10:42: La Hora Congelada. La Historia de Francisco y Eliane, la Pareja que Desapareció en Chichén Itzá

En aquel bochornoso julio de 2001, el silencio de la sierra de Oaxaca fue reemplazado por el bullicio de los mercados en Mérida, en el corazón de Yucatán. Era el primer viaje de Francisco y Eliane y, quizás para ellos, el único. Habían salido de su pueblo cerca de Tlacolula con una sola maleta, ropa bien planchada y el corazón lleno de expectativas. El olor de la península era otro: más humedad, menos polvo de montaña. Pero todo parecía un escenario posible para los sueños que habían guardado durante tanto tiempo.

Francisco Reyes Santos, de 32 años, campesino desde los 14, era un hombre de pocas palabras. Tenía las manos marcadas por el trabajo de la tierra y una mirada curiosa hacia lo que estaba fuera de su alcance. Le gustaban los mapas y escuchar en la radio las historias de otras ciudades. Guardaba una pequeña caja con recortes de revistas antiguas: fotos de playas, ciudades y ruinas. Pero entre todas, una imagen se repetía: El Castillo, la gran pirámide de Chichén Itzá. Para él, ese lugar era más que un punto turístico. Era una promesa.

Eliane Cruz Batista, de 28 años, dedicada y cariñosa, era su opuesto. Hablaba mucho, reía con facilidad, se conmovía con facilidad. Había coleccionado desde la adolescencia imágenes del mar Caribe y de la propia pirámide. Decía que si un día veía todo aquello de cerca, volvería a casa completa. Y cuando Francisco le prometió que la llevaría, ella le creyó.

Tardaron años en juntar el dinero. El viaje en autobús desde Oaxaca fue largo y agotador. Optaron por quedarse cinco días en Mérida, alojados en una modesta posada cerca de la estación. Habitación pequeña, ventilador de techo, café sencillo. Pero para ellos, todo era hermoso. El primer día caminaron por el Paseo de Montejo, comieron cochinita pibil en el mercado y tomaron fotos con una cámara desechable. El segundo día, 15 de julio, se despertaron temprano. Hoy era el día.

Francisco se puso pantalones de mezclilla y una camisa blanca. En la muñeca, llevaba el viejo reloj de cuero heredado de su padre. Eliane eligió un vestido floral ligero. Antes de salir, miró su bolso marrón sobre la cama, revisó el cepillo, la cartera y el folleto turístico de Chichén Itzá que había cogido en la terminal. Subieron juntos en un autobús lleno de turistas hasta el sitio arqueológico.

Mientras esperaban en la fila para los boletos, un turista de Guadalajara se ofreció a tomarles una foto con El Castillo al fondo. Francisco sostenía a Eliane por la cintura. Ella sonreía. Detrás, la pirámide de Kukulkán se alzaba bajo un cielo nublado. Era la imagen de una conquista, el sueño de toda una vida estampado en un instante. La foto fue tomada alrededor de las 10 de la mañana.

Poco después, un vendedor de artesanías los vio analizando el folleto con atención. El panfleto, de impresión barata, mostraba senderos laterales (sacbés) y “ruinas ocultas” poco conocidas. Una de esas rutas indicaba un templo alternativo, más aislado. Para Francisco, amante de los mapas, pudo parecer una ruta legítima. Poco después, desaparecieron entre los grupos. Una turista canadiense dijo haber visto a la pareja caminando hacia un sendero menor a la izquierda del observatorio, donde la selva comenzaba a cerrarse. Francisco iba delante, sosteniendo el papel. Fue la última vez que alguien los vio.

Esa noche, la dueña de la posada, Doña Dalva, se extrañó. La pareja no había regresado. Esperó hasta casi medianoche y llamó a la policía. Los agentes llegaron sin urgencia. Era común que los turistas se retrasaran o cambiaran de planes. Pero cuando entraron en la habitación y vieron la maleta cerrada, la ropa doblada y el bolso de Eliane sobre la cama —sin documentos, pero con su lápiz labial y cepillo— algo pareció fuera de lugar.

El boletín se registró sin prioridad. Una pareja oaxaqueña, turista, desaparecida en Yucatán. Al principio, nadie le dio importancia.

En Oaxaca, la noticia cayó como una bomba. La madre de Eliane, Doña Socorro, solo cerró los ojos y dijo: “Eliane no iba a desaparecer así. Me prometió que me avisaría todos los días”. En la fiscalía de Mérida, el caso quedó a cargo de un investigador joven. Hizo lo básico, pero con el creciente número de sucesos en la región, la desaparición de una pareja sin indicios de violencia no movilizó a nadie.

En la semana siguiente, finalmente comenzaron las búsquedas. Personal del INAH y la policía estatal subieron a Chichén Itzá con perros rastreadores y guías locales. Peinaron los accesos principales y los senderos oficiales. Nada. Ni un trozo de tela, ni una pertenencia, ni un rastro. Un guía local comentó: “Si se metieron a la selva, la posibilidad es mínima. El monte te traga sin masticar”.

La hipótesis más aceptada por los peritos fue inmediata: se perdieron. Se desviaron del sendero principal buscando una ruina alternativa y terminaron aislados. La selva maya, densa, calurosa y laberíntica, no perdona la desatención. Sin agua, el cuerpo se rinde rápido. Pero era solo especulación. No había cuerpos, no había vestigios. El caso perdió fuerza y el expediente de Francisco y Eliane fue guardado en un estante.

Para la familia, comenzó una espera sin reloj. Maria das Dores, la cuñada de Eliane, empezó a llevar un diario: “Día 1, desaparecieron. Día 2, nada. Día 3, radio. Día 4, silencio”. En Oaxaca, el hermano de Francisco dibujó un mapa de Chichén Itzá basándose en la foto e intentó trazar la ruta. Envió la carta a la fiscalía. Nunca obtuvo respuesta.

El reloj de Francisco en aquella foto, marcando las 10:42, se convirtió en el símbolo del tiempo que se detuvo con ellos.

Pasaron los días, los meses y los años. La ausencia de respuestas se transformó en una mezcla de rabia, tristeza y resignación. En 2003, dos años después, la bolsa marrón de Eliane seguía sobre una cómoda en casa de su madre, cubierta con un paño blanco. Nadie la tocaba. La casa también se había detenido en el tiempo.

La selva, mientras tanto, seguía creciendo. El sacbé lateral sin mantenimiento fue lentamente cubierto por la vegetación, como si la propia naturaleza hubiera decidido borrar lo que vio. Durante cuatro años, nadie más habló de Francisco y Eliane. Pero el tiempo, silencioso y denso, guardaba lo que los hombres habían olvidado.

El otoño de 2005 llegó húmedo a Yucatán. En una de esas mañanas de mayo, Osmar Cordeiro, un trabajador de mantenimiento del INAH, de 54 años, subió con su equipo para realizar un mapeo de los linderos del sitio. Osmar tenía la costumbre de desviarse de los senderos principales si veía algo extraño. “Donde no quieres que te vean es donde se esconde lo que nadie quiere encontrar”, solía decir.

Esa mañana, con la maleza húmeda hasta las rodillas, Osmar apartó unas ramas secas y vio lo que parecía una erosión. Pero había un hueco oscuro, la entrada a una pequeña gruta o cenote seco, semicubierto por hojas. Se agachó, encendió la linterna y entró con cuidado. La cueva era baja y húmeda. Dos metros más adelante, la luz encontró algo que no era piedra. Era una curva irregular, blanquecina. Al lado, otra. Y luego lo que parecían vestigios humanos parcialmente enterrados.

Osmar retrocedió lentamente. En menos de dos horas, el área estaba aislada. Los peritos llegaron por la tarde. La cueva tenía condiciones específicas que habían ayudado a preservar los restos. Confirmaron que había dos conjuntos de vestigios humanos. Y entre ellos, casi como una señal, un objeto pequeño, gastado, pero reconocible: un reloj analógico con correa de cuero oscurecida, agujas detenidas y esfera aún legible.

La pieza fue fotografiada y recogida. Uno de los agentes recordó en voz baja: “Hubo un caso antiguo de una pareja perdida por aquí”. Fueron a buscar el archivo. La carpeta 716D01, fechada en julio de 2001, “Desaparición de Francisco Reyes Santos y Eliane Cruz Batista”, fue reabierta.

La comparación con la foto adjunta —la pareja sonriendo, Francisco con el reloj en la muñeca izquierda— generó silencio. No había dudas. Era el mismo.

El análisis forense detalló los hallazgos. Al lado de los restos más pequeños, un pendiente oxidado de modelo simple. En la foto original, Eliane llevaba el mismo. Y junto a ellos, un pequeño milagro (amuleto religioso) de latón que la madre de Francisco reconoció después. No había señales de fractura por impacto o marcas compatibles con violencia directa. Todo indicaba un desenlace fatal por exposición, hambre, sed. La entrada de la cueva, escondida por la vegetación, reforzaba la hipótesis del aprisionamiento involuntario. Quizás se refugiaron allí del sol o la lluvia. Quizás, ya débiles, no pudieron salir.

Y el reloj, ese mismo que la familia señalaba, estaba parado a las 10:42. Exactamente la hora aproximada descrita por el testigo que los vio tomar el sendero lateral aquella mañana de 2001.

La noticia llegó a Oaxaca en una mañana de junio. El investigador Réges llamó a casa de la madre de Eliane. Con palabras sencillas, le dijo que habían encontrado restos en Chichén Itzá y que había fuertes indicios de que eran ellos. Al otro lado de la línea, hubo un largo silencio. Ella no lloró de inmediato. Solo murmuró: “Ella vio la pirámide. Entonces, ella la vio. Ahora puede descansar”.

Los objetos personales les fueron enviados por correo. Los restos permanecerían en Yucatán. Cuando la caja llegó a Tlacolula, la cuñada la abrió despacio. Dentro estaban el reloj de Francisco, el pendiente de Eliane y el pequeño milagro.

La familia celebró una pequeña ceremonia. Sobre una mesa con un mantel bordado, colocaron la foto ampliada de Chichén Itzá, el reloj en el centro y el pendiente al lado. No hubo entierro, ni lápida, ni velatorio. Pero la ausencia, por fin, tenía un contorno.

En la posada de Mérida, Doña Dalva, que había guardado el bolso de Eliane durante cuatro años, viajó en autobús a Oaxaca para entregarlo personalmente. Dentro, además del cepillo y el lápiz labial, había una nota doblada con la letra de Eliane: “No olvidar. Chichén a las 9. Ropa ligera, llevar agua y fruta”.

Francisco y Eliane no fueron noticia nacional. No tuvieron monumentos. Su historia quedó viva en los gestos de quienes los amaron: en el reloj que no volvió a andar, en la sobrina que recibió el nombre de Eliane, en el mural de una escuela local y en los pequeños altares domésticos. Fueron interrumpidos por un error geográfico, un mapa desactualizado y un refugio que se convirtió en trampa. No volvieron, pero su memoria, marcada a las 10:42, finalmente encontró un lugar donde descansar.

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