlo entrar. Jack entró. El olor rancio y húmedo de la casa lo golpeó de inmediato.
La sala estaba oscura, las cortinas cerradas herméticamente dejando pasar apenas un hilo de luz por las rendijas. En un estante polvoriento, unas fotos familiares permanecían intactas. Sarah y Ellie, sonriendo en momentos que ya se habían ido.
Todo en esa casa se sentía abandonado, como un monumento dejado al paso del tiempo.
—Iré a buscar a Ellie —dijo rápidamente Vanessa, ya girando hacia el pasillo.
—No hace falta —la detuvo Jack, levantando instintivamente la mano—. Prefiero verla yo mismo.
Avanzó hacia el interior. La casa estaba fría, sombría, cargada de un aire húmedo. Las cortinas colgaban pesadas, filtrando la poca luz que quedaba. El silencio era palpable, como si las paredes mismas contuvieran la respiración. Desde la cocina venía el suave sonido de una escoba barriendo y el arrastre de unas pantuflas sobre el suelo.
Jack se detuvo en el umbral. Lo que vio hizo que el corazón se le apretara. Ellie, su hija, estaba inclinada, barriendo pequeños montones de polvo debajo de la mesa del comedor.
Llevaba un camisón viejo y demasiado grande. Su cabello rubio y pálido caía suelto, algunos mechones le cubrían las mejillas. Su cuerpo menudo parecía frágil, su espalda encorvada mecánicamente mientras trabajaba.
—¿Ellie? —llamó Jack suavemente. La niña se sobresaltó y se giró. Sus grandes ojos lo miraron fijos un instante antes de que el reconocimiento apareciera en ellos.
Pero no corrió hacia él. No sonrió. Simplemente se quedó quieta, apretando más fuerte el palo de la escoba.
Jack se acercó y se agachó a su altura. Ellie no habló. Su mirada se desvió.
Fue entonces cuando él lo notó. En su piel pálida, esparcidas por sus brazos y cuello, había pequeñas manchas rojas. Algunas estaban levantadas, otras descamadas, mostrando carne sensible y enrojecida debajo.
No parecían erupciones normales ni picaduras de insectos. Estaban distribuidas de manera extraña. Antinatural, como si su cuerpo estuviera reaccionando a algo a lo que no debía estar expuesto.
—¿Qué pasó con tus brazos? —preguntó Jack, bajando la voz. Ellie instintivamente escondió el brazo detrás de sí. Jack se inclinó para mirar mejor.
El enrojecimiento tenía patrones extraños, casi como una reacción química. Se incorporó y miró hacia Vanessa, que estaba en el fregadero fingiendo lavar platos.
—¿Qué son esas marcas rojas en su piel? —preguntó, firme.
Vanessa levantó la vista, nerviosa.
—Probablemente solo una alergia. Tiene la piel muy sensible. He estado vigilándola.
Jack no dijo nada. No le creyó. Ni por un segundo.
Más tarde, tras una cena silenciosa, Jack llevó a Ellie arriba, a su habitación. Era un desastre: la cama deshecha, el aire impregnado con el olor fuerte de desinfectante.
Ellie se tumbó y giró el rostro hacia la pared. Justo antes de dormirse, susurró:
—Papá, tengo miedo de las cosas debajo de mi almohada. No dejan de susurrar.
El pecho de Jack se apretó. ¿Las cosas debajo de la almohada? ¿Susurrando? Miró hacia Vanessa, que estaba ahora jugueteando con las cortinas, dándoles la espalda. Su silueta en la penumbra era indescifrable, como una sombra sin rostro.
Cayó la noche. Jack se recostó en el desvencijado sofá de la sala, intentando descansar. Pero su mente no lo dejaba.
Entonces lo escuchó. Pasos. Ligeros, medidos, moviéndose por el pasillo del piso de arriba.
No eran los pasos pesados de un adulto. Ni el golpeteo torpe de un niño. Eran deliberados, silenciosos, pero con propósito, dirigiéndose a la habitación de Ellie.
Jack contuvo la respiración. Los pasos se detuvieron en su puerta. Siguió un leve sonido, como de un pomo girando suavemente.
Luego, silencio. Jack permaneció quieto, tenso, escuchando cualquier otro indicio. Nada.
Tal vez solo era Vanessa revisando a Ellie. Intentó tranquilizarse, pero la inquietud persistió. Cerca de la medianoche, un llanto apagado llegó desde la habitación de Ellie.
No un grito de terror. Más bien el sonido de una pesadilla, un sollozo quebrado. Luego vinieron los gemidos, débiles y dispersos.
Jack se incorporó de golpe. Caminó rápido pero sigiloso hacia su cuarto. La puerta estaba entreabierta.
La empujó suavemente. Ellie se agitaba en la cama, los brazos golpeando en sueños, sudor cubriéndole la frente. Estaba sumida en una pesadilla.
Una terrible. Jack se sentó a su lado, sacudiendo suavemente su hombro.
—Ellie, cariño, despierta. Papá está aquí.
Ella se incorporó de golpe, los ojos muy abiertos, mirándolo en la oscuridad. Una lágrima rodó por su mejilla.
No habló, solo se acurrucó en él, rodeándolo con sus brazos con fuerza, como si fuera su último refugio seguro.
—Ya está todo bien —susurró Jack, abrazándola, sintiendo su pequeño y acelerado corazón contra su pecho. Pero la inquietud en su interior solo aumentaba.
Miró alrededor de la oscura habitación, deteniéndose en las sábanas manchadas, luego en las marcas rojas de la piel de Ellie. Nada de esto era normal, y Jack Harper, un ex operativo de Fuerzas Especiales, lo sabía con certeza: no dormiría tranquilo hasta descubrir la verdad detrás de todo aquello.
Esto ya no era un simple regreso a casa. Era una misión.
Los sollozos de Ellie se fueron apagando poco a poco hasta que se quedó dormida. Jack le acarició el cabello suavemente, sus ojos recorriendo la habitación oscura. Vanessa no había aparecido ni siquiera tras el grito de Ellie. Jack sabía que, como mínimo, estaba evitando enfrentarse a lo que pasaba en esa casa.
La acomodó en la cama, subiéndole la manta para cubrirla. Pero no salió enseguida. Sus palabras susurradas —las cosas debajo de la almohada… que susurraban— seguían resonando en su cabeza, junto con las marcas rojas de su piel.
Una urgencia lo invadió, un instinto que le decía que debía actuar de inmediato, allí mismo, en ese instante. Tenía que comprobarlo.
Jack sacó un viejo teléfono de su bolsillo y encendió la linterna. Se arrodilló, levantando con cuidado la sábana, moviéndose lentamente para no despertar a Ellie. El haz de luz iluminó una escena que lo dejó helado.
Sus pupilas se contrajeron. Bajo la sábana, justo en el borde del colchón, decenas, quizás cientos de pequeñas criaturas retorcidas se arrastraban en un charco de líquido rojo brillante. No parecían chinches comunes, de esas que Jack conocía, con cuerpos planos y líquido oscuro.
Estas eran más redondas, hinchadas como pequeñas bayas, y el líquido rojo, tan brillante que casi resplandecía, goteaba y brillaba mientras se arrastraban unas sobre otras en una masa pulsante y enredada. Como un enjambre sobrealimentado. Una oleada de repulsión y horror trepó por la espalda de Jack.
La amenaza que Ellie había mencionado era real, y vivía reptando bajo su almohada, drenándole la vida a su hija. Jack levantó el teléfono y empezó a grabar, capturando la escena con la mayor claridad posible. El haz iluminaba en silencio, con solo el leve clic mecánico de la cámara marcando cada toma.
Mientras filmaba, la luz atrapó de repente algo metálico y brillante cerca del borde del colchón, justo donde reptaban las criaturas. La almohada lo había ocultado hasta ahora. Jack se inclinó, ladeando la cabeza.
Era una pequeña jeringa de cristal, con un rastro tenue de líquido rojo aún pegado en la punta de la aguja. El impacto lo golpeó como un puñetazo en el estómago. Eso no eran simples chinches.
Era algo mucho peor. Vanessa había mentido. Aquellas cosas no eran chinches.
Y alguien, alguien, había inyectado algo en su pequeña hija. Jack ya no estaba cansado. Su mente estaba clara, alerta…