
El sol de la tarde del 20 de octubre de 2024 caía sobre Ecatepec, Estado de México, con la pesada normalidad de cualquier domingo.
En la colonia Santa Clara, la vida transcurría entre el bullicio y la rutina de uno de los municipios más poblados y complejos del país. Adriana López Vargas, como cualquier madre, se preparaba para la semana.
Solo necesitaba hacer un mandado rápido en la tienda de la esquina. Dejó en casa a su hija Marina Sofía Gutiérrez López, de 13 años, y a su hermana menor. Fue una ausencia de minutos. Una llamada telefónica a casa para pedirle a la hermana menor que fuera a buscar algo, un breve trayecto de ida y vuelta.
Pero en ese lapso insignificante, el universo de Adriana se fracturó. Cuando regresó, la casa estaba allí, su hija menor también, pero Marina Sofía, su “hijita”, se había desvanecido.
No había señales de lucha. No había una nota. Solo un vacío ensordecedor donde, momentos antes, había estado una niña de 13 años.
Lo que comenzó esa tarde como la búsqueda frenética de una madre aterrorizada, gritando el nombre de su hija por las calles de la colonia, se convertiría en uno de los casos más oscuros y perturbadores de la historia reciente de la región.
No se trataba de una desaparición más, como las que tristemente se reportan a diario. La investigación de la Fiscalía General de Justicia del Estado de México (FGJEM) no tardaría en desenterrar una trama de codicia, engaño y una traición tan profunda que desafía la comprensión: un complot presuntamente urdido no por un extraño, sino desde el interior de su propio círculo familiar.
La desaparición de Marina Sofía no fue un acto de oportunidad. Fue, según la Fiscalía, el clímax de un plan calculado, motivado por la más fría de las razones: el dinero.
La vida de una niña de 13 años puesta en la balanza contra una póliza de seguro. Y mientras los sospechosos enfrentan a la justicia, la pregunta que atormenta a Adriana, a Ecatepec y a todo México, un país marcado por la herida de los desaparecidos, sigue suspendida en el aire: ¿Dónde está Marina Sofía?
Para entender la tragedia, primero hay que conocer a la víctima. Marina Sofía Gutiérrez López no era solo un nombre en una Alerta Amber. Era una niña de 13 años que navegaba las complejidades de la adolescencia temprana en un entorno difícil.
Vivía con su madre, Adriana, y su hermana menor. Pero sus vidas estaban marcadas por una ausencia anterior, una tragedia que, irónicamente, sentaría las bases para la que estaba por venir: la muerte de su padre.
A raíz de esta pérdida, Marina Sofía se había convertido en la beneficiaria de una póliza de seguro de vida. No era una fortuna de millones, pero para los estándares de su familia, era una suma significativa.
Fuentes de la investigación mencionaron una cifra que rondaba los cien mil pesos, suficiente para cambiar una vida… o para tentar a alguien a tomar una. Este dinero, destinado a asegurar un futuro que su padre no podría proveer, se convirtió inadvertidamente en un faro para la codicia.
Quienes la conocían la describen como una niña normal, con los sueños y preocupaciones de su edad. Pero sobre ella pendía esta responsabilidad financiera, este activo que ella misma probablemente apenas comprendía.
Ella era la clave de un dinero que otros deseaban. Y en el corazón de esta red de deseo, la Fiscalía encontraría al sospechoso más improbable.
Las primeras horas tras la desaparición de Marina fueron una confusión de pánico y procedimientos. Adriana López, tras constatar que su hija no estaba en casa ni con los vecinos, hizo la llamada que todo padre teme.
La FGJEM se activó. La colonia Santa Clara fue el epicentro de la búsqueda inicial. Los Agentes de Investigación (PDI) recorrieron las calles, hablaron con los residentes, buscaron cualquier cámara de seguridad que pudiera haber captado una imagen fugaz.
Pronto, surgió una pista. Testigos cruciales se presentaron. Declararon haber visto algo profundamente inquietante esa misma tarde, en un horario que coincidía con la desaparición. Vieron un vehículo, y describieron una escena aterradora:
tres hombres fueron vistos bajando a una persona del maletero de un coche en un terreno baldío, cerca del Gran Canal. Las características de esa persona, aunque vistas de lejos y en condiciones de estrés, eran escalofriantemente similares a las de Marina Sofía.
Esta pista cambió todo. Ya no se trataba de una niña que se había escapado o desorientado. Esto era un secuestro. La búsqueda se intensificó, movilizando a la comunidad.
Colectivos de búsqueda se unieron a la policía, peinando las áridas zonas que rodean Ecatepec, un terreno que ha servido para ocultar incontables secretos. Pero a medida que los días se convertían en una semana, la esperanza de encontrarla ilesa disminuía, y la naturaleza de la investigación cambiaba: de una misión de rescate a una cacería de depredadores.
La Fiscalía, siguiendo el rastro del vehículo y los testimonios, comenzó a armar el rompecabezas. Y todas las piezas apuntaban, increíblemente, de vuelta a casa.
El foco de la investigación se centró rápidamente en el círculo íntimo de la familia. Y allí, los detectives encontraron al primer y principal sospechoso: Juan Victor Sandoval Ortiz, de 20 años.
Su nombre provocó una onda de choque en la familia, porque Juan Victor no era un extraño. Era el “cuñado” de Marina Sofía, la pareja de la hermana mayor de la niña.
Juan Victor conocía la rutina de la casa. Conocía a Marina. Y, crucialmente, conocía la existencia del seguro de vida. Según la carpeta de investigación, fue él quien planeó y orquestó todo el crimen.
El motivo era simple y brutal: si Marina Sofía desaparecía, si fallecía, el dinero del seguro, que se estima en unos cien mil pesos, sería repartido entre los familiares restantes, incluida, presumiblemente, su pareja, la hermana de Marina.
La Fiscalía alega que Juan Victor no actuó solo. Reclutó cómplices. El primer sospechoso arrestado, un joven de 18 años localizado en la vecina colonia de Ciudad Azteca, confesó durante el interrogatorio.
Dijo a los agentes que Juan Victor le había ofrecido una parte del dinero para “ayudar a darle un susto” que se convirtió en desaparición. Este testimonio fue la pieza clave que permitió al Ministerio Público conectar los puntos.
Poco después, fueron identificados y detenidos otros dos presuntos implicados: Juan Alejandro, alias “El Alex”, y Pedro Miguel, alias “El Peter”. Uno de ellos fue reconocido por los testigos que vieron la terrible escena en el terreno baldío.
La red se cerraba. Los sospechosos fueron localizados y detenidos. La traición tenía ahora múltiples rostros.
La investigación reveló un nivel de crueldad que iba más allá del propio secuestro. No contentos con hacer desaparecer a la niña, los perpetradores supuestamente infligieron una tortura psicológica deliberada a la madre que la buscaba.
En los días posteriores a la desaparición, mientras Adriana vivía la peor pesadilla de su vida, su teléfono sonó. Eran mensajes de texto. El remitente parecía ser Marina.
Los mensajes decían que estaba bien, que se había ido con un novio, que no la buscaran. Durante un breve y agonizante período, estos mensajes ofrecieron una astilla de esperanza, aunque confusa.
Pero era un engaño. Una trampa cruel. La Fiscalía rastreó los mensajes y descubrió la verdad: no venían de Marina. La investigación concluyó que fue el propio Juan Victor, o alguien bajo sus órdenes, quien utilizó el teléfono de la niña para enviar esos mensajes.
El objetivo era doble: despistar a la policía, alejarlos de la teoría del secuestro y ganar tiempo valioso, y al mismo tiempo, jugar con la mente de la familia.
Este acto revela una premeditación y una frialdad que hielan la sangre. No solo se les acusa de planear la desaparición de una niña por dinero, sino también de manipular cínicamente las emociones de su propia familia política. Usaron la esperanza de una madre como arma para cubrir sus huellas.
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. La búsqueda de Marina Sofía nunca cesó, pero se volvió más desesperada. La Fiscalía, con los sospechosos bajo custodia, cambió el enfoque de “¿quién lo hizo?” a “¿dónde está?”.
Equipos de búsqueda, peritos y binomios caninos peinaron repetidamente el terreno baldío cerca del Gran Canal. Se utilizaron drones y decenas de voluntarios.
La comunidad de Ecatepec, horrorizada por el crimen, se volcó en ayudar, pero el vasto y complejo terreno urbano es implacable. Cada día sin noticias era una nueva capa de angustia para Adriana.
La familia, mientras tanto, tenía que lidiar no solo con la ausencia de Marina, sino también con la traición de Juan Victor. El hombre que había sido parte de sus vidas, que se sentaba a su mesa, era ahora el acusado de arrancarles a su hija. La dinámica familiar se hizo añicos, reemplazada por la sospecha y el dolor.
En febrero de 2025, casi cuatro meses después de la desaparición, llegó una noticia que, para el público, sonó como un final, pero que para la familia fue solo otra etapa de la burocracia en su pesadilla. La FGJEM anunció que había “concluido la carpeta de investigación”.
Un vocero explicó que el plazo legal para la investigación se había agotado. Esto no significaba que el caso estuviera resuelto en el sentido de que se hubiera encontrado a Marina.
Significaba que el Ministerio Público había reunido lo que consideraba pruebas suficientes para acusar formalmente a los sospechosos. La carpeta de investigación, con todos los testimonios, confesiones y pruebas circunstanciales, fue remitida a un Juez de Control.
Ahora, la pelota estaba en el tejado del Poder Judicial. El juez determinaría si las pruebas eran lo suficientemente sólidas para vincular a proceso a los detenidos por el delito de desaparición cometida por particulares.
Para la Fiscalía, la fase de investigación había terminado. Para la justicia, el proceso apenas comenzaba. Pero para Adriana López Vargas, nada había terminado. Su hija seguía sin aparecer.
La conclusión de la carpeta de investigación sin el cuerpo de Marina sumió a la familia en un limbo legal y emocional. Sin un cuerpo, no hay certeza. Sin un cuerpo, no hay un lugar donde llorar.
Sin un cuerpo, una pequeña y tortuosa brasa de esperanza imposible se niega a extinguirse, una esperanza que es, en sí misma, una forma de agonía.
Adriana López se convirtió en la voz de su hija desaparecida, uniéndose tristemente a las miles de madres buscadoras en México. En entrevistas desgarradoras, suplicaba ayuda. “Por el amor de Dios, solo quiero saber dónde está mi hijita”, imploraba entre lágrimas. “Alguien me ayuda, necesito encontrar a mi hija”.
Sus palabras no son solo el lamento de una madre; son una acusación contra un sistema que puede procesar a los culpables pero que a menudo falla en encontrar a las víctimas. La comunidad de Ecatepec comparte su frustración.
La ciudad quedó marcada por el crimen. La sensación de seguridad, ya de por sí frágil, se evaporó, reemplazada por el temor de que tal maldad pudiera residir tan cerca, oculta detrás de un rostro familiar.
El caso de Marina Sofía Gutiérrez López es una tragedia en múltiples actos. Es la historia de una vida joven truncada por la codicia. Es la historia de una traición familiar tan profunda que rompe los cimientos de la confianza humana.
Es la historia de un sistema de justicia que avanza con sus propios plazos, mientras una madre espera junto a la puerta.
Hoy, Juan Victor Sandoval Ortiz y sus cómplices están tras las rejas, enfrentando un proceso penal que podría mantenerlos allí durante décadas. Pero esta justicia, aunque necesaria, se siente incompleta. No puede responder a la única pregunta que realmente importa.
La investigación policial está cerrada. El proceso judicial está en marcha. Pero el caso de Marina Sofía no lo estará. No mientras su madre siga buscándola. No mientras una comunidad siga preguntando.
No mientras el eco de esa tarde de domingo siga resonando en las calles de la colonia Santa Clara. Los sospechosos pueden ser condenados, pero la verdadera justicia, el único cierre posible para Adriana, sigue perdida en algún lugar del árido paisaje del Estado de México, susurrando la misma pregunta sin respuesta: ¿Dónde está Marina Sofía?