
Cincuenta Años de Silencio en Oaxaca: El Diario que Desenterró el Horror de la Santa Cruz
Durante medio siglo, se mantuvo como una de esas leyendas urbanas escalofriantes en el corazón de Oaxaca, un misterio que la gente local susurraba con miedo: la desaparición inexplicable de toda la población del prestigioso Colegio de la Santa Cruz en 1968.
Ciento veintisiete estudiantes, ocho monjas y tres sacerdotes, 138 almas en total, se esfumaron de la noche a la mañana. La versión oficial, emitida por la Orden del Superior Elías, era una declaración fría sobre una “reubicación por motivos de salud” debido a un brote de gripe.
El edificio, con su cantera labrada y sus patios coloniales, se convirtió en un cascarón vacío, un monumento al óxido y al silencio colectivo enclavado en la colina.
Pero las mentiras, especialmente aquellas blindadas por el poder eclesiástico y el silencio cómplice de la élite, tienen una fecha de caducidad. Y para el misterio de Santa Cruz, esa fecha llegó en el otoño de 2008, cortesía de un ático sofocante, un sobrino nieto llamado Miguel Durán, y el testamento secreto de una monja.
Lo que Miguel desenterró no solo obligó a las autoridades federales a reabrir un caso que la policía local se había negado a tocar, sino que expuso una verdad tan escalofriante y corrupta que sacudió los cimientos de la Orden.
La Confesión de la Tía Teresa: “Los Niños de Oaxaca Siguen Respirando”
El descubrimiento se produjo mientras Miguel, con el corazón encogido, vaciaba la casa de su difunta tía abuela, la Hermana Teresa, quien había enseñado en el Colegio en 1968.
Oculto deliberadamente entre las vigas y bajo el aislamiento, envuelto en un paño desgastado, Miguel encontró su diario de tapas de cuero. Las entradas iniciales eran notas inocentes sobre la misa matutina y lecciones de historia,
pero el tono se oscureció rápidamente el 3 de marzo de 1968, con la mención de las gemelas Hernández, que colapsaron en clase con una fiebre alta y síntomas neurológicos graves.
El diagnóstico del Dr. Rojas fue Salmonela Tifoidea o, peor aún, un brote de Fiebre Exótica con Manifestación Neurológica (una fiebre mortal nueva en la región).
Pero en lugar de alertar a las autoridades sanitarias, el Padre Superior Elías, la máxima autoridad de la Orden, optó por un encubrimiento interno:
“La reputación del Colegio y de la Diócesis vale más que el pánico. Lo manejaremos en lo oculto,” declaró, moviendo a las gemelas y a otros niños enfermos a una enfermería sellada en el sótano, ocultando la verdad a los padres bajo la mentira de una “gripe estacional grave”.
El diario de la Hermana Teresa se convierte en una crónica desgarradora: los niños sanos a los que se les dice que sus amigos se fueron “de vacaciones”, las promesas incumplidas y el terror en aumento. La entrada final, fechada el 16 de marzo de 1968, es una confesión escalofriante:
“Los están sellando esta noche. A todos. Ya hay 43 niños enfermos, más el personal que intentó ayudarlos. El Superior Elías dice que la voluntad de Dios es evitar el escándalo de una epidemia que destruiría la fe en el Colegio.
Dice que de todos modos están destinados a morir, pero acabo de estar en el sótano… Lucía Morales estaba despierta, escribiendo en su cuaderno a la luz de una vela… Los niños siguen respirando. Dios me perdone, soy una cobarde.”
La Hermana Teresa huyó esa noche, transferida a un convento distante bajo la promesa de un silencio eterno, dejando tras de sí a 43 personas atrapadas y una verdad que la atormentaría hasta su muerte.
El Amor que Superó 50 Años: La Búsqueda de Patricia Durán
La verdad en el diario golpeó a Miguel con una resonancia personal inesperada: la mención de su tía, Patricia Durán, y su mejor amiga, Lucía Morales. Patricia, la tía que su madre apenas mencionaba, había pasado los últimos 50 años buscando a Lucía.
La conexión se hizo brutalmente clara cuando Miguel encontró un artículo de noticias reciente sobre Patricia Durán, que “nunca dejó de preguntarse qué le sucedió a su amiga de la infancia, Lucía, en 1968”.
Armado con el diario, Miguel se dirigió a la casa de Pat. El encuentro fue devastador. La entrada final mencionaba cómo Lucía, febril y asustada, se disculpó por no poder terminar la historia que estaba escribiendo para el cumpleaños de Pat, un relato sobre “dos niñas que se convierten en maestras rurales juntas”.
“Ella estaba escribiendo esa historia para mi cumpleaños, el 10 de abril”, sollozó Pat, con el diario temblando en sus manos. “Íbamos a ser maestras, llevar educación a las comunidades y vivir en el mismo pueblo. Llevo 50 años buscándola”.
El mapa en la sala de Pat, salpicado de alfileres que marcaban todas las escuelas eclesiásticas que había llamado, y la foto descolorida de las dos niñas ganando un concurso de ortografía, atestiguaban una lealtad que el tiempo y las mentiras no pudieron extinguir.
Un Hermano que Nunca se Fue: El Reencuentro con Tomás Figueroa
La indignación de Miguel y Pat se intensificó con un nombre más del diario: Ricardo “Ricky” Figueroa, un niño de 11 años con fiebre alta, que seguía insistiendo en ayudar a los más pequeños y en mantener la esperanza de que su hermano, Tomás, le trajera cómics de Kalimán.
Pat recordó que Tomás “Tomy” Figueroa todavía vivía en Oaxaca, nunca se había casado, ni se había ido. Como si esperara a que su hermano volviera a casa.
En una escena cargada de una espera de medio siglo, Pat y Miguel le entregaron el diario a un Tomás, ya de 68 años. “¡Estaban vivos!”, susurró Tomás, después de leer la última entrada de la Hermana Teresa.
El Superior Elías había sellado a su hermano menor con vida. La incredulidad se convirtió en una determinación de acero. No esperarían burocracia ni órdenes judiciales. El trío se dirigió a la abandonada Santa Cruz, impulsado por una verdad finalmente revelada.
La Verdad Grabada: Mensajes en el Cemento del Olvido
Con cortadores de pernos y linternas, Pat, Miguel y Tomás penetraron en el edificio abandonado.
Los pasillos permanecían congelados en el tiempo, con mariposas de papel de construcción descoloridas y una pizarra que aún mostraba la tarea de un fin de semana que nunca llegó. Pero era el sótano, el foso de la mentira del Superior Elías, lo que buscaban.
Tomás, que había estado allí “cientos de veces buscando sin saber qué buscar”, los guio hasta un muro de cemento que no debería haber estado allí, claramente una adición posterior. Y en la parte inferior, donde el hormigón se encontraba con el suelo, estaban: decenas de arañazos, profundos surcos a la altura de un niño.
Pat encontró la primera prueba tangible: garabateado en la pared, apenas visible: “Lucía M estuvo aquí.”
El horror alcanzó su punto máximo cuando la Fiscalía General, alertada por el grupo, finalmente derribó el muro con una maza. El olor, “dulce, espeso, equívoco”, escapó de la oscuridad de 50 años.
Detrás del muro, el equipo forense encontró una sala de cuarentena improvisada. Había dibujos a lápiz en las paredes, un intento desgarrador de los adultos de hacer que el horror pareciera normal.
Pero la verdad estaba en los otros mensajes en la pared, grabados con cucharas rotas y uñas ensangrentadas. “Nos dijeron que dejáramos de llorar. Dijeron que llorar significaba que estábamos enfermos…”
Un mensaje revelaba la valentía del pequeño Ricardo: “Ricky intentó recordar todos nuestros nombres, los grabó en la pared con un mango de cuchara roto… Dijo que si alguien encontraba los nombres, sabrían que éramos reales, que existimos.”
En la tercera habitación, Pat encontró a Lucía, identificable por la pulsera de la amistad que todavía llevaba. A su lado, un cuaderno con la letra cada vez más débil de Lucía. La última entrada, a mitad de la frase: “Pat, tengo miedo. Quiero a mi mamá. Quiero…”
Tomás encontró a su hermano Ricardo en una habitación al final del pasillo. A diferencia de los demás, Ricky no estaba en una cama. Sus restos indicaban que había muerto intentando escapar, sus dedos aún en el hueco de la puerta.
En su bolsillo, una colección de monedas de la suerte que coleccionaba, incluida la que le había dado a Tomás esa última mañana: un niño de 11 años que murió aferrándose a la esperanza del reencuentro.
La Crónica de un Asesinato y la Corrupción sin Nombre
El horror del encierro fue confirmado por otro descubrimiento: el cuerpo de la Hermana Clara en otra habitación.
En la pared, escrita en lo que el análisis forense confirmó que era sangre, había una “Crónica de un Asesinato”, documentando cada muerte con precisión, un testimonio desgarrador de tres días de vigilia, registrando el horror para que el mundo lo encontrara.
Pero la motivación del Superior Elías se reveló en una serie de archivadores sellados junto a los niños: registros financieros que demostraban que había malversado $300,000 pesos de la época de la tesorería de la Orden y del Colegio.
La auditoría que lo habría expuesto estaba programada para el 1 de abril de 1968. Ciento treinta y ocho personas, 43 de ellas selladas vivas, todo para ocultar un robo y proteger la reputación de la Orden.
El momento culminante de la excavación fue la reproducción de una grabadora encontrada en los archivos. Una voz infantil, fina y asustada, llenó el sótano: “Este es Ricardo Figueroa. Es 16 de marzo de 1968… Están construyendo un muro. Hay 43 de nosotros. No hicimos nada malo. Solo nos enfermamos. Tomás, si escuchas esto…”
La Promesa Cumplida y el Misterio del Segundo Muro
A medida que el sol se ponía, los cuerpos de los 43 niños eran retirados del sótano con infinita reverencia. Pat se sentó junto a los restos de Lucía y leyó en voz alta la historia inconclusa de las dos niñas que querían ser maestras rurales, una promesa finalmente cumplida, 50 años después.
Afuera, la gente de Oaxaca se había reunido, y mientras el primer cuerpo era transportado, un anciano comenzó a cantar un “Ave María”, al que se unieron cientos de voces. Tomás caminó junto a los restos de su hermano: “Te llevo a casa, Ricky. Finalmente, te llevo a casa.”
Pero el final de la pesadilla dio paso a una nueva y más oscura pregunta. Mientras la Agente Cole de la FGR (Fiscalía General de la República) le confirmaba a Miguel el descubrimiento de un segundo muro sellado, “más tarde, quizás una semana después”, un nuevo escalofrío recorrió el sótano.
Al día siguiente, el segundo muro fue derribado. Esta vez no había camas, sino equipos médicos de acero inoxidable, gabinetes llenos de productos químicos, y registros escritos por el Superior Elías fechados el 23 de marzo de 1968.
Los documentos mencionaban que los “niños sobrevivientes que mostraron inmunidad natural presentan un problema”. No podían ser liberados porque “saben demasiado”.
Esta no era una sala de cuarentena; era un laboratorio improvisado. Una conspiración más profunda, ligada a posibles experimentos con los supervivientes o su eliminación con químicos para asegurar la “descontaminación total”, comenzaba a salir a la luz.
El número final de víctimas y el alcance total del mal aún estaban por determinar, pero una cosa era segura: el secreto del Colegio de la Santa Cruz se había roto para siempre.