El 20 de noviembre de 2012, un autobús escolar lleno de risas se detuvo en las Grutas de Cacahuamilpa, Guerrero. Era el Día de la Revolución Mexicana, una fecha para celebrar la libertad, pero para once estudiantes de la preparatoria técnica Benito Juárez, se convirtió en el inicio de una pesadilla. Los jóvenes, hijos de familias trabajadoras de Taxco, famosos por su plata, se adentraron en las majestuosas cavernas, sin saber que se trataba de un viaje sin retorno. Nueve años de dolor y un caso cerrado más tarde, un hallazgo macabro y una investigación reabierta han destapado una verdad que muchos querían mantener enterrada para siempre: no se perdieron, fueron asesinados para proteger un oscuro secreto.
Una excursión que terminó en tragedia
Sebastián Morales, un joven de 17 años con los ojos brillantes y llenos de sueños, lideró a sus compañeros en la excursión. Mientras sus amigos bromeaban, él grababa la aventura con su teléfono, documentando lo que pensaba sería un recuerdo memorable. A las 4:30 p.m., el grupo se perdió en el sendero turístico. A las 6:15 p.m., cuando debían haber regresado, solo encontraron silencio. Los guías, Raúl Contreras y Amelia Estrada, dieron testimonios inconsistentes y las autoridades, tras meses de búsqueda infructuosa, cerraron el caso. Los 11 jóvenes se desvanecieron. El dolor se hizo eterno. La madre de Sebastián, Doña Esperanza Morales, envejeció 20 años en nueve; su cabello se volvió blanco de angustia. El padre de Paloma Herrera, Don Aurelio, vendió su taller para financiar búsquedas que nunca dieron resultado. En Taxco, el Padre Juventino Maldonado, párroco de la iglesia de Santa Prisca, ofició 11 misas sin cuerpos, consolando a familias que se aferraban a la esperanza de un milagro.
El hilo que la tierra no pudo ocultar
Nueve años después, el expediente de los 11 estudiantes era un fantasma que perseguía al detective retirado Miguel Ángel Sandoval. Era el único caso que nunca pudo resolver, una espina clavada en su conciencia que lo había llevado al retiro anticipado. Pero un día, el destino le dio una segunda oportunidad. Un espeleólogo aficionado encontró un teléfono celular parcialmente enterrado en una cámara no turística, a casi 2 km de donde se perdió el rastro del grupo. La calcomanía de los Pumas de la UNAM en la carcasa no dejaba lugar a dudas: era el teléfono de Sebastián Morales. A pesar de los años, los técnicos lograron extraer un video granulado en el que se escuchaba la voz de Sebastián diciendo: “Creo que nos desviamos del grupo principal. ¿Ven esa luz allá adelante?”. El video se cortaba abruptamente a los 17 segundos. Esa pequeña evidencia reabrió la herida y cambió el curso de la historia. Sandoval se enfrentó a la fiscal Carmen Orosco y le exigió reabrir el caso, convencido de que los muchachos no murieron por accidente.
La traición y el silencio cómplice
La muerte de Raúl Contreras, el guía, fue el siguiente eslabón de esta cadena de revelaciones. Su cuerpo fue encontrado en un hotel de Acapulco con una nota que decía: “No puedo seguir viviendo con esto, perdónenme”. Pero Sandoval, con su agudo instinto, detectó inconsistencias que lo hicieron dudar de un suicidio. La viuda, entre sollozos, le confesó que Raúl se había enfermado de culpa y que antes de irse le había dicho: “Hice algo muy malo hace mucho tiempo y ahora van a descubrirlo”. Y había mencionado un nombre: Don Silverio. El geólogo Dr. Fernando Castellanos le reveló a Sandoval que el sedimento en el teléfono de Sebastián era de los “salones perdidos,” una zona prohibida al público. El rompecabezas comenzaba a armarse. Don Silverio era un poderoso empresario, dueño de las concesiones turísticas de las grutas y, de forma aún más escandalosa, hermano del Padre Juventino Maldonado.
La verdad, por fin, sale a la luz
En una revelación que conmocionó a todo el pueblo, el Padre Juventino, abrumado por la culpa, confesó a Esperanza Morales que su hermano había asesinado a su hijo. Durante nueve años, él había sabido la verdad, pero su cobardía y el miedo lo habían mantenido en silencio. La madre, con el corazón destrozado, golpeó al sacerdote. Lo había engañado durante casi una década, consolándola mientras su propio hermano era el responsable de la tragedia. Por su parte, Sandoval obtuvo una memoria USB con pruebas irrefutables: fotografías de Don Silverio supervisando la instalación de equipo en una cámara secreta. La otra guía, Amelia Estrada, finalmente se quebró y confesó la verdad que había guardado durante 9 años por miedo a perder la vida: Don Silverio no solo manejaba el turismo, sino que procesaba drogas en un laboratorio subterráneo. Los estudiantes, sin saberlo, se habían topado con el lugar y habían grabado todo. “Los mataron para proteger la operación”, dijo la guía, confirmando el peor de los temores de los padres.
El macabro hallazgo y la justicia
Mientras Sandoval organizaba la evidencia para llevar el caso a las autoridades federales en la Ciudad de México, su teléfono sonó. Era el espeleólogo que había encontrado el teléfono. “Encontré algo más, algo terrible”, dijo, “Huesos, detective. Huesos humanos y ropa que parece de estudiantes.” La voz del hombre se quebraba al dar la noticia. Tras nueve años de silencio, el misterio de los 11 estudiantes estaba a punto de resolverse. El detective Sandoval se dirigió a las grutas para confirmar el macabro hallazgo que pondría fin a la agonía de las familias. Los restos de los 11 estudiantes, enterrados en las entrañas de la tierra, eran la evidencia final. Los sueños que se habían perdido en la oscuridad, las risas que se habían apagado demasiado pronto, la esperanza que se había mantenido viva a través del dolor, finalmente encontrarían paz. El caso de los 11 jóvenes de Cacahuamilpa es un recordatorio de que la luz siempre encuentra la manera de penetrar la oscuridad, incluso si tiene que esperar nueve años para hacerlo.