El 17 de mayo de 1986, la familia Stevens emprendió lo que parecía un fin de semana perfecto en los Everglades de Florida. Mark y Sarah, acompañados de su hija de siete años, Lauren, llegaron a un área de acampada en Cypress Creek, un sitio popular pero rodeado de la naturaleza densa y salvaje del parque. Nadie imaginaba que aquel viaje marcaría el inicio de uno de los misterios más perturbadores en la historia del sur de Estados Unidos.
Durante el día, la familia disfrutó de paseos, juegos y enseñanzas. Mark le mostró a su hija cómo identificar huellas de animales, mientras Sarah preparaba la cena en una pequeña estufa de campamento. Todo parecía transcurrir en calma hasta que, al caer la tarde, Lauren pidió permiso para ir sola al arroyo cercano a llenar su cantimplora. Vestía una camiseta rosa y pantalones cortos de mezclilla, su figura pequeña desapareciendo entre los árboles sería el último recuerdo que tendrían sus padres de ella.
Diez minutos después, cuando Sarah la llamó para cenar, el silencio fue la única respuesta. Al principio no hubo alarma: quizá la niña se había distraído jugando junto al agua. Pero pronto la inquietud se transformó en pánico. Mark buscó con linterna en mano, sin hallar nada. El arroyo estaba vacío, ni huellas, ni ropa, ni señales de caída. Minutos más tarde, Sarah se unió a la búsqueda desesperada, pero la pequeña no estaba en ningún lado.
A las nueve de la noche, los Stevens lograron llegar a la estación de guardabosques más cercana para reportar la desaparición. Inmediatamente comenzó un operativo de búsqueda sin precedentes en el parque. Más de 200 personas, entre policías, guardaparques, voluntarios y expertos en vida silvestre, se desplegaron por el área. Helicópteros sobrevolaron los pantanos, perros rastreadores siguieron el rastro de Lauren hasta el borde del agua, pero allí el rastro se desvanecía.
Las teorías comenzaron a surgir. ¿Un ataque de cocodrilo? No había huellas, ni sangre, ni restos de ropa. ¿Un accidente? Los buzos recorrieron el fondo del arroyo, palmo a palmo, sin resultados. La hipótesis más aterradora fue la del secuestro. Algunos testigos recordaban haber visto una camioneta oscura salir del área de acampada aquella noche. Pero el testimonio era impreciso, sin matrícula ni descripciones claras.
Durante semanas, el parque fue revisado centímetro a centímetro. Los Stevens se negaban a irse, esperaban un milagro. Pero tras un mes, la búsqueda fue suspendida. Lauren Stevens pasó a ser una de tantas niñas desaparecidas sin rastro. La foto de su rostro sonriente con un lazo rosa circuló en miles de volantes, sin resultados. El caso se enfrió, y el dolor se instaló para siempre en la vida de sus padres.
Pasaron 25 años de silencio hasta que, en 2011, un hallazgo fortuito sacudió al condado de Kier. Un cazador de serpientes contratado por el gobierno para controlar especies invasoras en los pantanos atrapó una gran anaconda. Al revisar su guarida, bajo un viejo ciprés cubierto de lodo y hojas podridas, encontró algo que le heló la sangre: un mechón de cabello rubio, aún sujeto por un lazo rosa infantil.
La muestra fue enviada al laboratorio. El ADN confirmó lo que parecía imposible: eran restos de Lauren Stevens. La serpiente, demasiado joven para ser la responsable, había hecho su guarida sobre un secreto enterrado décadas atrás. El caso, archivado por años, se reabrió de inmediato.
La investigación reveló nuevos detalles escalofriantes. A solo dos millas del campamento de Cypress Creek, los forenses encontraron fibras de un saco de arpillera y restos de ladrillos en un canal cubierto de vegetación. Todo indicaba que alguien había colocado el cuerpo de Lauren en un saco, lo había lastrado con ladrillos y lo arrojó al agua para que desapareciera para siempre. Con el paso del tiempo, el saco se descompuso y los restos se dispersaron.
Esto confirmaba lo peor: no fue un accidente ni un ataque animal. Lauren había sido secuestrada y asesinada.
Las nuevas pistas llevaron a los detectives a revisar archivos antiguos de empleados y contratistas del parque en 1986. Entre los nombres apareció uno que coincidía con todas las piezas: Arthur Peterson, un trabajador del parque despedido semanas antes de la desaparición por ausencias y alcoholismo. Conocía los pantanos como nadie, tenía una camioneta Ford oscura y acceso a materiales como ladrillos y sacos. Testigos recordaban haber visto un vehículo similar en la zona.
Peterson tenía un carácter irascible, y tras su despido había amenazado a sus superiores con “hacer que lo recordaran”. Todo apuntaba a él. Pero había un problema insalvable: Peterson había muerto en 1998 de un infarto. Nunca enfrentó la justicia.
Sin pruebas directas, la policía no pudo cerrar oficialmente el caso. En 2012, el detective Frank Miller anunció en conferencia de prensa que la muerte de Lauren había sido un homicidio, y que existía un sospechoso principal, aunque ya fallecido. Era lo más cerca que estarían de una verdad completa.
Para los Stevens, no hubo justicia. Solo respuestas a medias y la confirmación de lo que habían temido durante un cuarto de siglo. Su hija no se había perdido en la espesura, había sido arrebatada con violencia.
La historia de Lauren Stevens es una cicatriz en la memoria de los Everglades. Una desaparición que reveló las grietas de la investigación en los años 80, la fragilidad de las familias frente a lo inexplicable y la crudeza de un asesino que se llevó su secreto a la tumba.
El hallazgo en la guarida de una serpiente no cerró un misterio, lo profundizó. Recordó a todos que, en medio de la belleza salvaje de Florida, aún persisten sombras capaces de devorar vidas enteras sin dejar rastro.