En las profundidades heladas de las Montañas de San Juan, en Colorado, existe un misterio que, más de una década después, sigue provocando escalofríos entre quienes se atreven a recordarlo. Se trata de la desaparición de Sarah Peterson, una joven de 29 años, viajera experimentada y apasionada del senderismo en solitario, cuyo caso terminó por desafiar la lógica, la ciencia y hasta las creencias más arraigadas de los equipos de rescate e investigación.
La historia comienza en diciembre de 2011. El invierno había cubierto la cordillera con un manto de silencio blanco. Los pinos centenarios estaban hundidos bajo la nieve, y los picos, afilados como cuchillas, permanecían ocultos entre nubes densas. Para muchos, un escenario inhóspito; para Sarah, una invitación.
Ella había recorrido rutas solitarias en diferentes partes del país. Para esta aventura eligió un camino popular, pero exigente, en pleno corazón de las Montañas de San Juan. La noche anterior, se hospedó en un pequeño hostal a los pies de la montaña. El dueño la recordó como una mujer entusiasta, sonriente y meticulosa. Esa noche la vio junto a la chimenea, con su mapa abierto, tomando notas en su diario de viaje. Planeaba salir al amanecer y regresar antes del anochecer.
Cuando partió, iba perfectamente equipada: botas de invierno, varias capas de ropa, una mochila con todo lo necesario para sobrevivir. Se despidió del dueño del hostal y se perdió en el sendero, dejando huellas firmes en la nieve fresca. Nunca más se la vio con vida.
La alerta inicial
Cuando cayó la tarde y Sarah no regresó, el dueño del hostal alertó a los servicios de rescate. Sabía que pasar la noche en la montaña, incluso para alguien experimentado, podía ser mortal. Los equipos se organizaron al amanecer siguiente: helicópteros sobrevolaron la zona, mientras rescatistas y voluntarios revisaban palmo a palmo la ruta prevista.
Durante las primeras horas no encontraron nada inusual. Sus huellas en la nieve eran claras, firmes, sin señales de tropiezos ni desorientación. Avanzaba con seguridad. Hasta que, seis kilómetros dentro de la ruta, el misterio comenzó a revelarse.
El primer hallazgo: una bota
En un claro rodeado de abetos nevados, encontraron una sola bota de mujer, perfectamente colocada al pie de un árbol, como si alguien la hubiese dejado ahí con cuidado. Estaba seca, sin nieve en su interior. Pertenecía a Sarah.
Nadie pudo explicarlo. Ningún excursionista se quitaría el calzado en medio de un bosque congelado, mucho menos a temperaturas bajo cero. A pocos metros apareció la segunda bota, esta vez tirada de costado y medio cubierta por la nevada de la noche.
La pregunta era inevitable: ¿por qué se quitó las botas? ¿Por qué estaban separadas? ¿Dónde estaba ella?
Huellas imposibles
Lo peor estaba por llegar. Cerca de la segunda bota, los rescatistas hallaron huellas que no correspondían a Sarah. Al principio parecían pies humanos descalzos, lo cual ya era inquietante: nadie podría caminar sobre la nieve así, sin congelarse al instante.
Pero al observar con más detalle, notaron algo aterrador: entre los dedos de esos pies había membranas, como las de un pato o un anfibio.
El rastro de esas huellas conducía hacia un bosque más denso, y el equipo lo siguió con cautela. Entonces encontraron algo aún más perturbador: tres huellas gigantes, cada una del tamaño de un plato grande, con garras largas y delgadas, similares a las de un primate o un murciélago.
Lo más inquietante: no había rastros de llegada ni salida. No había ramas rotas, ni marcas de aterrizaje. Solo tres huellas, solitarias, en medio de la nieve inmaculada, como si algo hubiera descendido del cielo y vuelto a elevarse. El rastro humano con membranas terminaba allí, justo en ese punto. Más allá, nada.
La investigación oficial
Los rescatistas detuvieron la búsqueda y llamaron al sheriff y a los peritos forenses. El lugar fue tratado como una escena del crimen. Se tomaron fotografías, moldes de yeso de las huellas y muestras de nieve estériles.
Pero los resultados fueron aún más desconcertantes. No había ADN, ni fibras, ni células, ni rastros biológicos en ninguna de las huellas. Los especialistas concluyeron que eran esterilizadas, como si no hubiesen sido dejadas por un ser vivo, sino por una proyección o una impresión de energía.
Los moldes enviados a expertos en biología, zoología y antropología recibieron la misma respuesta: esas huellas no correspondían a ninguna especie conocida, ni actual ni fósil. Los expertos llegaron a llamarlas “anatómicamente absurdas”.
Entre la ciencia y la leyenda
Con el tiempo, y sin nuevos hallazgos, el caso comenzó a llenarse de rumores. Los habitantes del pueblo cercano recordaron viejas leyendas indígenas sobre espíritus del cielo, seres alados que bajaban de las montañas para llevarse a quienes perturbaban su paz.
Los investigadores, incapaces de dar una explicación científica, evitaron mencionar públicamente las huellas. Temían provocar pánico y ser ridiculizados. Oficialmente, Sarah Peterson fue declarada desaparecida y el caso cerrado tras 14 meses.
Pero entre los rescatistas, quedó la certeza de que lo que vieron no podía explicarse con lógica ni ciencia.
Un eco que persiste
Hoy, más de diez años después, el expediente oficial yace en un archivo. Sin embargo, los moldes de esas huellas imposibles siguen guardados como pruebas silenciosas de que algo inexplicable ocurrió.
Quienes participaron en la búsqueda aún hablan de aquella jornada con un tono quebrado. Algunos están convencidos de que Sarah fue víctima de un accidente sobrenatural, de un encuentro con algo que no pertenece a nuestro mundo. Otros creen que fue una entidad que apenas rozó nuestra realidad, dejando un “sello” imposible en la nieve.
Las montañas siguen allí, imponentes y silenciosas. Pero para los que saben lo ocurrido, la calma de esos bosques nevados ya no parece tranquila, sino expectante.
Quizá Sarah Peterson fue solo una excursionista más. O quizá fue testigo, y víctima, de algo que la humanidad todavía no está preparada para comprender.
Lo único cierto es que aquel día de diciembre, en las montañas de Colorado, el mundo dejó huellas que nunca deberían haber existido.