
La mañana del jueves 18 de diciembre de 1975 amaneció como cualquier otra en Guadalajara. El ambiente, sin embargo, ya vibraba con la promesa del receso navideño, un descanso merecido que las alumnas de la Colonia Moderna esperaban con ansias. A las 8:30 de ese día, cuatro adolescentes abandonaron el gimnasio municipal cargando sus mochilas, ropa de cambio, sus patines artísticos y una maleta pequeña, color mostaza. El acto, en apariencia intrascendente, marcó el inicio de una de las historias de ausencia y encubrimiento institucional más dolorosas en la historia del estado de Jalisco.
Las jóvenes, Claudia Moreno Ávila, Irma del Socorro Rivas, Beatriz Mendoza González y Graciela ‘Chelly’ Jiménez Navarro, formaban parte del equipo juvenil que tenía previsto representar a Jalisco en un importante torneo regional de patinaje la semana siguiente. No era un día de entrenamiento oficial, lo que de inmediato despertó una bruma de misterio. Nadie pudo asegurar con certeza por qué se reunieron o cuál era su destino real. Testigos del vecindario solo pudieron describir que abordaron un coche compacto color gris, modelo Dart, conducido por un hombre de mediana edad. Las versiones, desde entonces, comenzaron a bifurcarse: ¿era el entrenador? ¿Un chófer contratado? La falta de claridad sentó las bases para el laberinto que se avecinaba.
Para el mediodía, la inquietud se transformó en alarma. Las jóvenes no respondían llamadas, no se presentaron a sus hogares y, un detalle escalofriante, sus pertenencias personales y documentos seguían guardados en los casilleros del gimnasio. Cuando las familias, desesperadas, acudieron a las autoridades, se encontraron con un muro de indiferencia. La época, marcada por una profunda desconfianza hacia la juventud y la exigencia ciudadana, propició una respuesta tajante: “Seguramente están de paseo. Ya regresarán”.
Dos días después, el vehículo gris fue hallado abandonado en una brecha polvosa entre Tlaquepaque y El Salto. Sin placas, con una ventana trasera rota y sin el más mínimo indicio de una lucha. La carpeta de investigación se abrió, pero la policía ya manejaba una tesis que se convertiría en un mantra oficial durante décadas: fuga voluntaria.
Décadas de Indiferencia y el Silencio Institucional
Con el paso de las semanas, la historia de las cuatro jóvenes ausentes se diluyó. Los rumores florecieron, deshumanizando la tragedia: que se habían ido por amor, que huyeron con un grupo religioso, habladurías sobre sus vidas privadas. Las autoridades no descartaban nada, pero, lo que es más grave, tampoco investigaban a fondo.
Los padres, convertidos en una fuerza de resistencia solitaria, empapelaron mercados y terminales con carteles. Pero Guadalajara tenía prisa por olvidar. El año 1976 inició sin respuestas. La lentitud burocrática se consolidó. La carpeta fue clasificada como “extraviadas” en lugar de “ausentes por acto criminal”, una etiqueta que bastó para relegar el expediente a un cajón. La investigación, en realidad, nunca comenzó con el rigor que merecía. En abril, el coche, una pieza de evidencia crucial, fue remolcado a un corralón y, semanas después, incinerado por falta de reclamo. Nadie notificó a las familias; la pérdida de ese material nunca fue registrada formalmente.
La década de los 80 se cubrió con un manto de silencio absoluto. Cada diciembre, los padres colocaban una ofrenda frente al gimnasio, llevando fotografías, flores y velas. La ciudad seguía su marcha, ajena al ruego. Se rumoreaba que el club deportivo al que pertenecían las jóvenes tenía vínculos con funcionarios de alto rango, una sospecha que, años más tarde, se revelaría central en la cadena de omisiones.
A pesar de las esporádicas pistas falsas —una supuesta aparición en Zacatecas en 1986, una llamada anónima sobre un entierro superficial en 1990—, nada prosperó. A finales de los 90, la fiscalía sufrió un cambio de edificio y, misteriosamente, varios documentos clave del caso se extraviaron o aparecieron incompletos. Una hoja esencial con los registros del club del día de la ausencia simplemente desapareció.
El Quiebre de 2010: El Lago Empieza a Hablar
Con la llegada del nuevo milenio, los familiares crearon una página web conmemorativa. Era una plataforma modesta, pero vital para mantener el contacto. En 2006, un joven periodista, Luis Adame, publicó una conmovedora nota titulada Las que no volvieron a patinar. El artículo, aunque ignorado por los grandes medios, fue leído por alguien crucial: una mujer jubilada, exsecretaria del club, que contactó discretamente a las familias.
En diciembre de 2009, durante la vigilia frente al gimnasio, la mujer, visiblemente afectada por la enfermedad, entregó una carpeta celeste. Dentro, había una serie de documentos internos: recibos de gasolina, horarios tachados y una lista de autorizaciones falsas. Al final de una hoja, una frase escrita a mano con tinta azul, casi borrada, se convirtió en la grieta que desató la tormenta: “No fue un paseo, fue una orden.”
Este hallazgo no era una prueba definitiva, pero fue suficiente para que los ojos de la esperanza se posaran por primera vez sobre un lugar en particular: el lago de Chapala.
El 2 de enero de 2010, la profecía no intencionada se cumplió. Un pescador en el municipio de Poncitlán, acostumbrado a los amaneceres nublados sobre la ribera norte de Chapala, notó algo inusual. De la base oxidada de un viejo muelle abandonado, sobresalía un trozo de metal. Al remover el lodo endurecido, descubrió una maleta metálica rectangular, sellada por la corrosión. Su pintura exterior, antes azul pálido, se desprendía en escamas. Lo más importante: en una de las tapas aún se leía con claridad un grabado: GN.
Al abrirla en la estación municipal, el olor a óxido y humedad impregnó el lugar. Dentro, había cuatro pares de patines artísticos de cuero blanco. Las etiquetas, descoloridas, llevaban la inscripción “Torneo Regional Guadalajara 1975”. Una de ellas, con sorprendente claridad, decía “Chelly”. La maleta había pertenecido a Graciela ‘Chelly’ Jiménez Navarro.
La Ciencia, la Memoria y la Restitución
La noticia generó una oleada mediática sin precedentes. Por primera vez, un objeto físico vinculaba a las jóvenes ausentes con un lugar específico. La maleta fue trasladada al laboratorio forense. Pese al escepticismo inicial, la perito en genética, Ana Luján, halló material crucial: restos de una fibra capilar en el pliegue del cuero de uno de los patines y fragmentos de epitelio bajo la suela.
La presión mediática y la movilización de familiares obligaron a la fiscalía a reabrir el expediente. El nuevo fiscal, Gabriel Rosales, declaró que se tomaría el caso con la seriedad que merecía. Los padres, que aún resistían, no ocultaron su escepticismo; habían escuchado promesas vacías durante décadas. Pero esta vez, el país entero estaba observando.
Los resultados preliminares no tardaron en llegar. La fibra capilar coincidió genéticamente con el perfil mitocondrial de María Jiménez, hermana menor de Graciela. La maleta, sin duda, pertenecía al grupo. La búsqueda se intensificó en el muelle.
En la tercera mañana de excavación, a escasos metros del hallazgo inicial, un técnico detectó una alteración en el lecho de piedra. Al excavar con cuidado, encontraron un listón rosa deshilachado envuelto en una pulsera de cuentas. La pulsera coincidía con la que Beatriz Mendoza usaba en la última fotografía conocida de ella.
La brigada especializada en recuperación de vestigios, liderada por la doctora Rosaura Cienfuegos, se instaló en el lugar. Desde el inicio, Cienfuegos supo que no se trataba de una escena común: el muelle abandonado y el limo actuaban como una piel cenagosa, sellando lo que yacía debajo.
A metro y medio de profundidad, el equipo halló restos textiles: un fragmento de licra color crema con vivos dorados, el uniforme oficial del equipo estatal de patinaje de 1975. Esa misma noche, apareció un fragmento óseo: una falange humana. Los análisis se precipitaron.
El 17 de enero, se localizó un maxilar incompleto. Incrustada entre la raíz de un molar, encontraron una astilla de madera, sugiriendo el posible uso de una mordaza rudimentaria o un elemento de contención improvisado. El hallazgo cambió el enfoque de la investigación: ya no se hablaba solo de un accidente encubierto, sino de un posible acto violento. Los estudios antropológicos indicaron que los vestigios pertenecían a al menos dos individuos femeninos adolescentes.
La confirmación sacudió a la nación: los vestigios correspondían a Claudia Moreno Ávila.
Ese mismo día, cerca del uniforme, emergió una pequeña caja de madera. Dentro, una hoja de libreta doblada en seis partes. A pesar de la humedad, era legible: “Nos dijeron que sería rápido, solo una práctica. No sabíamos que nos alejaban. Si alguien encuentra esto, que no calle. No todo se borra con el silencio.” El mensaje, desgarrador, dejaba claro que no sabían la magnitud de lo que les esperaba.
La Negligencia y el Encierro
La declaración de Román Castañeda, un exfuncionario de la Dirección de Deportes, confirmó la intuición de las familias: la salida del 18 de diciembre fue clandestina, pero con la complicidad de las estructuras estatales. Castañeda reveló que el entrenador, Joaquín EF (ya ausente), organizó todo, y que los rumores internos apuntaban a que el suceso fatal ocurrió durante una escala en Chapala. Al parecer, una de las jóvenes sufrió un desmayo. Lo que siguió fue una cadena de miedo, improvisación y encubrimiento.
El equipo forense continuó excavando. El 22 de enero, encontraron restos óseos adicionales y una medalla de la Virgen del Carmen, reconocida por la hermana de Irma del Socorro Rivas. Las pruebas genéticas lo confirmaron. Los investigadores concluyeron que los vestigios fueron abandonados bajo el muelle, sin entierros formales. El suceso fatal fue agravado por la manipulación posterior y el silencio institucional.
Un descubrimiento crucial reafirmó la tesis de la contención: un vale firmado por Joaquín EF por el alquiler de una lancha de motor para seis personas, fechada el 18 de diciembre. El destino no era el torneo, sino el lago. Lo más perturbador fue el hallazgo de un pequeño cuaderno escolar forrado con papel contact, con tinta corrida y letra temblorosa, perteneciente a Irma del Socorro. Una de las entradas decía: “No quiero dormir aquí. Todo huele a encierro. Él dice que pronto iremos a casa, pero nadie vino.” Era el testimonio directo de una de las jóvenes, un mensaje desde el encierro y el miedo.
El fiscal abrió una línea de investigación por negligencia fatal, omisión de auxilio y destrucción de pruebas contra los responsables vivos del encubrimiento. El retrato psicológico retrospectivo del entrenador Joaquín EF, basado en testimonios de exalumnas, reveló a un hombre autoritario, manipulador y obsesionado con el control.
A pesar de los esfuerzos, el rastro de Graciela ‘Chelly’ Jiménez Navarro siguió incompleto. No se hallaron vestigios identificables con su perfil genético. Sin embargo, los objetos —su maleta, sus patines, el lente de sus gafas, los objetos personales— aseguraron su presencia en la tragedia. La posibilidad de que sus vestigios jamás fueran localizados se convirtió en una certeza dolorosa, pero mitigada por la verdad recuperada.
Reparo Simbólico: Descansen con Nombre
La investigación, la más extensa en el estado por desaparición juvenil, concluyó. No hubo culpables condenados, ni grandes detenciones. La prescripción y la ausencia del principal responsable impidieron la judicialización plena de los hechos originales.
El 28 de febrero, frente al gimnasio donde todo comenzó, se realizó un acto de cierre. Se colocaron cuatro siluetas metálicas con patines, sin rostro, llevando el nombre de las jóvenes. La carta colectiva de las familias resonó: “No buscamos venganza, no buscamos castigo, buscamos lo que todo ser humano merece, verdad, memoria y reposo. Nos robaron sus voces, pero no su nombre. Hoy cada una vuelve a casa como símbolo de todas las que aún faltan.”
La maleta oxidada de Chelly fue colocada en una vitrina del Museo de la Memoria Colectiva. El muelle de Chapala fue demolido. En su lugar, se erigió una plazoleta modesta con cuatro árboles jóvenes y una placa de bronce sin logos institucionales. La inscripción, grabada en letras hondas, se convirtió en el epitafio de la verdad:
“Claudia, Irma, Beatriz y Graciela patinaron en silencio. Descansen con nombre.”
Las aguas de Chapala recuperaron su calma, pero ya no encubrían nada. Habían hablado, y esa voz, la que surgió del fondo, quebró el silencio institucional de 35 años. La historia de las patinadoras no solo cerró un expediente, sino que desnudó cómo la negligencia y la complicidad pueden sepultar vidas, pero también demostró que, incluso tras décadas, la memoria es la justicia más poderosa.