Desaparecen estudiantes en excursión a la zona pantanosa de Tabasco: el macabro hallazgo que destapó el crimen que tiene en vilo a México

El zumbido constante de las luces fluorescentes en la comandancia de policía de Villahermosa, Tabasco, era el único sonido que se atrevía a llenar el pesado silencio de la sala de conferencias. Para Sara y Marcos Morales, ese zumbido se había convertido en la banda sonora de su peor pesadilla. Habían pasado 48 horas. 48 horas de agonía, 48 horas de incertidumbre, 48 horas sin su hijo, Iker. Cada taza de café vacía en la mesa era un recordatorio físico del tiempo perdido, un tiempo en el que su pequeño, de 10 años, un niño con necesidades especiales que dependía de su rutina y de sus cuidados, se encontraba en algún lugar de la inmensidad de los humedales.

Su esposo, Marcos, un hombre que se enorgullecía de tener todo bajo control, ahora estaba encorvado, con el peso del mundo sobre sus hombros. Su camisa arrugada y la barba incipiente eran el reflejo de dos noches sin dormir. Sara miraba la foto de su hijo en la pizarra, su sonrisa torcida, sus grandes lentes. Ella había insistido en que su hijo se pusiera la camiseta naranja que tanto le gustaba para la excursión. Ahora esa camiseta era la única descripción que tenía de él.

La cronología de una desaparición incomprensible

La detective Ramírez, una mujer con la voz teñida de frustración, les presentó la situación. El miércoles por la mañana, un autobús turístico con diez niños, dos maestras y un chofer del parque, salió del centro de visitantes del Parque Natural de los Humedales de Tabasco. Todos los niños eran estudiantes de la clase de necesidades especiales de la Academia privada del Valle. Estaban programados para regresar en tres horas, pero nunca lo hicieron. El profesor de la clase, el profesor Solís, se había quedado en el centro de visitantes debido a la capacidad limitada del autobús, una decisión que ahora atormentaba a Sara.

La detective Ramírez continuó su relato: “No encontramos nada en la ruta. No había señales de un accidente, ni marcas de neumáticos. El autobús simplemente desapareció”. La implicación era aterradora. La FGR (Fiscalía General de la República) ya se había sumado a la investigación. No había habido demandas de rescate. No había pistas. No había nada. La desaparición de 12 personas, un autobús entero de niños, en un lugar tan vasto como los humedales de Tabasco, era incomprensible.

“¿Qué querían con 10 niños con necesidades especiales?”, preguntó Sara en un murmullo. Su mente se negaba a aceptar la posibilidad de que su hijo, un niño que se ponía ansioso en lugares desconocidos y que dependía de sus rutinas y medicación, estuviera en medio de la nada, asustado y confundido. La detective Ramírez tenía su propia teoría. “Creemos que se trata de múltiples perpetradores y que esta fue una operación cuidadosamente planeada”.

El miércoles por la noche, el autobús fue encontrado. Estaba vacío. Había sido conducido siete kilómetros fuera de la ruta principal y parcialmente oculto. El equipo forense de la FGR no había encontrado señales de violencia o lucha a bordo. “Eso significa que los niños y las maestras pueden haber salido del autobús voluntariamente, o fueron coaccionados de una manera que no resultó en resistencia física”, explicó la detective. La teoría de la FGR era que la riqueza colectiva de las familias de la Academia del Valle los convertía en posibles objetivos para un rescate. El problema era que los secuestradores no se habían puesto en contacto.

El macabro hallazgo que lo cambió todo

La madrugada del viernes, una noticia interrumpió la vigilia de Sara y Marcos. Un guardaparques, en una búsqueda preliminar, había encontrado algo. Algo terrible. La voz del oficial que dio la noticia se quebró. Había descubierto múltiples sillas de ruedas abandonadas en una sección remota del pantano. Sara sintió que la sangre se le helaba en las venas. Sabía que su hijo no usaba una silla de ruedas a tiempo completo, pero a veces la necesitaba para excursiones largas. Su corazón se hundió, pero un atisbo de esperanza se aferró a su alma.

La caravana de vehículos policiales se movilizó a toda velocidad hacia el lugar. Marcos y Sara los seguían de cerca, el silencio entre ellos más pesado que la noche. Al llegar, la escena que se desplegó ante sus ojos era sacada de una película de terror. Luces de vehículos parpadeaban sobre el agua del pantano, proyectando sombras fantasmales sobre el lodo. En el agua, parcialmente sumergidas, estaban las sillas de ruedas. Siete en total, dispersas en un semicírculo casi deliberado. Sus armazones de colores brillantes, rosa, azul, verde y púrpura, contrastaban brutalmente con los marrones y verdes del pantano. Algunas estaban dobladas, los reposapiés rotos.

La detective Ramírez los detuvo antes de que pudieran acercarse más. “Ya han sido colocados en bolsas para cadáveres”, dijo. Sara observó con horror cómo dos bolsas negras eran transportadas a través del difícil terreno. Una de ellas era notablemente más pequeña que la otra. El corazón de Sara se hizo un puño. No podía ser. Justo en ese momento, otra pareja llegó. David y Elizabeth Jiménez, padres de Sofía, una de las compañeras de Iker. “Esa es la mochila de Sofía”, gritó Elizabeth, señalando un objeto sobre la lona de la evidencia. David se desplomó de rodillas en el barro, un grito de dolor primordial escapando de su garganta.

La detective Ramírez regresó a donde estaban Sara y Marcos, su rostro grave. “Hemos hecho una identificación preliminar de una de las víctimas como Sofía Jiménez“, dijo. “La otra parece ser la señorita Johnson, una de las maestras”. Sara sintió una ola de alivio vergonzoso, una emoción que la golpeó con una culpa nauseabunda. La detective continuó su relato, confirmando las peores sospechas. “Ambas víctimas muestran signos de heridas de bala de ejecución en la cabeza. Esto no fue un accidente”. Las sillas de ruedas, dijo, fueron dañadas intencionalmente, lo que sugería que los secuestradores ya no las necesitaban. La implicación era clara y escalofriante: los niños restantes probablemente seguían vivos.

La demanda de rescate y la traición de la FGR

Horas más tarde, la historia había estallado en las noticias nacionales. Con el titular sensacionalista: “Niños discapacitados, secuestrados, dos encontrados muertos en los humedales de Tabasco”. La FGR había tomado oficialmente la jurisdicción del caso. El agente especial Domínguez, un hombre con el ceño fruncido y un enfoque directo, anunció una conferencia de prensa en la que confirmaba el hallazgo de los dos cuerpos. Los reporteros gritaban preguntas: ¿Fue terrorismo? ¿Hubo demandas de rescate?

De vuelta en la sala de conferencias, el agente Domínguez no perdió el tiempo. “Hemos recibido una demanda de rescate”, anunció. Un mensaje de correo electrónico exigía 2 millones de dólares en efectivo en las próximas 24 horas a cambio del regreso seguro de los niños. El mensaje era clínico y aterrador: “Tenemos a sus hijos. Sofía Jiménez y Catherine Johnson fueron eliminadas para demostrar nuestra resolución. Los rehenes restantes serán liberados tras la recepción de 2 millones de dólares en billetes sin marcar”. El mensaje incluía una foto de los ocho niños restantes, incluido Iker. Sara lo vio, con su camiseta naranja, sin sus lentes, con la cara llena de lágrimas, pero indudablemente vivo.

El agente Domínguez explicó que la demanda había llegado inmediatamente después de que la noticia de los cuerpos fuera publicada en los medios, lo que sugería que los perpetradores estaban esperando el impacto psicológico de los asesinatos. La información financiera detallada en el correo electrónico sugería un conocimiento interno de la escuela. Las familias, sin dudar, se ofrecieron a pagar, pero el agente Domínguez fue claro. “Tenemos una política estricta contra los pagos de rescate. Décadas de experiencia han demostrado que pagar fomenta más secuestros y rara vez resulta en el regreso seguro de las víctimas”.

La declaración de la FGR, anunciando que no negociarían con secuestradores, fue transmitida en todas las cadenas principales. Sara sintió que la boca del estómago se le subía a la garganta. “Van a matar a otro niño”, susurró a su esposo. “Van a pensar que no los estamos tomando en serio”. El agente Domínguez trató de tranquilizarlos, explicando que era un procedimiento estándar para ganar tiempo mientras sus equipos trabajaban para localizar a los niños.

Pero el tiempo se acababa. El sol se alzaba sobre los humedales de Tabasco, iluminando la sombría escena del crimen. Las sillas de ruedas vacías, testigos silenciosos de una crueldad inimaginable, se erguían sobre el agua. “Aún está vivo”, susurró Sara. “Lo sentiría si no lo estuviera”. Y mientras las fuerzas del orden se movilizaban para una nueva búsqueda, el agente Domínguez, junto con la detective Ramírez, reveló una teoría de trabajo que podría cambiar todo. La evidencia apuntaba a que alguien con conocimiento interno de la escuela estaba involucrado, y el hecho de que el profesor Solís se hubiera quedado atrás no era una coincidencia.

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