El pasado siempre encuentra la forma de regresar, especialmente cuando está enterrado tan profundamente como el miedo y la desesperación. En la idílica Ciudad de Las Flores, Oaxaca, el recuerdo de la desaparición de Elena Suárez, una niña de ocho años, en el verano de 1980, se había convertido en una herida que, aunque había cicatrizado, nunca había dejado de doler. Un caso cerrado por falta de pruebas, un expediente que guardaba el polvo de dos décadas de preguntas sin respuesta, y un padre, Ricardo Suárez, cuya vida se convirtió en un mapa de un bosque en el que se perdió a su hija.
La vida, sin embargo, tiene una extraña forma de entrelazar el pasado con el presente. El 18 de junio de 2007, 27 años después de que Elena se desvaneciera, una figura de plástico blanco fue desenterrada del corazón del Bosque Oscuro. El hallazgo, lejos de ser un simple accidente de construcción, se convirtió en el eslabón perdido de una cadena de horrores que se extiende por más de dos décadas. Un maniquí hecho con huesos humanos. El horror, apenas comenzaba.
La Reconstrucción de la Verdad
Arturo Jiménez, un joven operador de excavadora de 24 años, fue quien hizo el primer descubrimiento. Escuchó un crujido inusual, un sonido diferente al de la tierra o la roca. Se detuvo, saltó de su máquina y caminó hacia el agujero, solo para ver un objeto blanco y pálido que sobresalía del suelo. Junto a su capataz, Luis, y otros tres trabajadores, se toparon con lo que parecía ser un maniquí de la forma humana. Sin brazos. Con el cuello envuelto en alambre oxidado. Lo que Ramiro Domínguez, el trabajador más experimentado, dijo a continuación, se convertiría en una escalofriante confirmación. “Nadie entierra un maniquí a más de metro y medio de profundidad en el bosque. A menos que estén tratando de ocultar algo.”
Y lo que ocultaba era una verdad tan atroz, que el joven Arturo, al ver un pequeño hueso de la mano rodar detrás de un trozo de plástico roto, retrocedió y vomitó detrás de la excavadora. Ese hueso, raspado y cubierto de barro, estaba envuelto en una cinta rosa casi descolorida. Una cinta que un padre reconocería incluso con los ojos cerrados.
La subcomisario Sofía Morales, la oficial a cargo del caso, lo vio con sus propios ojos. Ella había sido una pasante en el mismo bosque, parte del equipo de búsqueda de una niña de ocho años desaparecida, Elena Suárez, en el verano de 1980. En ese momento, sus pasos recorrieron la hierba y la tierra en vano. Ahora, con una placa en el pecho, regresaba al mismo lugar donde la esperanza murió hace mucho tiempo.
Los especialistas forenses, vestidos con trajes de protección blancos, desenterraron una figura de plástico, en cuyo interior, todos los huesos estaban fijados en la posición correcta de las articulaciones humanas, como si alguien estuviera reconstruyendo un cuerpo completo. Un pedazo de vestido de algodón con flores moradas, descompuesto pero reconocible, coincidía con la descripción del vestido de Elena. Y el trozo de cinta envuelto alrededor del hueso de la mano, con una letra bordada a mano, la “E”, confirmó las sospechas. El cuerpo dentro de la figura era Elena Suárez. La confirmación del ADN, obtenida gracias a una muestra de sangre que su padre, Ricardo Suárez, había donado y que había sido almacenada cuidadosamente durante 27 años, fue del 100%.
El Patrón del Escultor
La historia de Elena Suárez estaba lejos de ser un simple caso de asesinato. El cuerpo de la niña mostraba signos de que había vivido un tiempo después de ser secuestrada. Un hueso de su brazo izquierdo roto y luego curado por sí solo. Un hueso de la mandíbula raspado con un ligero desplazamiento, lo que indicaba que había sido amordazada con tela o cuerda. No hubo lesiones internas, lo que sugiere que su muerte, probablemente por asfixia o paro cardíaco, no fue el final del plan, sino parte de una obsesión mucho más oscura.
El hombre detrás de esta atrocidad no solo había escondido un cuerpo, sino que había creado una obra de arte. La doctora Laura Monroy, la especialista forense, lo confirmó: “Quien hizo esto, quería crear una forma, una figura humana con huesos reales”. Era la firma de un asesino.
Esa misma tarde, al atardecer, Sofía Morales se dirigió a un lugar al que sabía que debía ir. La vieja puerta de madera de la casa de Ricardo Suárez se abrió. El hombre, de pie en el umbral, miraba fijamente una bolsa de pruebas que la mujer uniformada sostenía. Dentro, había un trozo de cinta rosa descolorida. “Es Elena, ¿verdad?”, dijo en voz baja. No era una pregunta. Era una confirmación, como si hubiera estado esperando esto durante mucho tiempo. Su esposa, María, permaneció inmóvil en el viejo sofá, cosiendo un vestido infantil de color morado. “Al menos ahora sabemos dónde está”, susurró. La resignación y el dolor se sentían en cada rincón de la casa. Pero el dolor, a menudo, es el catalizador de la acción.
A la mañana siguiente, Ricardo bajó al sótano. El mapa del Bosque Oscuro, las fotos de Elena, las declaraciones de testigos, todo estaba intacto desde 1981. Sacó una vieja fotocopia y le mostró a Sofía que él ya sabía que el hombre que se había incinerado en un incendio de 1988, no era Fernando Méndez. El hombre con el que se encontró la policía en el pasado, un hombre con un trastorno obsesivo por las “naturalezas muertas vivas”, había fingido su propia muerte. Y su plan no terminó con Elena.
La Cacería del Monstruo
Sofía Morales, una oficial que había visto el caso reabierto como una oportunidad para hacer justicia, comenzó a reconstruir la verdad. Siguiendo un rastro de un testimonio que en el pasado fue descartado, encontró a un hombre, Pedro Ramírez, quien había visto una camioneta plateada la mañana de la desaparición de Elena. El dueño del vehículo, Fernando Méndez, un artista creador de maniquíes, había fingido su propia muerte en 1988. En el informe del incendio, se había quemado un cuerpo, pero las pruebas de ADN revelaron que no era él. El cuerpo era de un hombre más joven y más bajo. Méndez, el escultor de la noche, se había hecho pasar por muerto.
La investigación de Sofía y Ricardo los llevó a una pequeña cabaña en lo profundo del Bosque de la Niebla, comprada en 1993 por un hombre llamado Carlos Mendoza, un nombre demasiado similar al de Fernando Méndez. En el jardín, había maniquíes de todos los tamaños, algunos tan altos como el pecho de un adulto, otros del tamaño de un niño de ocho años. Una vez más, la evidencia de una obsesión.
La policía estableció una vigilancia semipermanente. Durante tres días, las cámaras grabaron. El hombre salía cada dos días a comprar suministros, siempre pagando en efectivo. No tenía contacto con nadie. Sofía notó que los maniquíes infantiles cambiaban de posición cada día. “Está organizando, no exhibiendo”, pensó.
La cuarta noche, a la una y 18 de la madrugada, las cámaras infrarrojas grabaron al hombre arrastrando un marco de maniquí a un barril de metal, prendiéndole fuego. A la mañana siguiente, el equipo forense no encontró huesos humanos, ni rastros de ADN. Solo un marco quemado con el núcleo de espuma hinchado, una muestra de que Méndez estaba destruyendo evidencia.
Sofía ordenó una redada, pero Méndez ya no estaba. En la mesa de la cocina, había un tazón de cereal sin terminar, una cuchara inclinada en un plato de leche seca. Un par de zapatos cubiertos de barro húmedo yacían frente a la puerta trasera. Había un túnel, apenas lo suficientemente grande para que una persona se arrastrara, que conducía a un grupo de árboles podridos donde las cámaras de vigilancia no podían grabar. Y en la pared de la habitación, una frase escrita con carbón: “Mientras el modelo permanezca quieto, yo existiré”. Méndez se había ido.
La Promesa de un Padre
El caso de Elena Suárez, el maniquí de huesos, se había convertido en algo más grande. El fragmento de hueso carbonizado, de menos de dos centímetros de largo, que se encontró en las cenizas del barril, era de un niño menor de 12 años, no de Elena. Ricardo y Sofía se dieron cuenta de que no estaban lidiando con un solo crimen, sino con una cadena de acciones repetidas. Un monstruo había estado operando durante 27 años, y el sistema, al no encontrar una víctima, había permitido que siguiera libre.
La ira de Ricardo Suárez no era para la policía, sino para el monstruo que había convertido el dolor de un padre en objetos inanimados. “Usted tiene un maniquí que contenía el cuerpo de mi hija. Tiene ADN”, le dijo a Sofía en la estación de policía. “Este sistema ha permitido que un monstruo sobreviva 27 años. Y si ellos no van a buscarlo, yo iré”. Con un trozo de cinta rosa descolorida en el bolsillo de su camisa, salió de la habitación. “Perdí un hijo. No dejaré que le haga eso a nadie más”.
Sofía, inspirada por la determinación de Ricardo, regresó al laboratorio forense. Un nuevo análisis de las cenizas del barril le reveló el fragmento de hueso de un niño. Ella se reunió con Ricardo. Juntos, en el sótano de su casa, descubrieron la verdad. No era el caso de una sola niña, sino de una cadena de víctimas. Brenda Ortiz, una niña que había dejado de asistir a la escuela en 1984, se había desvanecido en los papeles. Su casa estaba a menos de dos kilómetros de donde se encontró el maniquí de Elena. Y en un viejo ático, encontraron una figura incompleta, con cabellos reales, sin quemar, sin tratar químicamente. El escultor de la noche había comenzado a trabajar en un nuevo modelo, pero algo se lo impidió.
Ricardo, con una chincheta roja en la mano, la clavó en el punto de la casa de los Ortiz en el mapa. Debajo, escribió una nueva línea: “Su nombre es Brenda Ortiz. Y aquí es donde volvemos a empezar”. La historia de la pequeña Elena Suárez, la niña que no solo desapareció, sino que fue convertida en una obra de arte macabra, había reabierto el caso de otro niño que nadie había buscado. Y en ese sótano, el mapa de una cacería para encontrar a un monstruo que había vivido en la oscuridad durante 27 años, apenas estaba comenzando a tomar forma.