
En 2020, David y Clara eran el tipo de pareja que hacía que la gente creyera en el amor. Llevaban juntos desde la universidad, ambos con 26 años, y compartían una pasión por la aventura que era contagiosa. Él era ingeniero de software; ella, diseñadora gráfica. Su vida en la ciudad era buena, pero sus corazones pertenecían a las montañas.
Planearon un viaje de fin de semana largo al Parque Nacional de Las Cumbres, un paraíso de picos nevados y lagos glaciares a unas seis horas en coche. Era un viernes por la mañana de septiembre cuando cargaron su fiel sedán azul marino.
“¡Rumbo a la naturaleza! No nos esperen hasta el martes”, escribió Clara en el grupo de WhatsApp familiar, adjuntando una foto de ambos sonriendo en el coche, con gafas de sol puestas y la carretera extendiéndose delante. Esa fue la última comunicación que alguien tuvo con ellos.
Cuando el martes llegó y pasó sin noticias, la preocupación comenzó. El miércoles, sus padres denunciaron su desaparición.
La investigación inicial fue frenética. La policía rastreó la ruta de 300 kilómetros hasta el parque. Hablaron con empleados de gasolineras, revisaron cámaras de seguridad. Encontraron una imagen borrosa de su coche comprando gasolina a unos 100 kilómetros de su casa. Y luego, nada.
Su rastro se desvaneció por completo. Sus teléfonos móviles dejaron de emitir señal. Sus tarjetas de crédito nunca volvieron a usarse. El coche, el sedán azul marino, parecía haberse evaporado del asfalto.
El sargento a cargo del caso en ese momento, Miguel Ibáñez, se enfrentó a un muro. “Es como si se los hubiera tragado la tierra”, dijo a los medios, una frase que atormentaría a ambas familias.
Surgieron teorías. La más dolorosa para los padres fue que habían decidido huir, empezar una nueva vida. Pero no tenía sentido. Amaban sus trabajos, sus familias. No tenían deudas.
La teoría más probable, y la más temida, era la de un crimen. Un secuestro al azar en una parada de descanso. Pero, ¿dónde estaba el coche? Un secuestro que no dejaba ni rastro del vehículo era inusual.
La última teoría era la de un trágico accidente. La ruta a Las Cumbres es traicionera, con tramos de carretera que serpentean junto a profundos barrancos y un enorme y antiguo embalse, el Embalse de la Niebla, conocido por sus aguas turbias y su fondo cenagoso. Se realizaron búsquedas aéreas. Los buzos peinaron las orillas del embalse. No encontraron nada.
Pasaron cinco años.
La vida de las familias Romero y Vega quedó suspendida en el tiempo. Las habitaciones de David y Clara permanecieron intactas. Sus madres se reunían el primer viernes de cada mes, no para llorar, sino para mantener viva la esperanza, gestionando una página de Facebook dedicada a encontrarles. El caso se enfrió, convirtiéndose en un expediente polvoriento en un archivador de “Casos Sin Resolver”.
Hasta hace tres semanas.
Una sequía histórica, la peor en cincuenta años, había castigado la región. El nivel del Embalse de la Niebla había descendido a mínimos históricos, más de 15 metros por debajo de su nivel habitual. Reveló un paisaje lunar de lodo agrietado, árboles petrificados y… algo más.
Un operador de drones de una compañía eléctrica local, que inspeccionaba la integridad de una torre cercana, notó una forma antinatural en el lecho fangoso, a unos 40 metros de la antigua orilla. No era una roca. Era el techo de un coche, boca abajo.
El corazón del pueblo, y de dos familias, se detuvo. Las autoridades fueron notificadas. Se necesitó un equipo especializado y una grúa pesada para la operación. Tuvieron que construir un camino temporal sobre el lodo para llegar hasta él.
El trabajo duró horas. Finalmente, con un sonido de succión repugnante, el lodo soltó su presa. La grúa levantó un amasijo de metal oxidado y fango. Estaba casi irreconocible, pero la matrícula, milagrosamente preservada por el barro, era una coincidencia. Era el sedán azul marino.
Cuando lo colocaron en tierra firme, el silencio era absoluto. Las ventanas estaban cerradas. El interior estaba lleno de lodo y agua estancada. Los forenses, con el corazón encogido, confirmaron rápidamente la presencia de restos humanos. Pertenecían a dos adultos, un hombre y una mujer.
La noticia golpeó a las familias con la fuerza de un huracán. Era el final. El cierre que tanto habían temido y, en cierto modo, anhelado. Sus hijos habían sufrido un terrible accidente. Se habían salido de la carretera en una curva traicionera, quizás de noche, y se habían hundido en el embalse, donde nadie pudo verlos ni oírlos.
Era una tragedia inimaginable. Pero, al menos, era una respuesta. El detective Robles, el nuevo encargado del caso, estaba listo para firmar el informe, cerrando el caso como un accidente fatal. Pero el protocolo es el protocolo. Tenían que inspeccionar cada centímetro del vehículo, incluido el maletero.
El maletero estaba atascado por el óxido y la presión del lodo. Los técnicos tuvieron que usar herramientas hidráulicas para forzar la cerradura.
Clang.
La tapa se abrió con un gemido metálico. Dentro, como era de esperar, estaba el equipaje. Dos maletas de lona, ahora podridas y pesadas por el agua. Pero debajo de ellas, algo no cuadraba.
“¿Qué es eso?”, dijo uno de los técnicos, apuntando con su linterna. Apartaron las maletas. En el hueco de la rueda de repuesto, había una caja. No era una caja de herramientas. Era un maletín metálico, de tipo industrial, asegurado con dos candados de alta seguridad.
El detective Robles sintió un escalofrío. Esto no encajaba en la historia del accidente. Llevaron el maletín a la carpa forense. Cortaron los candados.
Lo que encontraron dentro borró cualquier teoría de un simple accidente. El maletero no contenía un secreto. Contenía una vida secreta.

Dentro del maletín, cuidadosamente sellados en bolsas de plástico (que no habían resistido cinco años bajo el agua, pero habían protegido parcialmente el contenido) había fajos de billetes. Cientos de miles de euros. También había cuatro pasaportes, dos para David y dos para Clara, pero con nombres y nacionalidades completamente diferentes. Había llaves de una caja de seguridad en un banco suizo. Y había un pequeño disco duro portátil.
De repente, la escena cambió. Esto no era un accidente. Esto era una huida. David y Clara no iban a acampar. Estaban desapareciendo.
Robles ordenó a su equipo que volviera al coche. “¡Revisen cada milímetro! ¡Ya no buscamos un accidente, buscamos un asesinato!”.
Y entonces, lo encontraron. Algo que habían pasado por alto en el caos del descubrimiento, algo que el óxido y el barro casi habían borrado.
En la puerta trasera, del lado del conductor, había un pequeño agujero perfectamente circular. Otro en el pilar C. Y un tercero, esta vez más claro, en el propio maletero. Agujeros de bala.
La verdad, cinco años después, era aterradora. David y Clara estaban huyendo de alguien. Alguien que sabía que llevaban ese maletín. Y esa persona los encontró en esa carretera solitaria.
No se salieron de la carretera. Fueron sacados. Las balas lo confirmaban. Probablemente fueron perseguidos, disparados, hasta que David perdió el control y el coche voló por el terraplén, hundiéndose en las aguas profundas del embalse.
Para los asesinos, fue el crimen perfecto. Las víctimas, el coche y las pruebas se hundieron en un lugar donde probablemente nunca se encontrarían. El caso se cerraría como una desaparición misteriosa.
Pero no contaron con la peor sequía en medio siglo. El caso de David y Clara, cerrado durante cinco años, acaba de reabrirse. Ya no es un caso de personas desaparecidas. Es una investigación de doble homicidio. El secreto en el maletero no era solo el motivo de su huida; fue el motivo de su muerte. Y ahora, la policía tiene un nuevo rastro que seguir.