
El Viaje que Terminó Antes de Empezar: 12 de Septiembre de 1991
Era una mañana de un azul perfecto, ese tipo de día que la memoria infantil guarda como promesa de aventura. En un pequeño pueblo al norte de Puebla, México, una decena de niños, todos entre los nueve y once años, se alineaban junto a sus mochilas, la sonrisa nerviosa de una excursión educativa al sitio arqueológico de Jojo Chan vibrando en el aire fresco. La Señorita Beatriz Ríos, la maestra encargada, una mujer de sonrisa cálida, saludaba a los padres. Don Efraín, el chófer, un hombre conocido por su puntualidad y sus narrativas de camino, ya estaba al volante del viejo Autobús Escolar 24B, el vehículo amarillo que en minutos se convertiría en un ataúd en movimiento, o peor, en un portal.
A las 08:12 de la mañana, el 24B cruzó el portón oxidado de la escuela. Fue la última imagen mundana que alguien tuvo de él.
A las 10:43, la calma se quebró. La escuela llamó al sitio arqueológico. Nadie había llegado. A las 11:20, una madre angustiada confirmó el miedo colectivo: jamás vio el autobús pasar por la carretera principal. El silencio se transformó en gritos de pánico a la 1:00 p.m. Cientos de padres estaban en la entrada de la escuela, no pidiendo, sino exigiendo respuestas que nadie podía dar. El Autobús 24B se había esfumado. Los 10 niños, la maestra y el conductor se habían desvanecido sin dejar la más mínima huella.
La búsqueda fue masiva, desesperada: helicópteros, militares, perros rastreadores, barrancos, cuevas. Nada. Ni restos, ni huellas de frenada, ni una pieza de metal retorcido. La desaparición era tan total, tan absoluta, que se congeló en el tiempo como una pesadilla colectiva. Se habló de secuestro, de huida de la maestra, de un abismo oculto. Ninguna teoría encajaba en ese vacío impecable. El caso fue archivado, una herida abierta en el corazón del pueblo, etiquetado fríamente como “desaparición múltiple sin resolución”. Muchos padres se marcharon, llevándose consigo la esperanza. Solo quedó una fotografía enmarcada en la sala de profesores: la imagen grupal, los niños sonrientes junto al autobús amarillo, y detrás, el bosque, más oscuro de lo habitual, como un telón de fondo que observa.
El Regreso Anómalo: Un Hallazgo Bajo la Tierra Roja
Once años de silencio se rompieron con el rugido de una tormenta. En octubre de 2002, una lluvia torrencial provocó un deslave cerca del Sendero del Unicornio, una ruta forestal abandonada y peligrosa. Tomás Alpuche, un campesino que subió al cerro en busca de leña, vio la tierra abrirse y entonces, lo vio. Semienterrado, oxidado, pero inconfundible, sobresalía el techo curvado, la pintura amarilla opaca del Autobús 24B.
El pánico de Tomás, un hombre curtido por el campo, fue la primera señal de que aquello no era un accidente común. “Está ahí el camión con los niños dentro”, tartamudeó a las autoridades. La noticia voló. Al caer la noche, decenas de pobladores cavaban con palas y manos la tierra mojada.
El hallazgo dejó a todos en un silencio helado. El autobús estaba intacto por fuera, como una reliquia congelada. Los neumáticos reventados, los cristales cubiertos de musgo, pero la estructura perfecta. Al forzar las puertas cerradas, un olor espeso, metálico y antiguo escapó como un suspiro contenido.
Dentro, los asientos estaban alineados, pero vacíos. No había cuerpos, no había sangre, ni señales de lucha, nada. Solo un detalle minúsculo y devastador colgando de una mochila infantil en el asiento trasero: una libreta con una hoja escrita a lápiz en letra temblorosa. El mensaje era una daga:
“No salgan si él se sube, no miren atrás.”
Los investigadores estaban perplejos. El autobús no tenía marcas de impacto. No había huellas que explicaran cómo llegó a ese lugar que, según los mapas actuales, no existía. Pero el verdadero escalofrío vino del estéreo. El casete seguía insertado. Al reproducirlo, sonó una canción escolar infantil, y luego, una voz grave, madura, que no pertenecía a nadie conocido: “Ya casi llegamos, pero no todos bajan.”
El lamento de los familiares regresó al sitio. Un padre, roto, se arrodilló: “Este no es el camión, es una trampa que se lo tragó todo.” El caso se reabrió bajo una nueva y escalofriante clasificación: “evento anómalo con implicaciones no determinadas”.
El Autobús Vive: Fenómenos Anómalos y la Pluma Extinta
El traslado del 24B a un almacén cerrado de la policía estatal fue tan inquietante como su hallazgo. Los agentes reportaron fallos en los radios, brújulas girando sin control y una temperatura anormalmente baja dentro del vehículo. Un oficial, sin registro oficial, afirmó haber escuchado voces infantiles en la madrugada, y haber visto las ventanas empañadas desde dentro, como si alguien respirara.
El análisis forense desarmó toda lógica. No había ADN humano en los asientos. Cero fibras, cero cabello. Las mochilas, deterioradas, contenían objetos escolares, y un estuche tenía una flor azul dibujada en la tapa que la madre de Mariela Gutiérrez, una de las niñas, reconoció intacta. Era como si el tiempo dentro del vehículo se hubiese detenido.
El hallazgo más desconcertante vino del sistema de ventilación: una pluma de ave atrapada que, según un biólogo, pertenecía a una especie extinta desde los años 60. Y la nota final, encontrada bajo el tablero, escrita en papel húmedo: “No fue un accidente. El camino no estaba en este mundo. Y más abajo, con otra letra: él se subió entre risas. Nosotros no sabíamos, pero la maestra sí.”
La maestra, Beatriz Ríos, fue un enigma. Los reportes de una anciana en un pueblo cercano aseguraban haberla visto en 1996, sucia y con ropa rota, repitiendo: “Sigue dando vueltas. Nunca paró.”
Las cámaras de seguridad del almacén captaron la actividad paranormal: sombras moviéndose, luces internas encendiéndose solas y, en una ocasión, una silueta infantil reflejada en el retrovisor. El autobús fue trasladado a una ubicación desconocida por “seguridad institucional”, un eufemismo que los pobladores entendieron: el vehículo no estaba solo.
La Rueda No Deja de Girar: Ecos de un Viaje Eterno
A partir de 2003, el terror se volvió contagioso. Un rescatista, Luis Ángel Romero, fue encontrado muerto frente a un televisor, con un dibujo de un autobús de ventanas tapadas por manos pequeñas y el mensaje: “No debimos abrir la puerta.” Los niños de la región comenzaron a soñar con un camión viejo donde “los niños no tenían ojos y cantaban sin mover la boca”. En la escuela, apareció una hoja con una frase aterradora: “La rueda no deja de girar. No sabemos cuánto tiempo ha pasado.”
Una antropóloga, Jimena Córdoba, propuso una teoría escalofriante: la ruta de la desaparición coincidía con antiguos senderos rituales prehispánicos vinculados al regreso incompleto del alma en ciertas fechas lunares. Todos los incidentes posteriores al hallazgo ocurrían entre el 12 y el 15 de septiembre. En 2004, Jimena fue al sitio y envió un último mensaje: “Escucho risas, estoy cerca.” Nunca más se supo de ella.
El caso ya no era una tragedia local, sino una leyenda que se alimentaba de la anomalía. En 2006, en un archivo sellado, se encontró una cinta con una etiqueta: “Prueba”. El audio revelado por un ingeniero de sonido contenía la voz de dos niños: “No hay ventanas, no hay puertas, solo él.” Y la voz adulta murmurando: “Sigan sentados. Aún no es su parada.”
Un antiguo mapa de rutas no oficiales, publicado anónimamente, reveló una vía que coincidía con el lugar del hallazgo, marcada con un símbolo extraño: un círculo con tres líneas verticales, un patrón encontrado en petroglifos prehispánicos vinculados a cruces espirituales. La desaparición no era un evento aislado; era un patrón que se repetía en el mundo.
El Activo de Interés Anómalo: La Verdad Silenciada
La historia del Autobús 24B alcanzó su clímax en 2010. Un director de documentales, Emilio Navarro, intentó grabar la historia, pero su material se corrompió masivamente, solo salvándose un fragmento de audio: “Falta uno. Falta uno.” Emilio se retiró, escribiendo que “El autobús es una herida. Cada vez que alguien la abre, algo sale y algo entra.”
En 2012, las autoridades emitieron un comunicado final, atribuyendo todo a la “sugestión colectiva”, una frase que nadie cerca del caso creyó. Pero los ecos persistieron. Cada septiembre, la escuela original recibía cartas anónimas dirigidas a los niños, con tinta desvanecida. Una, de 2021, leía: “No fue un error, fue una elección. Nosotros dijimos que sí.”
En 2020, exploradores urbanos encontraron el punto exacto del hallazgo: un claro circular sin vegetación, con marcas quemadas en el suelo formando el símbolo del petroglifo. Un video de la expedición capturó una melodía infantil tarareada y, en el reflejo de un poste oxidado, el rostro de una niña sonriendo con uniforme escolar, la misma Ana L. Cortés desaparecida.
Hoy, el Autobús 24B no fue destruido. Las filtraciones indican que permanece sellado y vigilado en una base militar, clasificado como “activo de interés anómalo”. Nadie puede acceder. Nadie responde preguntas.
La maestra nueva de la escuela de Puebla aún encuentra cada septiembre cuadernos con dibujos de ruedas y ojos sin pupila. La certeza de los padres que se quedaron es inamovible: sus hijos no se perdieron. Fueron llevados. ¿A dónde? A un viaje que no tiene ruta marcada, a un lugar donde el tiempo no existe. El Autobús 24B sigue rodando, y en ese trayecto eterno, los niños siguen sentados, esperando una parada que tal vez jamás llegue. Porque lo que desaparece sin dejar rastro, a veces solo espera otra oportunidad para recordarnos que hay puertas que se abren, y que lo que cruza por ellas, aún no se ha ido.