La neblina matinal se aferraba como un velo pálido a las laderas de la Sierra Madre del Sur cuando Paloma Herrera salió de su casa por última vez. Era el 15 de marzo de 1974, en el diminuto poblado de San Nicolás, Guerrero. La niña de ocho años era un destello de vida vibrante en aquel paisaje polvoriento y silencioso. Vestía su prenda favorita: un sencillo vestido de algodón blanco que su abuela había bordado con pequeñas flores azules para su último cumpleaños. Sus trenzas oscuras, atrapando los primeros rayos del sol, rebotaban mientras corría descalza por el sendero de tierra que unía las casas dispersas de la aldea.
—¡Paloma, no te alejes mucho! —gritó su madre, Carmen, desde el patio donde lavaba ropa en una tina oxidada.
Pero su voz se perdió entre el canto de los gallos y el susurro del viento bajando de las montañas. La niña ya había desaparecido entre los matorrales que bordeaban el río Balsas.
Lo que ocurrió aquel día se ha contado en susurros durante décadas, como una leyenda local. Pero es más que un mito: es un testimonio del amor inquebrantable de una madre, la crónica de una comunidad unida por la tragedia y un misterio que ha atravesado casi medio siglo. Esta es la historia de Paloma Herrera y de la madre que se negó a dejarla en el olvido.
Tres años antes, Carmen había huido de un matrimonio violento en Acapulco. Llegó a San Nicolás con la pequeña Paloma en brazos y apenas unas monedas en el bolsillo. Encontró refugio con su prima Rosalía y su esposo, Don Evaristo, un anciano campesino que trabajaba los maizales en lo alto de la sierra. La vida era dura, pero pacífica. La aldea estaba formada por treinta familias que se conocían de toda la vida. Los niños jugaban libres, sus risas resonando en los cañones como un eco sin preocupaciones.
Aquel 15 de marzo, Paloma desayunó atole de maíz y tortillas recién hechas antes de correr a recoger flores silvestres. Era su costumbre adornar el pequeño altar de la Virgen de Guadalupe en la humilde casa de adobe. Pero el río Balsas, hinchado por las lluvias recientes, bajaba crecido y turbio. Don Evaristo había advertido a todos que mantuvieran alejados a los niños, pero la infancia se siente invencible.
Cuando el sol llegó a su punto más alto y Paloma no regresó a comer, Carmen sintió esa punzada de ansiedad que toda madre conoce. Fue a casa de Rosalía con la esperanza de encontrarla jugando con sus primos, pero nadie la había visto desde la mañana. “Seguro anda explorando en la loma”, intentó tranquilizarla Don Evaristo. Pero Carmen conocía bien a su hija: siempre volvía a casa cuando tenía hambre. Algo no estaba bien.
A las cuatro de la tarde, todo el pueblo buscaba a la niña. Los hombres se dirigieron al río, las mujeres revisaron cada corral, cada rincón, cada cueva cercana. Don Aurelio Mendoza, el hombre más respetado del lugar, organizó la búsqueda con la precisión de quien conoce cada sendero y barranco desde hace seis décadas. “La vamos a encontrar”, aseguró a Carmen, que temblaba de angustia. Pero al caer la noche, sin rastro alguno de la niña, el optimismo se transformó en desesperación.
Las antorchas improvisadas iluminaban los rostros de preocupación mientras la sierra engullía los gritos de “¡Paloma, Paloma!”. Carmen no durmió esa noche. Sentada en el patio, con la vista fija en el sendero por donde había desaparecido su hija, rezó en silencio, prometiendo a la Virgen cualquier sacrificio a cambio de su regreso.
Los días se hicieron semanas. Los meses, años. Y aunque el tiempo trajo bodas, nacimientos y cosechas a San Nicolás, para Carmen el calendario se detuvo aquel 15 de marzo de 1974. Nunca dejó de buscar. Caminó hasta sangrar de los pies, gritó hasta quedarse sin voz. Viajó a pueblos lejanos siguiendo pistas falsas, mostró la única fotografía de Paloma en orfanatos, hospitales y mercados. Aprendió a moverse entre burócratas y a sostenerse con la fuerza de otras madres que también habían perdido hijos.
Décadas más tarde, entre cuevas y altares de piedra escondidos en la montaña, Carmen halló un fragmento que encendió su esperanza y su terror: un pequeño botón azul, idéntico a los del vestido que Paloma llevaba el día que desapareció.
Aquel hallazgo fue como escuchar de nuevo la voz de su hija en el viento. Medio siglo después, la búsqueda de Carmen no era solo por encontrar respuestas, sino por mantener viva la memoria de la niña que un día corrió descalza entre las flores y nunca volvió.