
Abril de 2017. La luz de la mañana se colaba por las cortinas del antiguo apartamento en el barrio Condesa, Ciudad de México, impregnado por el familiar y reconfortante aroma del café de olla.
Para Elena Robles, esa mañana de martes debía ser idéntica a miles de otras en sus diecisiete años de matrimonio con Carlos Eduardo Santos.
Pero el destino, cruelmente, se escondía en un pequeño dispositivo olvidado sobre la mesa: el celular de su esposo. Carlos, ejecutivo de ventas de una prestigiosa agencia de coches, había salido más temprano de lo habitual.
Elena tomó el móvil para guardarlo, pero una notificación detuvo su respiración. Luego otra, y el nombre que iluminó la pantalla la hizo temblar: “Luciana, mi vida”. Usando la fecha de nacimiento de su hija Amanda, Elena desbloqueó el teléfono.
El aluvión de mensajes íntimos, promesas de futuro y planes de encuentro la golpearon con una fuerza demoledora. La traición no era nueva, sino un romance meticulosamente documentado a lo largo de más de un año con una colega.
Lo más doloroso fue descubrir que Carlos planeaba pedir el divorcio tan pronto como Amanda, su única hija, cumpliera 15 años. Elena se desplomó en el sofá, un mueble que ahora le parecía un sarcófago, mientras el bullicio cotidiano de la avenida Mazatlán se convertía en un ruido sordo e irritante.
Cuando Carlos regresó a las 12:30, la encontró inmóvil, con el móvil como evidencia. No hubo gritos ni platos rotos, solo la pregunta que pendía como una guillotina: “¿Desde cuándo, Carlos?”. Él, con su camisa de vestir arrugada por el calor de la capital, evitó su mirada, la llave de su coche aún en la mano. “Un año y medio”, confesó finalmente, dejando caer su cuerpo en el sillón frente a ella. Lo que siguió fue una tensa conversación de dos horas, donde él admitió estar perdidamente enamorado de Luciana y su intención de irse. “Te vas, entonces”, preguntó Elena, con la voz ahogada.
Esa tarde, a las 18:45, Carlos encontró dos maletas en la entrada. Elena, superando su dolor con una dignidad inquebrantable, le dio la última opción: o se quedaba para intentar salvar su familia, o se marchaba para siempre. Miró las maletas, a su esposa, a la foto de Amanda. Por un instante, pareció dudar, pero el miedo a enfrentar las consecuencias fue más fuerte que el amor. “Me quedaré unos días en casa de mi hermano, hasta que decida”, dijo, antes de cerrar la puerta y desaparecer. Esas fueron las últimas palabras que Elena escuchó de Carlos Eduardo Santos.
La Búsqueda de Seis Años: Del Lujo al Abandono
Pasaron tres días y el silencio fue total. El celular de Carlos daba fuera de servicio. Su hermano, Roberto, confirmó que Carlos solo había pasado una noche en su casa en Coyoacán antes de irse a “arreglar unas cosas”. Amanda, de 14 años, comenzó a preguntar por su padre. Elena inventaba excusas sobre viajes de negocios, pero las mentiras se volvían insostenibles. A la segunda semana, Elena buscó a Luciana en la agencia de coches. La mujer, visiblemente nerviosa, juró que Carlos no había aparecido por el trabajo y que había perdido todo contacto.
Al décimo día, Elena denunció la desaparición en la Agencia del Ministerio Público en Roma Norte. El oficial, un hombre cansado y acostumbrado a dramas conyugales, anotó los datos con prisa. “Señora, en estos casos, después de una pelea conyugal, el hombre suele reaparecer. Se archiva como desaparición voluntaria, pero haremos el trámite”.
Las semanas se hicieron meses. Elena tuvo que mudarse con Amanda a un apartamento más pequeño en un barrio de la periferia, cerca de Iztapalapa, para poder pagar las cuentas. El dinero escaseaba, y Amanda, afectada, desarrolló ansiedad. La familia de Carlos se movilizó: Roberto pegó carteles y su madre, Doña Neusa, de 67 años, recorría el Centro Histórico con la foto de su hijo, implorando a comerciantes y transeúntes. “¿No ha visto a mi hijo? Es vendedor de coches, un buen hombre, padre de familia.” La búsqueda se extendió sin resultados. Seis meses después, la investigación policial se detuvo. No había señales de crimen.
El Misterio de la Habitación Siete
Junio de 2023. Seis años y dos meses después, una retroexcavadora trabajaba en la demolición del antiguo Motel “El Descanso” en la zona metropolitana de la CDMX. El establecimiento, clausurado hace años, iba a ser convertido en un complejo residencial. En la Habitación Siete, oculta tras un muro parcialmente derribado, el operador encontró una maleta de viaje azul oscuro, del tipo ejecutivo.
Dentro, la ropa meticulosamente doblada y una cartera de piel. El documento de identidad reveló un nombre que la policía ya había olvidado: Carlos Eduardo Santos. La maleta también contenía 340 pesos, tarjetas de crédito y una foto 3/4 de Amanda. Un hallazgo que resucitó el caso.
El investigador Marcos Soto, a cargo del caso reabierto, examinó los antiguos registros del motel. En el libro de abril de 2017, encontró el nombre de Carlos Santos, con una hora de entrada: 14:30. Pero la columna de salida estaba vacía. No había registro de que hubiera dejado la habitación. Marcos localizó a José Carlos Ferreira, el ex-empleado de turno. El hombre, nervioso, recordó al cliente: “Llegó solo, cosa rara. Dos horas después, bajó muy alterado. Decía que esperaba a alguien que no vendría.” Luego regresó a la habitación, y más tarde se marchó a pie.
“Lo extraño, señor investigador, es que salió sin la maleta. Solo con la ropa puesta”, confesó Zé Carlos. Y luego, reveló la frase escalofriante: “Me dijo que ya no iba a necesitar esas cosas, que se iba de una vez y que si alguien preguntaba por él, que dijera que nunca estuvo allí.” Carlos había parado en la salida, mirando fijamente la habitación antes de caminar hacia la avenida, donde había una parada de autobuses. La maleta era un monumento a su decisión.
La verdad de su huida la confirmó la propia Luciana, a quien Amanda, ya una joven de 20 años, había rastreado en Contagem. Luciana confesó que canceló la cita con Carlos en el motel, diciéndole que no podía huir y destruir una familia. Carlos, destrozado, le dijo que se iría de todas formas, solo, que no podía volver. Había elegido desvanecerse.
Elena escuchó la confesión de su hija en silencio. “Entonces él eligió desaparecer. Eligió abandonarnos.” Doña Neusa, con su salud deteriorada, murió de causas naturales seis meses después del hallazgo, con una última frase susurrada: “Dile a Carlos que Mamá lo perdonó.” El caso se cerró oficialmente como desaparición voluntaria confirmada.
TAPO, Nochebuena: Un Reencuentro Imposible
Diciembre de 2023. Seis años de duelo y superación. Amanda, ya graduada como trabajadora social, esperaba su autobús en la Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente (TAPO) de la Ciudad de México, rumbo a Guadalajara para pasar la Nochevieja con su novio.
Entre la multitud, algo la hizo congelar. Un hombre. Más delgado, canoso, con barba incipiente, pero con la inconfundible forma de caminar y el gesto de rascarse la nuca. El corazón de Amanda se disparó. Estaba comprando un billete: “Un pasaje para Guadalajara, por favor.”
Ella se acercó. A tres metros de distancia, el hombre recogió su billete y se dio la vuelta. Sus ojos se encontraron. Carlos Eduardo Santos se quedó completamente inmóvil, el rostro pálido, la mirada de un animal acorralado.
“Papá, ¿eres tú?” No era una pregunta, era una constatación.
Carlos se echó a llorar, las lágrimas surcando las arrugas de su rostro. “Amanda. Yo… yo lo siento mucho.” Ella le arrojó la verdad: “Tu madre murió llamando tu nombre.” El golpe fue brutal. Carlos se apoyó en el mostrador. Confesó: “No pude volver. Después de ese día… resolví empezar de nuevo, lejos. Cambié mi nombre. Conseguí trabajo en una hacienda lejos de todo y de todos.”
Amanda, con una mezcla de rabia y compasión, le dio una opción. Si se subía al autobús a Guadalajara, ella lo dejaría ir para siempre y guardaría silencio. Pero si quería intentar, si quería conocer a la mujer en que ella se había convertido, le dio su número de teléfono. “Piénsalo. Si quieres conocerme de verdad, llámame. Si no quieres, está bien. Pero entonces será para siempre, ¿entendiste? No hay vuelta atrás.”
Amanda se fue a su andén. Carlos se quedó solo en medio del tumulto de la TAPO, con el número de su hija en el bolsillo y el billete para una nueva fuga. A la hora de embarcar, se levantó, caminó hacia la plataforma, pero se detuvo a medio camino. Volvió al mostrador.
“Quiero cambiar mi pasaje”, dijo. “¿A qué destino?”, preguntó la empleada. Carlos respiró hondo. “De hecho, quiero cancelarlo. No voy a viajar hoy.”
Salió de la terminal, tomó un taxi y dio una dirección que no pronunciaba hacía seis años: Condesa. Ya no era su hogar, pero era el lugar donde la vida le había dado una segunda oportunidad. Marcó el número que Amanda le había dado.
“Hola, Amanda. Es… es tu padre. Me gustaría tomar ese café contigo. Si aún quieres. Estoy en Ciudad de México. Estoy… estoy listo para intentar.”
Tres días después, se reunieron. Cuatro horas de lágrimas y confesiones. Él quería conocer a la mujer increíble en que se había convertido su hija. En cuanto al perdón de Elena, Carlos respiró profundamente. “Un paso a la vez. Primero, necesito merecer el perdón de mi hija.”
Esta es una historia que aún se está escribiendo. Pero lo que queda claro es que a veces, y solo a veces, la valentía de enfrentar el pasado es el primer paso para encontrar el camino de vuelta a casa, incluso después de un abandono de seis años.