No estaban solos: La oscura razón por la que un extraño acechaba a los excursionistas en la Huasteca

El 8 de junio de 2018, el sol de Nuevo León caía con un plomo incandescente sobre el Parque Nacional Cumbres de Monterrey. Para José y Verónica, este paisaje de paredes calizas y cielos infinitos era mucho más que un destino turístico; era su santuario. Celebraban su cuarto aniversario y, como dictaba su tradición personal, se dirigieron hacia una zona remota de la Huasteca, buscando una caída de agua temporal que solo aparecía tras las lluvias y donde José le había pedido matrimonio años atrás. Armados con poco más que una cámara y su entusiasmo, se adentraron en los pliegues de la sierra, sin imaginar que esa tarde marcaría el fin de su tranquilidad para siempre.

La pareja, aunque conocía la zona, cometió el error que los expertos siempre advierten: abandonar la ruta señalizada. Buscando la privacidad que solo los rincones más profundos del cañón ofrecen, se alejaron de la vista de otros senderistas. Ese deseo de aislamiento fue precisamente lo que aprovechó un observador silencioso que, desde las alturas de los riscos, llevaba horas siguiendo sus pasos. Alguien que no veía en ellos a dos turistas, sino a “invasores” de un territorio que él consideraba propio bajo una lógica distorsionada y oscura.

El encuentro inicial fue engañosamente cordial. Cerca de un lecho seco, un hombre con ropa de campo gastada y una gorra que le cubría media cara se les acercó. Con un acento local y tono pausado, les advirtió que más adelante el camino estaba bloqueado por un deslave reciente y que merodeaba una hembra de oso negro con crías, lo cual hacía el paso sumamente peligroso. Les ofreció guiarlos por un “atajo” que solo los locales conocían. José y Verónica, confiando en la hospitalidad que suele caracterizar a la gente de la región, aceptaron. Fue el último acto de libertad que tendrían en muchos días.

En un descuido, el hombre, identificado más tarde como un ex guardabosques que había perdido el juicio tras años de aislamiento, los atacó con una destreza aterradora. Utilizando técnicas de inmovilización, logró someter a ambos. No buscaba dinero, ni joyas, ni el vehículo que habían dejado en la entrada. Su objetivo era más siniestro: someterlos a lo que él llamaba “el juicio de la montaña”. Los llevó hasta una pequeña oquedad natural, una especie de cueva poco profunda, donde los ató espalda con espalda con cuerdas de nailon que les cortaban la circulación ante el menor forcejeo.

Durante tres días y sus noches, José y Verónica vivieron un infierno psicológico. Su captor permanecía sentado frente a ellos, casi en silencio, rompiendo el mutismo solo para recitar extrañas letanías sobre cómo la ciudad estaba “pudriendo” la pureza de la sierra y cómo ellos debían pagar por el ruido y la basura de otros. En un acto de crueldad extrema, el hombre bebía agua frente a ellos y les lanzaba restos de comida a los pies, fuera de su alcance, mientras el calor del mediodía mexicano amenazaba con desvanecerlos por la deshidratación. La posición en la que estaban, unidos físicamente pero incapaces de verse, los sumió en una desesperación que solo el contacto de sus manos entrelazadas lograba mitigar.

Mientras la pareja luchaba por mantenerse consciente, la maquinaria de búsqueda se activaba en la superficie. El reporte de un vehículo abandonado por más de 48 horas en una zona de riesgo movilizó a Protección Civil y a elementos de la policía estatal. Fue el comandante Estrada, un veterano de los grupos de rescate de montaña, quien empezó a sospechar que no se trataba de un simple accidente. Al revisar registros de incidentes menores en la zona, encontró quejas sobre un “ermitaño” que solía acosar a los jóvenes que se alejaban de los grupos.

La salvación llegó de la forma más inesperada. Verónica, recordado las lecciones de supervivencia que su abuelo le dio en el campo, aprovechó un momento en que el captor se alejó para intentar un código de comunicación. No podía gritar, pues su garganta estaba cerrada por la sed, pero logró producir un silbido rítmico, utilizando un pequeño hueco entre sus dientes frontales, un sonido que aprendió para llamar al ganado en su infancia. Ese silbido, agudo y antinatural en medio del silencio de la sierra, fue lo que alertó a los rescatistas que peinaban la zona con perros de búsqueda.

Cuando las autoridades irrumpieron en el lugar, el captor intentó huir por las paredes de roca que conocía a la perfección, pero fue interceptado kilómetros más abajo. En su refugio, se encontraron evidencias de que José y Verónica no eran los primeros en ser vigilados; había diarios con descripciones detalladas de decenas de familias y parejas, marcando sus horarios y sus debilidades.

El caso de la Sierra Madre cambió para siempre la percepción de seguridad en los parques nacionales de México. José y Verónica sobrevivieron, pero las cicatrices emocionales los acompañarán siempre. Hoy, su historia es un testimonio de la fuerza del vínculo humano y una advertencia vital: la naturaleza es magnífica, pero en sus sombras más profundas, a veces el peligro más grande no es el terreno, sino aquellos que se han perdido en la oscuridad de su propia mente.

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