
El aliento se hizo niebla. No era frío. Era miedo. O quizás la ausencia brutal de cualquier cosa que se sintiera como calor. Elisa no temblaba. Nunca. El viento gélido de la ciudad le mordía los pómulos, pero ella era roca.
El asfalto mojado olía a óxido y a traición.
Estaba en la cornisa. El piso cincuenta y cuatro. La ciudad era una caja de cristal partida a sus pies. Debajo, los coches se movían como insectos iluminados, sin propósito. Ella tenía un propósito. Uno final.
Se ajustó el guante. Cuero. Negro. Sentía el peso del cargador contra el costado. Un peso familiar. Reconfortante. Como una vieja deuda. Había pasado un año. O una vida entera. No importaba. El tiempo era una ilusión barata. Lo único real era el punto rojo en la palma de su mano. La cicatriz. El recuerdo. El ancla.
Ella no se llamaba Elisa. Ese nombre era una cáscara vacía, un nombre prestado para la mujer que vendía su precisión. La mujer que había perdido todo.
Dolor. El dolor era su motor. Una turbina quemando residuos de memoria. La imagen de la niña. El cabello de cobre. La risa de campana. Ausencia.
ACCIÓN.
Elisa se movió. No era una persona. Era una sombra esculpida por la necesidad. El movimiento fue una coreografía aprendida en sótanos oscuros, ensayada en la pesadilla. Sus botas de suela fina no hicieron ruido contra la chapa oxidada del techo. Avanzó hacia el respiradero. El objetivo estaba tres pisos abajo. Demasiado fácil. Eso la hacía desconfiar.
El aire vibró. Una vibración baja. De motor potente.
Se detuvo. Se pegó a la pared. El corazón le latió una vez. Fuerte. Luego se calmó. Disciplina.
El hombre estaba allí. Esperando.
No era el objetivo. Era el contacto. Su nombre era Sombra, y su existencia, un rumor. Se interpuso en el camino, su silueta diluida contra la luz de neón que anunciaba un casino en la calle de abajo.
—Llegas tarde —dijo Sombra. Su voz, gravilla. —Estoy aquí —respondió Elisa. Sus palabras eran cuchillos mellados. Directas.
Él no se movió. Sombra llevaba un abrigo de cachemira demasiado caro para un criminal. Su rostro era un mapa de viejas negociaciones, duro y sin arrepentimiento.
—El plan ha cambiado. —Lo sé.
Elisa ya sabía. Lo había sentido en el viento. Había detectado la micro-variación en el latido de la ciudad. El objetivo principal, Ares, había movido la pieza clave de su colección: la Unidad Fénix. Lo que ella buscaba. Lo que costó todo.
—Ares no está. —Me importa un carajo Ares.
Ella dio un paso adelante. Un gesto de poder puro. Yo decido. No tú.
—Lo que buscas no está en la caja fuerte. Está en su mano. Y él ha enviado a su perro.
Elisa se detuvo de golpe. El perro. Otro nombre viejo. Otro dolor.
EMOCIÓN.
Un escalofrío helado. No físico. La pupila se le dilató, tragando la luz, volviendo al túnel. El perro. El hombre que la había entrenado. El hombre que la había entregado. El hombre que le había quitado el cobre y la campana. Víctor.
El dolor era una mano. Una mano de hierro. Apretando.
Ella cerró el puño. Sus nudillos, blancos. No había planeado esto. No había entrenado para matar a Víctor. Su redención no podía construirse sobre una mentira tan grande.
Sombra pareció leer el conflicto en sus ojos, en la tensión de su mandíbula. —Él ha venido a cerrar el ciclo, Elisa. Y a custodiar la Unidad. Es una prueba para ti. O él, o la redención. El dolor solo se detiene cuando decides cortar la herida.
—Cállate. —Elisa desabrochó el seguro de su arma. El sonido fue seco. Definitivo. —Víctor dijo que no vendrías. Que eras débil. Que la niña… que su recuerdo te había oxidado.
Mentira. Sombra mentía para provocarla. Pero la palabra niña cortó el aire. Sangre.
ACCIÓN INTENSA.
Elisa no usó el respiradero. El plan de Sombra era lento. Ella no. La ventana de la oficina de Ares era doblemente blindada. Un reto. No, una invitación.
Corrió por la cornisa. Cuatro zancadas perfectas. Se lanzó al vacío.
Una caída controlada. La cuerda de fibra de carbono salió disparada de su muñeca. Agarre perfecto en el marco inferior de la ventana. Su cuerpo pendió del vacío. Cincuenta pisos de viento y luces. Ella era un péndulo.
Rompió el cristal. Un solo golpe. Preciso. El silenciador de la pistola se estrelló contra el punto débil del polímero. El cristal se quebró sin ruido de alarma. Solo un susurro de muerte.
Entró. Rodó. El aterrizaje fue perfecto. Agachada. Arma lista.
La oficina era una caverna de lujo. Mármol negro. Una vista total de la ciudad. Y Víctor.
DIÁLOGO QUE GOLPEA.
Víctor estaba de pie junto a un escritorio de ébano. Llevaba el mismo traje oscuro, sin arrugas. El mismo rostro de estatua. Solo los ojos habían cambiado. Eran más duros. Más vacíos.
—Elisa. —Su voz era un reconocimiento. Sin sorpresa. Sin emoción. —Víctor. —Elisa no podía pronunciar su nombre. Sabía a ceniza.
Silencio. Solo el zumbido de los servidores de Ares.
—Tu mano —dijo Víctor. Señaló la cicatriz. —Siempre supuse que esa mancha sería tu perdición.
—Es un ancla —respondió ella, sin bajar el arma. —Tú me quitaste el original. Ahora solo me queda el mapa.
—Vine a darte una oportunidad. Abandona esto. El poder de Ares es demasiado grande. —Ya lo hiciste una vez. ¿Me lo pides otra vez?
Elisa no apuntaba a su cabeza. Apuntaba a la caja de seguridad que Víctor protegía con su cuerpo.
—¿La Unidad Fénix? Es un algoritmo. No vale la vida que ya perdiste.
—Para ti es un algoritmo. Para mí es la prueba. La prueba de que el error fue tuyo. No mío.
Víctor suspiró. Un sonido cansado. —Estás buscando redención. No existe, niña. Solo existe la obediencia. Y el caos.
—Dime dónde está la Unidad. —Detente. —Él levantó la mano. —Te entregué porque fuiste descuidada. La niña… fue un efecto colateral.
Elisa sintió la puñalada. No física. El centro de su pecho se contrajo. Efecto colateral.
—¿Un efecto colateral? Tenía seis años. Y tú eras mi padre en la guerra.
—La guerra exige sacrificios. —Víctor desenvainó. No era una pistola. Era una hoja curva. Japonesa. El filo brilló con la luz de la ciudad. Un destello frío.
—No. El sacrificio fue solo mío.
ACCIÓN Y CLÍMAX.
Elisa disparó. No a él. Al escritorio. El proyectil rompió el mármol, desviando fragmentos hacia Víctor. Distracción.
Él fue rápido. Demasiado rápido. La hoja se acercó a su rostro. Ella se agachó. El aire le silbó en la oreja. La adrenalina era un fuego limpio.
Elisa no combatió con rabia. Combatió con precisión. Su poder radicaba en la calma.
Rodó bajo el barrido de la hoja. Se puso de pie. Disparó dos veces. A las rodillas.
Víctor era un maestro. A pesar de los disparos, el traje Kevlar detuvo los proyectiles. Pero el impacto lo desequilibró. Ella aprovechó el instante.
Dio un salto mortal hacia la caja fuerte. Víctor se recuperó, la hoja levantada.
—¡No! —gritó él. Por primera vez, había una grieta. Miedo.
Elisa no lo escuchó. Sus manos trabajaron en el teclado de la caja fuerte. No necesitaba la clave. Necesitaba el ritmo. El sonido de los dedos de Ares en los archivos. Un ritmo que había memorizado.
Click. Click-click. Click.
La caja se abrió.
Víctor se lanzó. La hoja volando. Elisa sacó un disco pequeño, del tamaño de una moneda. La Unidad Fénix. La verdad.
Él llegó hasta ella. La hoja se dirigió a su muñeca. La muñeca de la cicatriz.
Elisa no se movió para esquivar. Se movió para aceptar. Dejó que el filo la rozara. El dolor fue agudo, limpio. Un recordatorio.
Pero con la otra mano, soltó el arma. Y golpeó.
Un golpe en el punto ciego. Debajo de la mandíbula. Un golpe de hueso y músculo.
Víctor se desplomó. Sin ruido. Sus ojos, fijos. Pero vivos.
EMOCIÓN Y REDENCIÓN.
Elisa se quedó de pie. La sangre goteaba de su muñeca a la alfombra. Rojo contra negro.
Miró a Víctor. No sintió odio. Solo lástima. El hombre que la traicionó era solo otro peón. El dolor seguía ahí. El recuerdo seguía ahí. Pero la jaula se había abierto.
Ella tenía la Unidad Fénix. La verdad. Ares usaba ese algoritmo para borrar la evidencia de sus crímenes, para reescribir la historia de sus efectos colaterales. Incluyendo la muerte de una niña de cabello de cobre.
Elisa no la iba a usar para vengarse. El poder no era la destrucción.
Se acercó a la ventana rota. El viento seguía rugiendo. La ciudad seguía sin propósito.
Sostuvo el disco. No para venderlo a Sombra. No para publicarlo. Lo apretó contra la cicatriz.
Elisa se llamaría de nuevo Elisa. Y usaría el algoritmo. No para borrar el pasado, sino para corregir solo una cosa: la historia oficial de un accidente de tráfico. Para limpiar el nombre de su hija y restaurar la verdad para el mundo que ella merecía.
Dolor: Sí. El dolor de la pérdida era eterno. Poder: Sí. El poder de la verdad en su mano. Redención: No para el mundo. Solo para la niña. Y por fin, para ella.
Ella no tenía que ser la sombra de nadie más. La huida era silenciosa. Como la llegada. Dejó a Víctor solo en el mármol negro. Un maestro caído.
Elisa miró hacia el amanecer que rompía sobre el río. El cielo, un color gris acero, prometía un nuevo día.
Guardó el disco. Ajustó el guante sobre la herida.
Y la mujer que ya no temblaba, desapareció en el laberinto de cristal de la ciudad. Su propósito se había cumplido. El ciclo se había roto. La redención era un trabajo lento. Y acababa de empezar.