
La Ciudad de México, una megalópolis que respira historia y poder, esconde en sus cimientos más verdades oscuras de las que sus imponentes rascacielos reflejan.
Hay historias que se resisten a morir en el olvido, esperando en la penumbra el momento justo para emerger de los escombros.
En el vibrante centro de poder de la nación, el nombre de Roberto Alencar fue, durante años, sinónimo de un misterio que desafió a las autoridades y envolvió a la cúpula empresarial en una densa niebla de incertidumbre, miedo y suspicacia.
El Fantasma de Lomas de Chapultepec (Marzo de 1997)
Marzo de 1997. El titular resonó en las primeras planas de El Universal y Reforma, abriendo noticieros de alcance nacional: el yerno del poderoso magnate bancario Otávio Prado había desaparecido sin dejar rastro.
Roberto Alencar, de 34 años, un hombre de negocios impecable, barba bien cuidada y ojos claros, se convirtió de la noche a la mañana en la obsesión de los círculos exclusivos de Polanco y Lomas de Chapultepec.
Él era el director de la constructora de su suegro, un heredero natural de un imperio forjado con mano de hierro. Su desaparición no era solo una nota roja, sino un sismo en el establishment mexicano.
La última vez que se le vio fue un jueves, 13 de marzo. Salió de su residencia en Lomas de Chapultepec, vistiendo un traje gris Hugo Boss, llevando su maletín de cuero italiano.
La tarde en Ciudad de México comenzaba a tornarse fresca. Condujo su BMW plateado hasta el restaurante Duquot, en la colonia Condesa, donde se encontraría con tres socios para discutir un nuevo megaproyecto en Santa Fe.
Fernanda, su esposa, embarazada de tres meses —una noticia que mantenían en secreto—, todavía podía recordar el aroma de su perfume, Paulo Ralph Lauren, y el beso en su frente, la promesa de volver antes de la medianoche. Una promesa incumplida que sellaría el inicio de su pesadilla.
Meses antes, Roberto había estado visiblemente tenso. Noches sin dormir, un whisky a solas, mirando la inmensidad de la ciudad. Cuando Fernanda preguntaba, él solo hablaba de “complicaciones serias en los negocios”.
Luego, vinieron las llamadas. El teléfono sonaba, Roberto atendía, se quedaba en un silencio inquietante por unos segundos y colgaba sin decir una palabra. Fernanda notó el temblor ligero de sus manos una mañana de martes. Detrás de la fachada de su vida perfecta, una tormenta de corrupción y miedo se estaba gestando.
La Cena Fatídica y el Retiro Sospechoso
Los socios confirmaron que Roberto estuvo en el Duquot de 8:00 p.m. a 10:30 p.m. Hablaron sobre el proyecto de desarrollo en Santa Fe. Parecía tranquilo, pero Maurício Taveira, uno de los socios, notó que Roberto no dejaba de mirar la entrada, como si estuviera esperando a alguien o, peor aún, vigilando. Durante el postre, Roberto hizo una pregunta extraña:
si alguno de ellos había mencionado el proyecto Santa Fe a terceros. Un detalle que se perdió en la conversación, pero que luego se revelaría crucial. A las 10:30 p.m., Roberto pagó con tarjeta y se despidió, diciendo que iba directo a casa. Fue la última vez que lo vieron con vida, o al menos, en público.
El BMW apareció al día siguiente, abandonado en una calle de la colonia Roma Norte, cerca de la avenida Insurgentes. Las llaves puestas, el tanque lleno, sin señales de violencia.
En el asiento del copiloto, el maletín de cuero contenía documentos y un sobre lacrado con el nombre “Fernanda” escrito a mano. La policía lo incautó como evidencia, sumando un elemento de misterio a la angustia de Fernanda.
Investigación Bajo la Sombra Política
Cuando Roberto no llegó a la constructora el viernes por la mañana, el pánico cundió. Otávio Prado, el banquero de 62 años, se encontró en medio de un escándalo mediático sin precedentes.
La recompensa de 50.000 pesos de la época, una suma considerable, y la contratación de los detectives privados Vicente Moura y Antonio Bressan, ex policías con fama de incorruptibles, no lograron aplacar el vendaval.
El caso recayó en el delegado Renato Tavares, un hombre experimentado que pronto sintió la “presión de arriba”. Se trataba de una familia demasiado influyente. Las primeras semanas arrojaron pistas contradictorias y reveladoras: Roberto había retirado R$ 15.000 en efectivo la semana anterior, preguntando específicamente por transacciones sin rastro electrónico.
También había comprado un billete de avión a Cancún a nombre de “R. Santos”, pagado en efectivo. Y lo más grave: los rumores de corrupción en la constructora se confirmaron. Un ex empleado reveló que Roberto había descubierto una red de sobornos y sobrefacturación en contratos de obras públicas con el Ayuntamiento de Ciudad de México.
Fernanda, lidiando con su embarazo en medio del estrés, vio cómo el caso se amplificaba en la radio, con periodistas preguntando si el dinero “protegía o atraía el peligro”. La duda sobre si Roberto había sido víctima de un crimen o había huido por problemas financieros comenzó a corroer a la opinión pública.
La Pista del Periodista y el Cofre Escondido
Tras meses de investigación estancada y una “sugerencia amable” de los superiores para priorizar otros casos, el delegado Tavares tuvo que retroceder. Pero Vicente Moura, el detective privado, se aferró a la verdad.
Trabajando en la clandestinidad, descubrió el hilo más delicado: Roberto había agendado una reunión secreta para el 14 de marzo con Marcos Veloso, un periodista de investigación conocido por sus reportajes audaces sobre la corrupción.
Veloso confirmó que Roberto le había llamado, diciendo que tenía información explosiva y temía ser “silenciado por personas muy poderosas”. La reunión nunca se concretó.
Vicente también encontró el rastro de un depósito privado alquilado en el Centro Histórico a nombre de “Roberto Santos”. Dentro, solo una llave dorada sin identificación y un papel con una dirección de una antigua oficina en la Colonia Doctores.
Un lugar que Roberto visitaba de madrugada, llegando después de medianoche y saliendo antes del amanecer. La evidencia de un plan de huida o, al menos, un escondite, era innegable.
El Desentierro de la Verdad (Abril de 2009)
Doce años pasaron. Lucas, el hijo de Roberto, creció sin conocer a su padre, obsesionado con su historia. Otávio Prado, ya anciano y con principios de demencia, se jubiló. Como parte de una reestructuración, la familia vendió varios inmuebles antiguos, incluido el apartamento en la Colonia Doctores.
Vicente Moura, ahora un guardia de seguridad de 58 años, se enteró casualmente de la venta. Inmediatamente, reconoció la dirección. Era el mismo edificio que había investigado años atrás.
El 15 de abril de 2009, Clésio Nogueira, un capataz de 51 años, trabajaba demoliendo una pared del apartamento. El taladro encontró un hueco inusual. Recordando la extraña visita de Vicente Moura, Clésio y su ayudante, Ademir, removieron el revoque con cuidado. Lo que descubrieron los dejó en silencio absoluto.
Detrás de la pared, había un compartimento secreto, sellado a propósito. Dentro, envueltos en plástico, se encontraban los objetos de Roberto: el maletín, el Rolex Submariner, documentos con membrete del banco, plumas Montblanc y la foto de su boda. Clésio, reconociendo el rostro que una vez llenó los titulares, llamó inmediatamente a Vicente.
El detective llegó antes que la policía. Doce años de dudas se disiparon. Roberto había estado allí. Pero el misterio se intensificaba: ¿qué sucedió después de que se escondió?
La Reinvestigación y la Prueba Irrefutable
La nueva investigación, liderada por el delegado Marcos Ferreira, más joven y sin las ataduras políticas de su predecesor, trató el caso como nuevo. Las pruebas forenses confirmaron huellas dactilares de Roberto en documentos fechados hasta abril de 1997. Roberto había estado vivo y oculto después de su desaparición oficial.
Los objetos revelaron la verdad que el silencio había sofocado. El maletín contenía documentos de la constructora, notas sobre reuniones, y lo más crucial, cartas manuscritas incompletas.
Una, del 12 de marzo de 1997, comenzaba: “Mi querida Fernanda, si estás leyendo esto, significa que algo terrible ha sucedido conmigo. Descubrí cosas que no puedo ignorar, pero personas poderosas no me permitirán hablar.”
Fernanda reconoció el Rolex; la inscripción grabada a mano en la pulsera era inconfundible. Lucas, al ver la foto de boda de su padre, preguntó con una voz que resonó en toda la comisaría: “¿Significa que mi padre estaba vivo después de que todos pensaran que había muerto?”.
La presión de la nueva investigación rompió el silencio. Maurício Taveira, uno de los socios, confesó que Roberto había descubierto una red de corrupción a gran escala en obras públicas, involucrando pagos a altos funcionarios del Ayuntamiento. Roberto quería denunciar, pero en la última cena, les dio un ultimátum: confiesen o él lo hará.
La prueba de fuego provino de un disquete, recuperado por la policía forense. Contenía copias digitalizadas de contratos, recibos y grabaciones telefónicas. Roberto había documentado sistemáticamente el esquema de corrupción, creando un archivo que podía derrumbar carreras políticas y empresariales.
Otávio Prado, en sus últimos momentos lúcidos, admitió que Roberto había buscado su ayuda, y que él le había advertido: “dije que esa gente era peligrosa y que debía pensar en la familia antes de tomar cualquier decisión precipitada.”
El Legado de un Desaparecido
La investigación reabierta nunca pudo aclarar el destino final de Roberto Alencar. Las evidencias sugerían que se había escondido en el apartamento por algunas semanas, posiblemente esperando el momento adecuado para denunciar o huir del país. Si escapó o fue capturado por sus adversarios sigue siendo el enigma.
Sin embargo, la clave más importante se encontró: una de las llaves sin identificar abría un cofre en un banco, donde Roberto había depositado copias adicionales de todos los documentos comprometedores.
Esas copias fueron entregadas a la Procuraduría General de la República, lo que desencadenó una investigación que llevó al arresto de dos ex funcionarios del gobierno de la ciudad y el pago de multas millonarias por las empresas cómplices. El coraje de un hombre ausente había provocado una purga de justicia.
En la inmensa y agitada Ciudad de México, la historia de Roberto Alencar se convirtió en una leyenda moderna, una de esas crónicas que obligan a mirar con más atención los viejos edificios y preguntarse cuántas verdades más se esconden detrás de las paredes, esperando que alguien tenga el valor suficiente para desenterrarlas.
El misterio final persiste: ¿Roberto logró escapar y rehacer su vida, o fue silenciado para siempre, una víctima más del sistema que no tolera a quienes se atreven a desafiar sus secretos más oscuros?