El 12 de junio de 1968, en pleno apogeo de la Guerra Fría, la sombra de la paranoia y el misterio se cernía sobre el Caribe mexicano. El cañonero “Benito Juárez”, un buque de la Armada de México, surcaba las tranquilas aguas de la costa de Yucatán en una misión rutinaria. A bordo, el joven marinero Roberto Castillo se encontraba en la flor de su vida, con 24 años, un futuro prometedor y una esposa a la que adoraba. Su carta de la noche anterior, en la que hablaba de un futuro juntos, de comprar un vochito y de la esperanza de tener un hijo, nunca llegó a su destino. Roberto Castillo desapareció.
La Mañana Que el Mar se Tragó a un Hombre
A las 10:15 a.m., durante una revisión de equipo de rutina, Roberto fue reportado como desaparecido. Los testigos juraron que un momento antes había estado de pie cerca de la popa, pero cuando un compañero fue a buscarlo, solo encontró la cubierta vacía y el horizonte infinito. No se escuchó ningún grito, ni un chapuzón. Simplemente se esfumó. El oficial de turno, sorprendido y aturdido, había hablado con él minutos antes. El mar estaba en calma, casi como un espejo. Los vientos eran suaves, y no había ninguna razón para que un marinero experimentado como Roberto se cayera por la borda.
Inmediatamente, se desató una búsqueda frenética. Helicópteros despegaron desde la costa. Botes salvavidas peinaron un área de más de 20 millas cuadradas. Durante 72 horas, la Marina buscó cualquier rastro: un chaleco salvavidas, una bota, una prenda de su uniforme, su cuerpo. No encontraron absolutamente nada. El informe oficial calificó el incidente como un accidente: “perdido en el mar, presunto ahogado”. Pero los hombres del “Benito Juárez” sabían que esa versión no encajaba.
Las Notas de un Alma Acosada
Con el caso oficialmente cerrado, los investigadores examinaron las pertenencias de Roberto. Su taquilla contenía los objetos típicos de un marinero: un uniforme doblado, un kit de afeitar y una brújula de bolsillo que su padre, un pescador de Veracruz, le había regalado. Pero debajo de una manta, descubrieron un pequeño diario de tapa negra, con las páginas manchadas de agua salada. Las primeras entradas eran banales: bocetos del litoral, notas sobre las guardias. Pero a medida que pasaban las semanas, el tono se oscurecía. La letra se volvía más nerviosa, como si cada palabra fuera arrancada con dificultad.
“Las voces llegan después de la medianoche,” escribió en una página. “Se levantan con la marea. Nadie más las escucha, solo yo.” En otra, describía pasos en la cubierta cuando estaba solo y el sonido de botas arrastrándose más allá de la puerta de su camarote. Hablaba de sueños vívidos en los que era arrastrado bajo las olas y se despertaba jadeando por aire. El pasaje más escalofriante venía tan solo tres días antes de su desaparición: “Ellos siguen al barco. Los veo cuando la luna está baja, formas justo debajo de la superficie. Esperan y cuentan. Creo que me están esperando a mí.”
La Marina descartó las entradas del diario como el producto de estrés y fatiga. Sin embargo, los marineros que habían navegado con él no estaban de acuerdo. El diario capturaba la inquietud que todos habían sentido a bordo, pero que nunca pudieron nombrar. El silencio de las gaviotas, el extraño comportamiento de sus instrumentos, la niebla que aparecía sin previo aviso. Para la Marina, el diario era una prueba de desequilibrio mental. Para los hombres del “Benito Juárez”, era una advertencia.
Un Legado de Silencio y Leyenda
Para su esposa, la noticia de la desaparición de su esposo fue un golpe devastador. Solo llevaba un año casada, y los oficiales de uniforme que llegaron a su puerta con un informe de “presunto ahogado” y sin restos recuperados dejaron un vacío que ninguna ceremonia podría llenar. El último mensaje de Roberto, la carta que nunca envió, se convirtió en una reliquia para ella. A pesar de los años, su lado de la cama permaneció vacío.
La madre de Roberto, una mujer de carácter fuerte, se negó a aceptar el veredicto oficial. En el funeral, declaró que “no se cayó, algo se lo llevó”. Su convicción se convirtió en una carga para la familia. Algunos aceptaron la pérdida. Otros se aferraron a la idea de que la desaparición no fue un accidente.
A medida que las décadas pasaban, el caso de Roberto Castillo se convirtió en un mito. Los marineros hablaban de él con una mezcla de respeto y miedo. “La Corriente de Castillo,” la llamaban, una fuerza silenciosa que se decía que arrastraba a los barcos y que hacía que las brújulas se volvieran locas. Se rumoreaba que su espíritu vagaba, esperando para reclamar a otros. En los bares de los puertos del Golfo de México, las historias se multiplicaban: una figura solitaria vestida de blanco vista de pie sobre las olas durante una tormenta, un buzo que se negó a volver a sumergirse después de escuchar una voz susurrando su nombre a través de la estática de su radio.
El Mar Habla Después de 50 Años
El 12 de junio de 1993, en el 25 aniversario de su desaparición, una tormenta de origen desconocido se desató en la zona donde Roberto se había perdido. Pescadores y marineros que se encontraban en el área contaron historias de haber visto una figura solitaria vestida de blanco, inmóvil en el agua, iluminada por los rayos. Lo llamaron “el fantasma de Castillo”. Para la Marina, era solo una historia más. Pero para la familia de Roberto, era una señal de que no lo habían olvidado.
Luego, a mediados de la década de 1990, con el colapso de la Unión Soviética, los archivos de la Guerra Fría comenzaron a desclasificarse. En 2018, en el 50 aniversario de la desaparición, un grupo de buzos que exploraban un tramo de arrecifes en la zona donde se perdió el “Benito Juárez”, encontraron un hallazgo que haría temblar los cimientos de la versión oficial.
A 60 metros de profundidad, atascada entre los corales y el lodo, yacía una pequeña cámara sellada. En su interior había una serie de diarios, no el de Roberto, sino de otros marineros del “Benito Juárez”. Las entradas eran escalofriantes. Hablaban de objetos voladores no identificados que entraron y salieron del agua, de luces extrañas en las profundidades y de señales de radio que no podían ser explicadas. Los diarios revelaban que la tripulación había sido testigo de un fenómeno inexplicable y que la Marina había emitido órdenes estrictas de silencio.
Pero el hallazgo más perturbador no fueron los diarios. A pocos metros, los buzos encontraron un conjunto de grilletes metálicos, del tipo utilizado para asegurar carga pesada. Y en el mismo sitio, lo que parecía ser una bala de un arma de la Marina. Esto sugería no solo que el marinero había sido testigo de algo que no debía ver, sino que su desaparición no había sido un accidente. Roberto Castillo había sido silenciado.
La Verdad Oculta en las Profundidades
El descubrimiento reabrió el caso de Roberto Castillo. La historia que la Marina había intentado enterrar durante medio siglo resurgía. Roberto no había caído al mar por accidente. Había sido testigo de algo que no debía ver, algo que puso en peligro la versión oficial de la Marina sobre eventos no identificados en el mar. Y alguien en el barco lo había obligado a guardar silencio.
La pregunta que queda es: ¿qué fue lo que Roberto vio? ¿Y quién lo mató? El caso ha sido reabierto y el público exige respuestas. La historia de Roberto Castillo es un recordatorio de que el mar no solo se traga a los hombres, sino también la verdad, a menos que alguien sea lo suficientemente valiente como para ir a buscarla. La historia de Roberto Castillo no fue solo la de un marinero perdido, fue la de un hombre que se topó con un secreto que la Marina y el océano estaban decididos a ocultar. Y al final, el océano, con sus misterios insondables, fue el que reveló la verdad.