69 años después, la presa ‘escupe’ un Bel Air con el esqueleto del hacendado aún al volante.

En una fresca tarde de octubre de 2023, unos buzos aficionados en la presa Miguel Alemán, en el corazón de Valle de Bravo, Estado de México, hicieron un descubrimiento que resucitaría un misterio olvidado durante casi 70 años.

A solo 6 metros de profundidad, cubierto por décadas de lodo y vegetación acuática, yacía un Chevrolet Bel Air color azul turquesa, modelo 1954.

Pero lo que realmente heló la sangre en las venas de aquellos hombres fue lo que aún estaba sujeto al volante de ese automóvil. Eran los restos de un hombre, preservados en una tumba acuática que había guardado su secreto desde una noche de invierno de 1954.

El descubrimiento de este coche reveló la verdad sobre una de las desapariciones más misteriosas en la historia del Estado de México, poniendo fin a 69 años de preguntas, leyendas y un dolor familiar que se transmitió por generaciones.

El año era 1954. México vivía la época del “Milagro Mexicano”, y el campo prosperaba. En Valle de Bravo, una comunidad entonces mucho más pequeña y rural, todos conocían a Don Alejandro Villanueva Cortés.

Alto, con 1.83 metros de estatura, cabello negro siempre peinado con brillantina, un fino bigote bien recortado y penetrantes ojos oscuros, Don Alejandro era imposible de ignorar.

A sus 42 años, era dueño de la “Hacienda La Escondida”, una próspera propiedad ganadera y agrícola que se extendía por las colinas que rodeaban lo que entonces era solo el río Cutzamala, antes de la construcción de la gran presa.

Don Alejandro no era solo un hacendado rico; era un hombre de hábitos meticulosos, casi obsesivos. Se despertaba todos los días a las 5 de la mañana, tomaba su café de olla sin azúcar, leía “El Sol de Toluca” de principio a fin y solo entonces comenzaba sus rondas a caballo por la propiedad.

Su esposa, Isabela de Villanueva, era una mujer delicada de 28 años, de cabello oscuro ondulado que siempre recogía en un elegante moño. Tenían dos hijos: Alejandro Jr., a quien llamaban “Alex”, de apenas 6 años, y la pequeña Sofía, de 4.

La familia vivía en un imponente casco de hacienda, con amplios portales y azulejos de talavera, considerado uno de los más bonitos de la región.

Lo que pocos sabían era que Don Alejandro tenía un orgullo especial: su Chevrolet Bel Air azul turquesa, con placas del Estado de México. Era uno de los modelos más nuevos y lo había adquirido en la Ciudad de México ese mismo año.

El coche tenía asientos de vinilo bitono, un panel cromado y ese inconfundible olor a automóvil nuevo que Alejandro adoraba. Él mismo lo lavaba todos los sábados por la mañana, y ¡ay de quien tocara el vehículo sin su permiso!

Don Alejandro era conocido por su puntualidad casi militar. Si decía que llegaría a las 3, llegaba a las 3. No 3:05, no 2:55. 3 en punto. Esta característica haría que su desaparición fuera aún más incomprensible.

También era un hombre de palabra. En los negocios, un apretón de manos de Don Alejandro valía más que cualquier contrato firmado. Los trabajadores de la hacienda lo respetaban, aunque lo consideraban un patrón duro, exigente, que no toleraba la flojera.

Pero había otro lado de Alejandro que su esposa conocía bien. Era un padre cariñoso que, a pesar de la rigidez con la que manejaba los negocios, se derretía por completo cuando Alex y Sofía corrían a abrazarlo al final del día.

Tenía la costumbre de traerles pequeños regalos de la ciudad: un dulce de leche, un juguete sencillo, una flor para Isabela. Eran gestos pequeños, pero que revelaban a un hombre mucho más complejo que la fachada severa que presentaba al mundo.

La noche del 23 de agosto de 1954 comenzó como cualquier otro lunes en la Hacienda La Escondida. El día había sido típico del verano en las montañas:

seco, con una temperatura agradable de 18°C, cielo despejado y ese viento fresco que bajaba de los bosques de pinos al atardecer. Alejandro había pasado el día supervisando la cosecha de maíz, trabajando codo a codo con sus peones desde las 6 de la mañana.

A las 17:45, entró en casa, se lavó las manos en la pileta de la cocina, besó a Isabela en la frente y anunció que necesitaba ir a Toluca a resolver un asunto en la notaría. Dijo que volvería sobre las 20:00, máximo 21:00, para la cena.

A Isabela no le pareció extraño. Era común que Don Alejandro hiciera esos viajes rápidos a la capital del estado para resolver trámites de la hacienda.

Se cambió de ropa, vistiendo un pantalón de gabardina gris, camisa blanca de manga larga y su saco de lana marrón, a pesar de que no hacía tanto frío. Se puso sus botines de cuero negros, siempre impecablemente lustrados.

Cogió su cartera de piel, una cajetilla de cigarros “Faros” y las llaves del Chevrolet. Antes de salir, pasó rápidamente por el cuarto de los niños. Alex jugaba con sus soldaditos de plomo en el suelo y Sofía dibujaba en un cuaderno. Él alborotó el cabello del niño y le dio un beso en la cabeza a la niña.

A las 18:10, Alejandro arrancó el potente motor V8 del Bel Air. El ronroneo característico resonó por la propiedad. Tres vaqueros que aún estaban en el corral lo vieron salir por la tranca principal, saludando brevemente. El sol ya estaba bajo en el horizonte, tiñendo el cielo de naranja y rojo. Serían las últimas personas en verlo con vida.

El camino de tierra que conectaba la hacienda con la carretera a Toluca tenía aproximadamente 18 km. Era una vía traicionera para los estándares de la época, bordeada de árboles y con algunas curvas cerradas y peligrosas cerca de las márgenes del río Cutzamala.

Don Alejandro conocía cada metro de ese camino. Lo había hecho cientos, quizás miles de veces.

Lo que nadie sabía era que Alejandro nunca llegaría a Toluca esa noche. Y el silencio que comenzó en las horas siguientes duraría 69 años.

Cuando el reloj marcó las 21:30, Isabela comenzó a preocuparse. No era propio de Alejandro retrasarse. A las 22:00, le pidió a Joaquín, el capataz de la hacienda, que fuera a casa de algunos conocidos en Valle de Bravo para ver si había noticias.

Joaquín regresó a las 23:00 con información que hizo que el corazón de Isabela se acelerara: nadie había visto a Don Alejandro esa noche. La notaría en Toluca, por supuesto, estaba cerrada desde las 18:00. Ningún conocido o pariente había recibido su visita.

Alejandro simplemente se había desvanecido entre la Hacienda La Escondida y la carretera principal, en un trayecto de 18 km que podía hacer con los ojos cerrados.

Isabela no durmió en toda la noche. Sentada en el portal, envuelta en un rebozo, observaba el camino de tierra, esperando ver los faros del Bel Air aparecer en la oscuridad. Pero solo el silencio y la noche fría respondían a su vigilia. A las 6 de la mañana del martes 24 de agosto, tomó la decisión de llamar a la policía judicial.

La mañana siguiente trajo una movilización que la región rara vez había visto. La Policía Judicial del Estado de México, bajo el mando del comandante Antonio Moreira Pinto, un hombre experimentado de 53 años, inició inmediatamente la búsqueda. Pero había un problema: en 1954, los recursos eran limitadísimos.

No había helicópteros, cámaras de seguridad, teléfonos celulares ni ninguna tecnología moderna de rastreo. Lo que tenían eran hombres, caballos y la vieja técnica de peinar metro a metro.

El comandante Moreira Pinto dividió el camino entre la hacienda y la carretera en sectores. Cada sector sería inspeccionado por una cuadrilla de policías y voluntarios. Eran unos 40 hombres en total, incluyendo hacendados vecinos y campesinos que conocían y respetaban a Don Alejandro.

La primera teoría fue un ajuste de cuentas o un asalto. Quizás Alejandro había sido emboscado por bandidos o rivales. El campo mexiquense, aunque relativamente pacífico, tenía sus pistoleros.

Don Alejandro era conocido por llevar algo de dinero y el Bel Air era un automóvil codiciado. Pero esta teoría también tenía problemas. No había informes de actividad criminal en la región esa noche. Y, ¿por qué no habían encontrado el cuerpo o al menos el coche abandonado?

La segunda teoría fue un accidente. Quizás había perdido el control en alguna curva, especialmente en las cercanas al río. Pero cuando los equipos rastrearon esas áreas, no encontraron marcas de derrape, trozos de metal, cristales rotos ni evidencia de que un coche se hubiera salido del camino.

La familia de Alejandro estaba destrozada. Isabela apenas podía salir de la cama, aferrada a un rosario y rezando a la Virgen de Guadalupe. Alex, con solo 6 años, preguntaba todos los días cuándo volvería su papá.

Sofía, aún más pequeña, lloraba pidiendo a su padre a la hora de dormir. Los padres de Alejandro, que vivían en un rancho cercano, envejecieron años en cuestión de días.

Los periódicos de la época cubrieron la desaparición: “Misteriosa Desaparición de Próspero Hacendado”, titulaba “El Sol de Toluca”. Pero sin cuerpos ni pruebas, la historia perdió fuerza después de dos semanas.

El comandante Moreira Pinto trabajó incansablemente en el caso durante tres meses. Interrogó a todos, verificó registros, buscó movimientos sospechosos de dinero. Nada. Era como si Alejandro Villanueva Cortés y su Bel Air turquesa se hubieran sido tragados por la tierra.

Sin embargo, había un detalle que incomodaba profundamente al comandante. Un detalle pequeño, casi insignificante. El día después de la desaparición, un pescador llamado Miguel Augusto informó haber escuchado la noche del 23 de agosto,

alrededor de las 19:00, un “gran estruendo” viniendo de la dirección del río, cerca de un área a unos 10 km de la hacienda. Lo describió como un “golpe metálico y un gran chapoteo”, seguido de silencio.

Miguel estaba pescando en una curva del Cutzamala cuando oyó el sonido. No le dio importancia, pensando que podría ser una roca desprendiéndose. Pero cuando supo de la desaparición, el recuerdo de ese sonido volvió a atormentarlo. El comandante Moreira Pinto se tomó la información en serio.

Organizó una búsqueda en esa área específica del río. Reclutaron buzos improvisados, jóvenes valientes que sabían nadar bien. Se sumergieron docenas de veces, pero el Cutzamala era turbio, con corriente fuerte y visibilidad casi nula. Después de cinco días de intentos frustrados y sin equipo adecuado, las búsquedas acuáticas fueron suspendidas.

Los meses se convirtieron en años. 1955, 56, 57. La vida continuó.

Isabela nunca se volvió a casar. Asumió la administración de La Escondida con una determinación feroz, como si mantener la propiedad funcionando fuera una forma de mantener vivo a Alejandro.

Murió en 1992, a los 66 años, sin saber nunca qué le había pasado a su marido. Hasta el final, mantuvo el dormitorio de la pareja exactamente como Alejandro lo había dejado.

Alex Jr. se convirtió en abogado y dedicó parte de su carrera a intentar descubrir qué le había pasado a su padre, contratando investigadores privados. Todas las pistas llevaban a callejones sin salida. Sofía se casó y se mudó, pero nunca olvidó aquel último beso en la cabeza.

En Valle de Bravo, la desaparición de Don Alejandro se convirtió en leyenda urbana. Algunos decían que había huido con una amante a Argentina. Otros susurraban que había sido “levantado” por gente peligrosa. Pero quienes conocían a Alejandro sabían que nada de eso tenía sentido.

Y entonces, algo sucedió que cambiaría todo. En la década de 1960, el gobierno impulsó la construcción de la presa Miguel Alemán. El proyecto represaría el río Cutzamala para generar energía y crear el vasto lago que hoy conocemos.

La obra inundó miles de hectáreas, incluyendo grandes tramos de la antigua carretera que conectaba la hacienda con Toluca. El paisaje cambió por completo.

Y con esa transformación, cualquier evidencia física que pudiera existir sobre el destino de Alejandro quedó cubierta por metros y metros de agua. La respuesta estaba allí abajo, esperando pacientemente.

El 12 de octubre de 2023, 69 años después, Marcelo Alves Costa, Bruno Henrique Santos y Rafael Campos Lima practicaban buceo recreativo en la presa. Habían elegido una zona inexplorada, cerca de lo que antiguamente eran las márgenes de la vieja carretera, guiados por un sónar.

Alrededor de las 14:30, Marcelo se sumergió para verificar una formación que apareció en su pantalla. La profundidad era de unos 6 metros. Fue entonces cuando lo vio. Primero pensó que era solo una estructura cubierta de lodo. Pero al acercarse, su corazón casi se detuvo. Era un automóvil antiguo.

Llamó a sus compañeros. Usando sus manos enguantadas, comenzaron a retirar cuidadosamente el lodo. Debajo de la capa de suciedad, apareció un color: azul turquesa. Vieron la parrilla cromada y la inconfundible silueta de un Bel Air.

Pero lo que los hizo emerger rápidamente, sin aliento y en estado de shock, fue lo que había dentro. A través del parabrisas cubierto de algas, distinguieron una silueta. Todavía sujeta al volante, había restos mortales humanos.

La Fiscalía General de Justicia del Estado de México fue llamada inmediatamente. La operación de rescate llevó dos días. El 14 de octubre de 2023, bajo la mirada de docenas de curiosos y reporteros, el Chevrolet Bel Air azul turquesa fue izado lentamente de las aguas oscuras.

La visión era macabra. El coche estaba sorprendentemente entero, como una cápsula del tiempo sumergida. Cuando abrieron la puerta del conductor, el agua represada comenzó a salir. Y allí estaba la osamenta casi completa. Fragmentos de tela de su saco marrón, restos de una camisa blanca, botines de cuero preservados por la falta de oxígeno.

La pericia fue minuciosa. Dentro del vehículo encontraron una cartera de piel deteriorada, pero con documentos parcialmente legibles. Una cajetilla de cigarros “Faros”. Y lo más importante: una licencia de conducir.

Cuando lograron limpiarla y leerla, el nombre confirmó lo que muchos sospechaban: Alejandro Villanueva Cortés. El número de chasis del vehículo coincidía. Era exactamente el Bel Air que había desaparecido 69 años atrás.

El análisis forense de los restos reveló detalles cruciales. El esqueleto era compatible con un hombre de unos 40 años y 1.80 m de altura. No había signos de traumatismo craneal, perforaciones de bala o fracturas que indicaran violencia.

La posición del cuerpo, aún tenso contra el volante, sugería que la persona estaba consciente e intentando controlar el vehículo en el momento de la sumersión.

Pero fue el análisis de la mecánica del coche lo que resolvió el misterio. Un perito mecánico especialista en vehículos antiguos examinó el Bel Air. Su conclusión fue reveladora: el sistema de dirección del vehículo presentaba una falla catastrófica.

La columna de dirección tenía un punto de ruptura exactamente donde se conectaba al mecanismo de las ruedas delanteras. Una falla de fabricación que solo sería descubierta y corregida por Chevrolet años después.

La teoría que emergió de la pericia era devastadora en su trágica simplicidad.

Alejandro conducía por la carretera, probablemente a unos 50 km/h, cuando llegó a una de las curvas peligrosas cercanas al río. En ese momento, la columna de dirección falló. El volante simplemente giró en el aire, perdiendo toda conexión con las ruedas.

Alejandro tuvo, quizás, tres segundos para reaccionar antes de que el pesado coche saliera del estrecho camino de tierra y se precipitara directamente al río Cutzamala. La distancia entre el camino y la orilla del río en ese punto era de solo unos 3 metros, con una pendiente pronunciada.

El Bel Air habría caído casi verticalmente al agua, hundiéndose rápidamente debido al peso del motor V8. La corriente del río habría empujado el coche a aguas más profundas, lejos de la orilla.

Alejandro probablemente intentó abrir la puerta, pero la presión del agua lo hizo imposible. Las ventanillas, que se abrían con manivelas, probablemente se atascaron con el impacto. Atrapado dentro, con el agua entrando rápidamente, Alejandro habría tenido solo unos minutos antes de perder la conciencia.

Fue una muerte solitaria, aterradora y rápida. El “gran estruendo” que el pescador Miguel había oído a las 19:00 era casi con certeza el sonido del Bel Air golpeando el agua. La ubicación coincidía perfectamente. Pero en 1954, sin sónar y sin equipo de buceo adecuado, era imposible encontrarlo. Y años después, la presa lo cubrió todo.

Alex Villanueva Jr., que en 2023 tenía 75 años, fue llamado para identificar los objetos personales. Sostuvo la cartera de piel de su padre, ahora dura y manchada, y rompió a llorar. 69 años esperando respuestas.

Sofía, con 73 años, dijo a los periodistas: “Durante toda mi vida, me pregunté si mi padre nos había abandonado. Si no nos amaba lo suficiente. Ahora sé que estaba volviendo a casa. Él siempre estuvo volviendo a casa”.

El análisis de ADN confirmó definitivamente la identidad. Alejandro Villanueva Cortés fue enterrado en el panteón municipal de Valle de Bravo.

Alex Jr. murió en 2024, solo un año después del descubrimiento, a los 76 años. Los amigos dijeron que finalmente pareció estar en paz. Había pasado 69 años cargando la pregunta: “¿Qué pasó con mi papá?”. Y finalmente, tenía la respuesta.

El descubrimiento también reveló detalles increíblemente conmovedores. En la guantera se encontró un pequeño juguete de madera, un caballito tallado y pintado, ahora descolorido. Fotos antiguas confirmaron que Alejandro lo había comprado en Toluca ese día, como regalo para Alex Jr. El niño nunca recibió el regalo.

Aún más desgarrador fue lo que encontraron en el bolsillo interno de su saco de lana: un trozo de papel, una lista de compras escrita a mano por Isabela. Incluía maíz, café y veladoras. Al final, ella había escrito: “No olvides volver temprano. Voy a hacer tu mole favorito”.

Ese billete fue entregado a Sofía. “Es la última comunicación entre mis padres”, dijo entre lágrimas. “Mi madre pidiéndole que volviera temprano… y él nunca volvió. Pero ahora sé que no fue porque no quisiera, fue porque no pudo”.

El caso de Don Alejandro resuena profundamente en un país como México, marcado por la tragedia de los desaparecidos. Nos recuerda que, aunque muchas desapariciones son producto de la violencia, otras son producto del simple azar y la fragilidad de nuestras vidas.

El caso de Alejandro Villanueva Cortés es un brutal recordatorio de cómo los destinos pueden ser sellados por fallas mecánicas y un timing cruel. No hubo conspiración, no hubo crimen, no hubo fuga.

Solo un hombre conduciendo a casa, pensando en el mole que lo esperaba, y un defecto de fabricación que transformó una curva familiar en su tumba.

Hoy, el Bel Air azul turquesa se encuentra en el Museo de Valle de Bravo, mantenido con todas las marcas del tiempo y la tragedia. Es un monumento no a un misterio, sino a la fragilidad de la vida y al poder devastador de la incertidumbre.

Don Alejandro finalmente volvió a casa en octubre de 2023, 69 años, un mes y 21 días después de haber salido por la tranca de la Hacienda La Escondida. No volvió a tiempo para ver crecer a sus hijos, pero volvió. Y para una familia que esperó toda una vida, eso significó el fin de un silencio de siete décadas.

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