continuación

Había pasado una semana de silencio. Siete días en los que Isabel se despertaba por la mañana sin reproches, siete noches en las que regresaba a casa y encontraba el piso exactamente como lo había dejado: tranquilo, ordenado y — lo más importante — solo suyo. El gato ya se había acostumbrado a dormir en el sofá, y en el aire flotaba una sensación que hacía años no sentía: ese lugar era realmente su hogar.

Pero, como intuía, esa calma no podía durar demasiado. El domingo al mediodía, el timbre sonó con insistencia. Isabel miró por la mirilla y esbozó una sonrisa amarga: Antonio estaba allí, con la chaqueta desabrochada y un ramo de claveles rojos en la mano.

— «¿Podemos hablar?» — preguntó, intentando sonar relajado.

— «Claro» — respondió ella. — «Pero en el rellano.»

Sin embargo, Antonio entró igualmente, como si todavía tuviera derecho a hacerlo, y dejó las flores sobre la mesa, casi como queriendo marcar territorio.

— «Isabel, creo que los dos exageramos. Mi madre está muy dolida, yo dije tonterías en un momento de enfado… ¿No podríamos intentarlo de nuevo?»

Ella lo miró con una calma helada, con una firmeza que Antonio jamás le había visto.

— «No, Antonio. Yo no exageré. Yo aguanté. Durante años. Y ahora se acabó.»

Él abrió los brazos, casi suplicando.

— «Pero todos cometemos errores… ¡La familia debe permanecer unida!»

— «La familia, sí. Pero tú y tu madre nunca habéis sido mi familia. Habéis sido una carga. Y yo ya no pienso vivir así.»

En ese momento apareció María en el pasillo, con una mirada afilada, como si hubiera venido a recuperar su “trofeo”.

— «Isabel, eres una egoísta. Antonio es mi hijo y tú eres su esposa. Es tu deber apoyarlo y acogernos en esta casa.»

Isabel se acercó a la puerta, la abrió de par en par y dio un paso atrás.

— «Señora María, mi único deber es proteger mi vida y mi tranquilidad. Este piso es mío, solo mío. Y aquí ya no hay lugar para ustedes.»

Lo dijo con tanta claridad y firmeza que ni Antonio ni María supieron qué contestar. Salieron, dando un portazo. Pero para Isabel, ese estruendo sonó más dulce que cualquier música.

En los días siguientes inició el proceso de divorcio. No fue fácil: abogados, papeles, y miradas de juicio por parte de familiares. Pero sabía que estaba haciendo lo correcto.

Un mes después, celebró su cumpleaños por primera vez en años solo con unos pocos amigos cercanos, entre risas y música, sin críticas ni sombras. Levantó la copa y dijo:

— «Por la libertad, por el valor y por el derecho a que mi hogar sea realmente mío.»

Los amigos estallaron en aplausos.

Isabel sonrió. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que su vida le pertenecía de verdad.

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