
La Cordillera del Viento no perdona la arrogancia. Es un vasto altar de roca, hielo y silencio perpetuo que se extiende por la columna vertebral de América del Sur. Para los montañeses, es un ser vivo; hermoso, sí, pero cruel, capaz de sonreír con sus picos nevados mientras esconde secretos en sus glaciares.
En 2014, tres jóvenes universitarios, llenos de la confianza ciega que otorga la juventud, decidieron poner a prueba esa majestad. Para Javier, Mateo y Sofía, no era un desafío; era una peregrinación, la culminación de años de entrenamiento. Eran amigos de la infancia, y esta sería su última gran aventura antes de graduarse.
Javier era el líder natural, el optimista. Mateo era el ancla, el metódico, el que revisaba las cuerdas tres veces. Y Sofía era la fotógrafa del grupo, la que veía el mundo a través de una lente, buscando la toma perfecta, la que documentaría su triunfo.
Su objetivo: un circuito de ocho días a través del Paso Silencioso, una ruta peligrosa en la Cordillera del Viento, conocida por sus cambios climáticos repentinos. Era verano, enero en el hemisferio sur, y creían que el tiempo estaba de su lado.
El 10 de enero de 2014, dejaron su vieja camioneta en la base, firmaron el registro de la Gendarmería y se adentraron en el camino, sus mochilas cargadas con provisiones para diez días y la convicción de que la montaña era solo una fuerza a conquistar.
Esa fue la última vez que alguien los vio.
La primera señal de que algo andaba mal fue el 18 de enero. La camioneta seguía allí, cubierta por una fina capa de ceniza volcánica traída por el viento. Sus familias llamaron a la Gendarmería. El pánico inicial se desató.
La búsqueda y rescate (SAR) que siguió fue titánica. Se desplegaron helicópteros chilenos y argentinos. Cientos de voluntarios, perros rastreadores y expertos en glaciares peinaron cada sendero, cada grieta visible.
El problema era que la montaña no era un testigo cooperativo. A mediados de la semana de la desaparición, una tormenta de nieve inesperada, un fenómeno brutalmente rápido para el verano, golpeó la zona. No fue un temporal largo, pero fue lo suficientemente violento como para causar estragos. El viento barrió las laderas, las temperaturas cayeron en picado, y los equipos de búsqueda tuvieron que retirarse temporalmente.
Cuando volvieron, las condiciones habían cambiado. La nieve fresca había cubierto los senderos. Las grietas se habían sellado. Y lo más crucial: un desprendimiento de rocas masivo, provocado por la tormenta, había reconfigurado un cañón entero.
Después de dos semanas de búsquedas infructuosas, la Gendarmería se vio obligada a tomar una decisión dolorosa. Los tres amigos universitarios, bien equipados pero atrapados en condiciones extremas, fueron declarados oficialmente perdidos. El veredicto no oficial fue unánime: cayeron en una grieta o fueron sepultados por una avalancha de lodo y nieve. La Cordillera del Viento había reclamado sus almas.
Para los padres, la vida se convirtió en una agonía sin fin. La madre de Javier, la señora Elisa, se negó a aceptar el destino. Cada verano, regresaba a la base, encendiendo velas, convencida de que su hijo estaba vivo, esperando ser encontrado. El padre de Sofía, un hombre estoico, envejeció diez años en uno, su dolor consumido por la ambigüedad. No había cuerpo. No había funeral. Solo la tortura del “qué pasaría si”.
El Paso Silencioso se ganó su nombre de una manera nueva, convirtiéndose en un recordatorio constante de las almas que allí se perdieron. La historia de los “Tres de 2014” se convirtió en una leyenda de advertencia para los excursionistas.
Pasaron nueve años.
El año era 2023. El mundo había cambiado, pero la montaña no. Los glaciares seguían retrocediendo lentamente, revelando y enterrando secretos a su capricho.
Ricardo, un geólogo de 45 años, y su hijo adolescente, Leo, no buscaban fantasmas. Buscaban minerales raros y la verdad geológica de los Andes. Estaban en una ascensión técnica y legalmente permitida, pero se habían desviado de la ruta principal para explorar una cuenca alta y rocosa, conocida como el “Valle Olvidado”, un lugar tan remoto que la Gendarmería ni siquiera lo incluía en sus mapas de riesgo.
Fue Leo quien lo vio primero. Estaban descendiendo una pared de esquisto inestable cuando notó algo inusual en un saliente rocoso, protegido de los vientos predominantes, un lugar que ofrecía un refugio natural. Había un pequeño muro, construido toscamente con piedras planas y ramas secas, camuflado casi perfectamente con la roca.
“Papá, mira eso”, dijo Leo, señalando la anomalía. “Alguien ha estado viviendo allí. O ha muerto allí”.
Con cautela, Ricardo y Leo se acercaron al refugio, que se parecía más a un iglú de roca. La entrada era pequeña, forrada con ramas para sellar el frío. La tensión era palpable. Después de nueve años de leyendas, sabían que estaban a punto de cruzar una línea.
Con una patada, Ricardo derribó la entrada improvisada. El aire frío y denso que salió del interior olía a humedad, a óxido y a algo que su olfato reconoció de inmediato: un olor rancio y orgánico, el olor de la descomposición.
Lo que encontraron en el interior hizo que el estómago de Ricardo se encogiera. El refugio era pequeño, de unos cuatro metros cuadrados, apenas lo suficientemente grande para estar de pie.
Y no estaba vacío.
Encontraron tres sacos de dormir, ahora sucios y rasgados, colocados uno al lado del otro. Había latas de comida, totalmente oxidadas, que habían sido abiertas con un cuchillo y consumidas. Había una lámpara de gas y un pequeño hornillo. La escena era de supervivencia, de una existencia prolongada y desesperada.
Y allí, entre los sacos de dormir, encontraron los restos. Dos conjuntos de restos humanos, vestidos con ropa de montaña de la marca de 2014, acurrucados en sus sacos, fundidos con la tierra del fondo del refugio. Eran Javier y Sofía. La montaña no los había matado; el tiempo y el hambre lo habían hecho.
Pero lo más importante no eran los cuerpos. Era lo que había a los pies de Sofía: una pequeña libreta, con la tapa de cuero de color burdeos, protegida de la humedad por una bolsa de plástico transparente que había resistido el paso del tiempo.
Era el diario de Sofía.
La Gendarmería fue alertada. El antiguo detective de la división de montaña, el Capitán Ruiz, el hombre que había dirigido la fallida búsqueda de 2014, ahora jubilado, fue llamado de vuelta. Sus manos temblaban mientras sostenía el diario. Las familias fueron notificadas. La tortura de la incertidumbre había terminado, pero solo para ser reemplazada por un horror nuevo y metódico.
Los expertos forenses y el Capitán Ruiz se reunieron para reconstruir los nueve meses finales de las vidas de Javier y Sofía. El diario era el testigo silencioso.
El diario comenzó de forma normal: descripciones de la belleza del paisaje, quejas sobre las ampollas. Pero la entrada del 15 de enero de 2014 fue el punto de inflexión.
“Ventisca. No una tormenta normal, sino algo que parecía el fin del mundo. Nos metimos en las tiendas. Pensamos que sería el fin. Pero no lo fue.”
“16 de enero. El problema no es la nieve. Es la roca. El desprendimiento fue masivo. El cañón está sellado. Hay diez metros de rocas y tierra en el único camino de vuelta. Estamos atrapados. Javier dice que el equipo de búsqueda nos encontrará. Mateo está haciendo cálculos. Dice que tenemos comida para unos 20 días si racionamos. Miércoles.”
“22 de enero. Hemos construido el refugio. Es más seguro que la tienda. Mateo es brillante; encontramos el saliente de roca. El sol nos da unas pocas horas al mediodía. La radio murió. Las baterías no aguantaron el frío. Javier mantiene el ánimo. Yo estoy documentando todo. Todavía puedo oír los helicópteros a veces, pero muy lejos. Están buscando en el lugar equivocado.”
“3 de febrero. Han pasado tres semanas. La comida es mínima. La desesperación es una sombra que no podemos sacudir. Mateo está obsesionado con la luna. Se ha pasado las últimas 48 horas en silencio. Javier y yo estamos racionando el último paquete de galletas. Si no nos encuentran pronto, el milagro de haber sobrevivido al alud se convertirá en una burla.”
“15 de marzo. No hay helicópteros. No hay búsqueda. Se han rendido. La realidad es un martillo constante en nuestros cerebros. Estamos solos. Completamente. El frío es terrible por la noche. Hemos quemado todo lo que podíamos. Estamos comiendo el cuero de nuestras botas, hirviéndolo para sacar un poco de sabor.”
Las entradas se hicieron menos frecuentes, más erráticas. Sofía escribía sobre el hambre, sobre el sonido del viento que parecía llevar voces. Escribía sobre los sueños lúcidos de sus padres, las comidas calientes.
“12 de abril. Hoy discutimos. Mateo dijo que la carne de oso está justo ahí. Miró a Javier. No. No podemos caer tan bajo. No somos animales. Javier rompió el último hacha. La discusión se detuvo. El silencio es la peor arma aquí.”
“29 de mayo. El invierno ha llegado en serio. La nieve lo ha cubierto todo de nuevo. Llevamos semanas sin ver el sol. La comida se ha terminado. No hay nada. Solo agua de nieve. Mi mente ya no es mía. Javier y yo hablamos poco. Mateo… Mateo ya no habla en absoluto. Se sienta en la esquina y mira fijamente el exterior. No sé qué ve.”
“10 de junio. Mateo dijo que había visto una luz. No le creo. Dijo que vio a un hombre. Dijo que el hombre se fue por el camino del río. No quiere morir aquí. Nos dijo que iba a intentar salir. Intentamos detenerlo. Pero su fuerza era… la fuerza de la locura. Se fue. Se fue sin botas, sin chaqueta, gritando que la montaña lo llamaba. Lo vimos desaparecer en la nieve. Javier lloró. Lloró por él y por lo que esto significa para nosotros.”
La entrada del 11 de junio era corta, apenas legible. “Mateo se ha ido. El silencio es peor ahora. El frío es peor. Solo quedamos dos. No puedo…”
La última entrada, la que hizo que el Capitán Ruiz y los forenses guardaran un silencio respetuoso, fue escrita días después, el 17 de junio. Era un garabato frenético, una mancha de tinta que ocupaba toda la página. “Javier se ha ido. El hambre… me quemó. El refugio… ¡Hay algo fuera! ¡Viene! Me está mirando por el hueco… ¡No! ¡No soy yo! ¡No! ¡No!”.
El diario se detuvo abruptamente. Sin firma. Sin punto final.
La investigación final confirmó la verdad. Los tres amigos no murieron por la avalancha, sino por el aislamiento y la desesperación. El “Valle Olvidado” se había convertido en su refugio, su prisión y su tumba.
El examen forense de los restos de Javier y Sofía mostró signos claros de inanición severa y muerte por exposición. Y la evidencia más desgarradora fue que, a pocos metros del refugio, encontraron la evidencia de lo que Sofía había escrito en su pánico: marcas de garras de un puma, atraído por el olor de los cuerpos. El refugio, que los había salvado de la naturaleza, los había entregado a un depredador en sus momentos finales.
¿Y Mateo? El tercer conjunto de restos nunca fue encontrado en el refugio. La Gendarmería organizó una nueva búsqueda del cuerpo de Mateo en el cañón del río que él había intentado seguir en su locura.
El caso de los “Tres de 2014” se resolvió. No fue un accidente. Fue una supervivencia de nueve meses seguida de una muerte lenta, cruel y solitaria, todo registrado en un diario que esperó pacientemente nueve años a ser encontrado, para contar el verdadero horror de la Cordillera del Viento.