💎 El Cristal Roto
Regina Santibáñez entró al restaurante con paso firme. El sol se colaba por los ventanales y sus tacones resonaban en el piso de mármol. Impecable. Saludó al metre, pidió la mesa más privada. Observó el menú con el aire de quien puede pagar lo que quiera. Su actitud reflejaba poder y control. Nada se movía sin que ella lo decidiera. Frente a ella, servido, un pescado al limón, una copa de champaña. Todo era lujo. Frío y pulido.
Mientras, en la misma ciudad, Jimena caminaba descalza sobre el asfalto quemado. Piel oscura, cabello enmarañado. No recordaba la última comida caliente. Vivía en la calle. Meses. Buscando rincones, comida, respiro. Su estómago rugía. Sus pies suplicaban.
El restaurante era un límite. Cruzar esa puerta significaba romper la regla no escrita que separa al todo de la nada. Miró adentro. El aire acondicionado la confundió. Un escalofrío. Vio a Regina. Sola. Imponente. Un impulso la llevó adentro. No estaba lista. El hambre no espera.
Caminó temblando entre las mesas. Los rostros la miraban como un espectáculo. Unos se voltearon, otros se cruzaron de brazos. Se acercó a la mesa de Regina. Bajó la vista. Juntó las manos.
—¿Puedo comer sus obras?
La frase retumbó. Un silencio afilado. No había pedido permiso, solo ofreció su verdad. Esperaba un cachetazo, un grito.
Regina alzó la mirada. Un segundo de sorpresa. El tiempo se detuvo. Pensó en seguridad, en quejarse al metre. Vio a la niña. Su ropa sucia. Sus ojos enormes, llenos de temor. Pensó en la niña que ella fue. Sola. De otra manera.
Respiró. Se levantó. Dejó la copa en la mesa sin prisa.
—Siéntate.
Su voz reveló un dejo de ternura que soltó por primera vez en mucho tiempo. Jimena se quedó en blanco. Dio dos pasos y se sentó tambaleante. Sintió una mezcla rara de alivio y culpa. Alivio por no ser echada. Culpa por interrumpir algo tan personal.
Regina llamó al camarero. Pidió otro plato. Sencillo. Sin lujos. Solo para la niña. El metre se quedó quieto. Un murmullo comenzó. Todos miraban. Algunos indignados. Otros con curiosidad. El aire se cargó de tensión.
La niña comía despacio, sin dejar una migaja. Regina la observaba. No vio avaricia. Solo hambre.
Tomó su teléfono. Un mensaje breve a su asistente, Leticia. Leticia, trae ropa limpia para ella. Guardó el celular.
Jimena alzó la mirada. Encontró una sonrisa. Amplia. Sin juicio. Tenía frío, hambre, miedo. De pronto, alguien la ayudaba sin condiciones. Su mundo se tambaleaba.
El almuerzo siguió. El pescado dejó de ser el protagonista. Todo apuntaba a la escena de la millonaria y la niña. Silencio roto por los cubiertos y los murmullos.
Al terminar, Regina se levantó. Se acercó a la niña. Le ofreció su mano.
—Vamos. Te tengo algo preparado.
Jimena la miró extrañada. La gente aplaudió débilmente. El metre estaba estupefacto. Regina sujetó a la niña del brazo. Salieron. Sin mirar atrás.
Lo que parecía un almuerzo cualquiera se convirtió en el punto de quiebre.
🌑 El Silencio de la Mansión
El chófer abrió la puerta. Regina subió con Jimena a su lado. La niña iba callada. Mirada baja. El coche arrancó. Las calles pasaban rápido. Dentro, el silencio pesaba.
Regina revisó su celular. Otro mensaje a Leticia. Prepara una habitación con ropa y comida para niña de 10 años, más o menos.
Jimena tenía mil preguntas. Ninguna fuerza para decirlas.
—¿A dónde vamos?
Regina no la miró.
—A mi casa. Pero tranquila, no tienes que quedarte si no quieres.
La niña tragó saliva. Casa. Hacía tiempo que no escuchaba esa palabra con sentido.
El coche llegó a una enorme reja. Se abrió lento. Adentro. La mansión parecía de otro planeta. Jardín cuidado. Fuente. Flores. Jimena ni respiraba.
En la entrada, Leticia esperaba. Alta. Elegante. Seria. Miró a la niña con un gesto que no se molestó en disimular. No le gustaba nada la situación.
—¿Es ella? Preguntó sin saludar.
—Sí—dijo Regina—. Necesita una ducha, ropa limpia y comida caliente. Yo me encargo del resto.
Leticia apretó los labios. Se dio la vuelta. Guio a la niña por un pasillo largo. Regina se quedó mirando cómo se iban. Un pensamiento daba vueltas: ¿Qué estoy haciendo?
Una hora después, Jimena estaba en un baño de azulejos brillantes. El agua caliente corría sobre su piel por primera vez en mucho tiempo. Ropa nueva, suave. Se sentía rara, fuera de lugar. Aceptó en silencio.
Mientras, Regina estaba en su estudio. Whisky en mano. Miraba por la ventana. Pensaba en su infancia. En los golpes que le dio la vida. Cómo aprendió a no confiar. Pero esa niña. Esa niña le movía algo.
Leticia entró sin tocar. La cara lo decía todo.
—En serio, Regina. ¿Vas a meter a una niña de la calle aquí? ¿Y si roba? ¿Y si te hace algo?
Regina no contestó. La miró fijo. Habló lento. Con esa voz que todos respetaban.
—No va a robar nada. Y si lo hace, tampoco me importa. No la traje para eso. La traje porque lo sentí.
Leticia se cruzó de brazos. Sabía que cuando Regina hablaba así, no había vuelta atrás.
—Bueno. Pero si esto se sale de control, no digas que no te lo advertí.
Regina asintió. No tenía ganas de convencer a nadie.
Esa noche, Jimena cenó en la cocina. Dos platos de arroz con pollo. Como si fuera su última cena.
Más tarde, Regina fue a buscarla.
—Mañana vas al médico. Te haré unos estudios. También vamos a comprar ropa y útiles si quieres estudiar.
Jimena asintió sin entender.
—¿Y si no quiero estudiar? Se atrevió a preguntar.
Regina se agachó. Estuvo a su altura. Por primera vez la miró con dulzura sincera.
—Entonces vemos otra opción. Pero vivir en la calle ya no es una de ellas.
La niña no supo si llorar o abrazarla. Solo sonrió. Algo empezó a cambiar en su pecho.
🔗 El Anillo Oxidado y la Promesa
Regina no pudo dormir. Caminó por la casa. Otro whisky. Se asomó al cuarto de la niña. La vio profundamente dormida. Abrazando una almohada. Se quedó un rato mirándola. Sola con sus pensamientos. Supo que había tomado una decisión. No iba a romperse tan fácil.
Se despertó más temprano de lo normal. La movía una inquietud rara. Se puso unos pants. Bajó a la cocina. Silencio total.
Encontró a Jimena. Sentada en una banqueta. Abrazando una taza de leche caliente. Mirada perdida. Regina se sentó frente a ella.
—¿Dormiste bien?
—Sí—respondió la niña sin mucho entusiasmo.
—Pesadillas.
Jimena se encogió de hombros. —A veces sueño que me persiguen. Pero no es tan feo como dormir en la calle.
Regina asintió. No preguntó más.
Esa mañana, Regina no fue a su junta. Canceló su agenda. Se sentó en su estudio. Abrió una caja vieja. Años sin tocarla. Dentro, fotos, cartas, un anillo oxidado y un papel doblado. Agarró una foto. Ella tenía la edad de Jimena. Parada frente a un portón viejo. Uniforme escolar. Mirada igual de dura.
Recordó ese día. Llovía. Estaban a punto de quedarse en la calle. Su padre las había dejado. Sintió lo que era tener hambre. De verdad. De las que arden. Cerró los ojos. El pasado volvió como un golpe. Recordó cuando vendía chicles. Cuando la sacaron de la secundaria. Y también recordó a una señora que un día le dio una bolsa con tortas. Un gesto pequeño. Nunca lo olvidó.
Se secó una lágrima. Se la guardó.
Salió del estudio. Caminó hasta el cuarto de Jimena. La niña estaba sentada en la alfombra. Mirando los libros de la repisa sin tocarlos.
—¿Te gustan los libros? Preguntó Regina.
—Nunca tuve uno. Solo veía a los que dejaban en la banqueta.
Regina entró. Sacó un libro grueso. Se lo dio.
—Este lo leí cuando era niña. No entendí todo, pero me hacía sentir menos sola.
Jimena agarró el libro como si fuera frágil. Lo abrió. Olió sus páginas. Sonrió con los ojos.
—¿Por qué me ayudas? Preguntó de pronto. Mirada fija en las hojas.
Regina se sentó junto a ella. Tardó en responder.
—Porque hace mucho tiempo alguien me ayudó a mí. Aunque yo no lo pedí.
Jimena bajó el libro. La miró. —¿Eras pobre?
Regina soltó una risa breve. Seca. —No viví en casas grandes. No comí en restaurantes caros. Yo sé lo que es pasar hambre. Y sé que no se olvida nunca.
Jimena asintió. Empezaba a comprender. Regina se quedó en silencio. Una idea se cocinaba en su mente. Algo más grande que un techo. Darle una oportunidad real. No una limosna disfrazada.
Ese día, Regina se sintió menos sola. Algo dentro de ella empezó a sanar. Tal vez esta niña no llegó por casualidad.
🔪 La Trampa y el Duelo
Regina estaba sentada en su recámara. Pensando. ¿En qué momento había decidido hacerse cargo de una niña desconocida? ¿Por qué esa necesidad de tenerla cerca?
Tocaron la puerta. Leticia. Entró con una carpeta. Fría. Cortante.
—Te traje los estados de cuenta. Y una lista de fundaciones que podrían encargarse de la niña.
Regina levantó la mirada. —¿Fundaciones?
—Sí. Para que le den seguimiento. Para que no esté aquí—respondió Leticia sin rodeos—. Sé que fuiste buena, pero esto ya parece otra cosa.
Regina suspiró.
—¿Te molesta que esté aquí?
—No es que me moleste—dijo Leticia—. Pero esto no es un albergue, Regina. Y tú no eres su mamá.
La frase le pegó. La dejó en silencio.
—No soy su mamá. Pero nadie más quiere serlo—contestó al fin con voz bajita.
Leticia la miró fijo. —Mira, piensa en ti. Tienes una empresa que manejar. No puedes cargar con una niña cada vez que alguien te da lástima.
Regina apretó los dientes. No era lástima. Era algo más allá. No supo cómo explicarlo.
—¿Sabes qué es lo que más me molesta?—dijo levantándose—. Que creas que ayudar a alguien es cargar con ellos. Tanto te cuesta ver que hay personas que solo necesitan una oportunidad.
Leticia cerró la carpeta. Se dio media vuelta. Se fue sin decir adiós. La puerta se cerró. Regina sintió la mezcla de culpa y terquedad.
Mientras, Jimena estaba en el patio. Había escuchado partes de la discusión. No soy su mamá. La frase le dolió. Sabía que estaba en un lugar que no era suyo. El miedo volvió. A que todo se acabara.
El sol pegaba fuerte en el jardín cuando Regina salió de su oficina. Había tomado una decisión. Caminó hasta el patio. Jimena estaba dibujando. Lápiz viejo. Hoja reciclada. Apenas vio a Regina, se puso tensa.
—¿Qué dibujas?
—Nada. No más rayas.
Regina se sentó frente a ella. Habló despacio.
—Te voy a proponer algo, Jimena. Escúchame bien. ¿Puedes quedarte aquí conmigo? No te estoy adoptando, pero sí quiero darte un espacio, que estudies, que comas bien.
Jimena se le nublaron los ojos. ¿Era una trampa?
—¿Y si no quiero estudiar?
—Entonces podemos buscar otra opción—respondió Regina sin enojarse—. Pero vivir sin reglas, mientras estés aquí, no es una opción. No es un castigo. Es una oportunidad.
Jimena bajó la mirada. Quería gritar que sí. Pero tenía miedo.
—¿Puedo pensarlo?
—Claro—dijo Regina—. Pero si te quedas, vamos a hacer las cosas de verdad.
Esa tarde, Leticia entró al cuarto de Jimena. Sin tocar. Llevaba algo en la mano. Un reloj caro.
—¿Qué es eso? Preguntó Jimena desconcertada.
Leticia no respondió. Caminó al clóset de la niña. Lo abrió sin permiso. Metió el reloj en un cajón.
—Nada. Solo ordenando—dijo Leticia con una sonrisa falsa.
Dos horas después, Regina regresó. Leticia la esperaba en el pasillo.
—Tenemos un problema. Falta un reloj. Uno de los Cartier de tu colección.
Regina frunció el ceño. Subieron. Leticia caminó directo al cajón. Lo abrió. Sacó el reloj. —Aquí está.
Regina se quedó helada. Jimena, en la puerta, pasó del desconcierto al horror.
—¡Yo no puse eso ahí!—dijo con la voz quebrada.
Regina la miró fijo.
—Sí—gritó la niña con lágrimas—. ¡Yo no toqué nada! ¡Ella lo metió!
—¿Yo?—dijo Leticia con tono falso—. ¿Por qué haría algo así?
Jimena la señaló temblando. —Porque no me quiere aquí. Desde el primer día me ha tratado mal.
Regina apretó los dientes. Miró a las dos. Al reloj. A Jimena.
—Salgan las dos ahora.
Leticia quiso protestar. Regina la cortó. Las dos salieron.
Regina se quedó sola. Mirando ese reloj. No sabía a quién creerle. Jimena tenía razones. Pero… ¿por qué el reloj estaba ahí?
🔥 La Verdad Detrás de la Dureza
Regina pasó la noche en vela. Analizando. Leticia siempre fue leal. Fría, sí, pero leal. Jimena, en cambio, venía de la calle. Tenía la habilidad de la supervivencia. Mentir. El reloj era la prueba. Pero el miedo en los ojos de la niña…
A la mañana siguiente, Jimena no quiso verla. Estaba encerrada en su cuarto. El silencio gritaba.
Regina entró al estudio. Agarró la foto de la caja vieja. La miró. Ella, de niña, dura. Recordó la humillación cuando la acusaron de robar una barra de pan. Ella no lo había hecho. Pero nadie le creyó. Su madre solo la golpeó. Tienes que aprender a no tocar lo que no es tuyo.
Cerró los ojos. El golpe del recuerdo. Su mente dio un salto. La niña Jimena, señalando a Leticia. Temblaba. La misma frustración que ella sintió hace años.
Llamó a Leticia. Entró con la carpeta. Tono de superioridad.
—¿Qué vamos a hacer con el reloj, Regina? Llamo a un albergue, me encargo de…
Regina la interrumpió. Sin gritos. Voz mortal.
—¿Tú pusiste el reloj, Leticia?
Leticia se congeló. Su rostro, por un segundo, perdió la compostura. —¿Qué dices, Regina? ¿Por qué haría yo algo así?
—La vi, Leticia. Vi su cara. Y vi la tuya. Siempre has odiado que ella esté aquí. Porque pensaste que era una distracción. Que no encajaba.
—Ella no encaja, Regina. Es una carga. Una ladronzuela de la calle…
Regina golpeó el escritorio. Un ruido seco.
—¡Basta!
Leticia se quedó quieta.
—No quiero una explicación. Quiero que te vayas.
—¿Me estás despidiendo? ¿Por una niña de la calle?
—Te estoy despidiendo porque pusiste una trampa. Porque rompiste mi confianza. Y porque ella no es un problema. Es mi redención. Sal de mi casa. Ahora.
Leticia no dijo nada. El odio brilló en sus ojos. Se dio la vuelta. Salió sin mirar atrás. Esta vez, la puerta no se cerró con tensión. Se cerró con finalidad.
Regina fue al cuarto de Jimena. La niña estaba sentada en la cama. Abrazando la almohada.
Regina se sentó.
—Leticia se fue.
Jimena levantó la mirada. Ojos hinchados. —¿Por el reloj?
—Por mentir. Ella lo puso. Yo lo sé.
Jimena no lloró. Solo asintió. Como si la confirmación de la maldad no fuera una sorpresa.
—Me quería fuera.
—Sí—dijo Regina—. Pero te vas a quedar. Y nadie te va a volver a hacer sentir que no tienes un lugar.
Regina sacó el anillo oxidado de su bolsillo. Se lo dio.
—Esto lo tengo desde que era niña. Es lo único que me queda de cuando yo pasaba hambre. Me recuerda quién soy y lo que no quiero ser.
Jimena miró el anillo. Viejo. Feo. Poderoso.
—Me lo quedo—dijo Jimena con voz firme.
Regina la abrazó. Un abrazo sincero. Sin lástima. Un abrazo de igual a igual. Una millonaria. Una niña de la calle. Unidas por el dolor y por una oportunidad.
Esa noche, Jimena durmió con el anillo oxidado bajo la almohada. Y Regina, por primera vez en años, sintió que su control no venía de su dinero, sino de la fuerza que recuperó. La fuerza para proteger a la niña que ella fue. Y a la que tenía enfrente. Había sacrificado lealtad por verdad. Y eso valía más que cualquier colección de joyas.
🌅 El Amanecer de las Oportunidades
Dos semanas después, Jimena estaba en la cocina. El primer lunes de clases. Uniforme. Mochila. Todo nuevo. Esperando a Regina.
Leticia ya no estaba. La casa se sentía ligera.
Regina bajó las escaleras. No llevaba tacones. Tenía unos pants y una camisa sencilla. Cabello recogido sin orden.
—Lista—dijo con una sonrisa.
Jimena asintió. —Sí.
Caminaron juntas hacia el auto. Jimena no miraba el piso. Miraba hacia el frente. El chófer abrió la puerta. Subieron.
El camino a la escuela fue tranquilo. Jimena miraba por la ventana. El mundo ya no se sentía igual. No había miedo. Solo expectativa.
En la entrada de la escuela. Regina se agachó.
—Si algo no te gusta, me dices. Si tienes miedo, me llamas. Estamos juntas en esto.
Jimena no asintió. Hizo algo más fuerte. Miró a Regina a los ojos. Con la dureza que aún conservaba. Y con la inocencia que apenas recuperaba.
—Gracias.
Regina se quedó parada. Viéndola entrar al edificio. No a una escuela. Sino a su nueva oportunidad.
Al llegar a su oficina, Regina no se sentó. Miró por la ventana. Marcó un número. No era Leticia. Era el de su asesor legal.
—Quiero iniciar los trámites para una tutoría legal. Y quiero comprar el edificio abandonado de la calle 12. Vamos a construir un centro de apoyo para niños de la calle. Llámalo ‘Oportunidad’.
Colgó. Se sentó. La luz del sol entraba por la ventana. No brillaba en joyas. Brillaba en el anillo oxidado que llevaba puesto en el dedo meñique. Había pagado el precio de sus obras. Y había ganado.