
Hace casi tres lustros, en las remotas y majestuosas cumbres de la Sierra Tarahumara, en el estado de Chihuahua, la familia Gómez se desvaneció sin dejar ni una sola huella, iniciando uno de los expedientes de desaparición más dolorosos y enigmáticos de México.
Cuatro almas, Ricardo, el padre; Sofía, la madre, y sus hijos, Camila de 10 años y Mateo de 7, se esfumaron durante una noche de verano, dejando atrás solo una carpa intacta en el sitio de campamento “El Manantial Escondido”. El vehículo familiar, una camioneta Chevrolet de modelo antiguo, también se había esfumado.
Durante un mes entero, los cuerpos de seguridad y brigadas de búsqueda locales rastrearon la abrupta serranía, pero el caso de la familia Gómez de Monterrey se enfrió rápidamente, engrosando la triste lista de casos sin resolver en el país.
Ricardo trabajaba en una pequeña empresa de distribución en Nuevo León y Sofía era maestra. Como muchas familias de clase media, luchaban con las deudas, pero nada sugería una huida planeada.
Eligieron el sitio de campamento por su fama de tranquilidad. Los pocos lugareños y campistas cercanos recordaron haberlos visto por última vez alrededor de una fogata en la noche del 14 de agosto, antes de que el silencio cubriera el valle. Al amanecer, solo se encontró el campamento abandonado.
Los vecinos notaron la ausencia de la camioneta. Al revisar la tienda, las autoridades quedaron perplejas: dentro estaban sus mochilas, sus billeteras, sus identificaciones y teléfonos celulares, todo perfectamente ordenado. Parecía un abandono repentino, inexplicable.
La investigación de la Ministerial se centró en la carretera que salía de la sierra. Días después, la camioneta fue encontrada abandonada a varios kilómetros, oculta en un barranco denso, con las puertas abiertas.
Los peritos forenses apenas lograron recuperar una muestra biológica en el asiento trasero que coincidía con el tipo de Sofía, pero era insuficiente para determinar una lesión.
La búsqueda masiva que siguió, involucrando a la policía estatal y voluntarios, no encontró ningún cuerpo, lo que llevó a especulaciones sobre un secuestro o, peor aún, una tragedia familiar oculta.
Al indagar en la vida de los Gómez, el expediente tomó un giro sombrío. Ricardo estaba abrumado por deudas que lo habían llevado a la ruina, y rumores en su vecindario apuntaban a fuertes discusiones con Sofía sobre su situación económica.
Una prima lejana testificó que Ricardo había mencionado que iba a “acabar con todo” días antes de salir de viaje. Las autoridades consideraron que la desesperación económica podría haber llevado al padre a cometer un acto violento contra su familia y luego huir, fingiendo una desaparición. La falta de cuerpos hizo que el expediente se convirtiera en un caso de personas ausentes, y la búsqueda se dio por concluida a finales de 1995.
Diez años después, en mayo de 2005, la verdad emergió de la tierra con una fuerza devastadora. Un grupo de jornaleros que limpiaba un antiguo vertedero clandestino en las afueras de la zona montañosa, tropezó con un enorme tambo metálico de 200 litros, sellado con óxido y sorprendentemente pesado.
Al abrirlo, se desveló un escenario que heló la sangre de todos: en su interior, envueltos en restos de tela podrida, se encontraban restos humanos. La conmoción fue inmediata. Los análisis de los fragmentos óseos confirmaron que pertenecían a tres personas: Sofía Gómez, su hija Camila y su hijo Mateo.
Los tres habían perecido en ese mismo tambo una década atrás. Entre los restos, se halló un juego de llaves con un llavero de la empresa donde trabajaba Ricardo.
La autopsia reveló que los tres cráneos mostraban graves daños, causados por un objeto contundente, lo que confirmaba un triple crimen. Los golpes habían sido propinados por detrás, sugiriendo que fueron tomados por sorpresa sin posibilidad de defenderse.
Sin embargo, no se encontró ni un solo hueso del padre, Ricardo. La única conclusión posible era que él era el perpetrador y había estado prófugo durante una década. El caso de desaparición se recalificó como un caso de violencia extrema.
Una minuciosa reinspección en el lugar donde fue encontrada la camioneta, utilizando nuevos métodos de rastreo, desenterró un arma homicida: una palanca de metal que coincidía con las heridas encontradas en los restos.
Las autoridades reconstruyeron el terrible suceso: Ricardo llevó a su familia a un sitio apartado, cometió el fatal suceso contra ellos, regresó, cargó los cuerpos y los selló en el tambo.
Luego huyó con dinero escondido para crearse una nueva vida bajo otra identidad. El rastro policial, utilizando registros de una cuenta de banco abierta años después con un gran depósito en efectivo, llevó a la Ciudad de México.
En septiembre de 2005, un hombre llamado Julián Torres, que trabajaba en una bodega en Iztapalapa, fue detenido. El hombre, envejecido y con una barba rala, no opuso resistencia.
Sus huellas dactilares no mintieron: era Ricardo Gómez. En el interrogatorio, Ricardo se derrumbó y confesó su acto violento. Declaró que la presión de las deudas lo llevó a la locura y a la idea macabra de la desaparición conjunta para “liberarlos” de la miseria que se avecinaba.
Los engañó con la promesa de ver las estrellas y ejecutó la tragedia. Afirmó que su arresto fue un alivio, el final de diez años de tormento y culpa. El campamento “El Manantial Escondido” fue clausurado permanentemente, quedando como un testigo mudo de la fatalidad que asoló a la familia Gómez en las entrañas de la Sierra Tarahumara.