
La mañana del 14 de abril de 2014, el sol comenzaba a calentar las profundas barrancas de la Sierra Tarahumara en Chihuahua. Santiago Gallegos, un joven de 19 años estudiante de ingeniería y apasionado de la fotografía de naturaleza, se despidió de sus amigos para realizar una caminata solitaria hacia un mirador poco conocido. Con su cámara réflex y una mochila ligera, buscaba capturar la inmensidad del paisaje mexicano para un concurso nacional. Nadie sospechaba que ese camino entre pinos y encinos sería el inicio de una ausencia que duraría más de media década.
La última señal de Santiago fue una fotografía enviada por un grupo de mensajería, donde mostraba un valle oculto entre las montañas. Segundos después, su señal se perdió. Lo que siguió fue una movilización sin precedentes: comunidades locales, brigadas de rescate y voluntarios recorrieron cada cueva y arroyo. El hallazgo más perturbador ocurrió en un saliente de roca: su cámara fotográfica estaba intacta, colocada sobre una piedra, pero sin rastro de lucha ni de su propietario. Durante años, la sierra guardó un secreto absoluto, dejando a sus padres, Elena y Roberto, en un duelo suspendido que solo la fe lograba sostener.
El giro más impactante ocurrió en octubre de 2019, en las inmediaciones de la canalización del Río Tijuana, en Baja California. Durante un operativo de asistencia social, las autoridades encontraron a un joven en condiciones de calle, extremadamente delgado y con una desorientación profunda. No hablaba, solo emitía sonidos guturales y mostraba un miedo irracional a los uniformes. Tras semanas de cuidados médicos, las autoridades federales lograron tomar sus huellas dactilares. El sistema arrojó una coincidencia que paralizó a la fiscalía: se trataba de Santiago Gallegos, el joven desaparecido años atrás en las montañas de Chihuahua. La noticia se esparció como pólvora, pero el reencuentro no fue el final feliz esperado. Santiago no reconocía a nadie; su mente parecía haber sido borrada por un trauma indescriptible.
La investigación criminal comenzó a reconstruir los “años perdidos”. Una pequeña medalla de San Judas Tadeo, encontrada oculta en el forro de su pantalón, tenía grabado un nombre que no era el suyo. Ese hilo condujo a los agentes hacia un rancho oculto en una zona de difícil acceso conocida como “El Espinazo del Diablo”. Allí, las autoridades descubrieron un complejo rústico utilizado por grupos delictivos para el trabajo forzado. En ese lugar, Santiago había sido retenido y obligado a realizar labores de vigilancia y mantenimiento bajo amenazas constantes.
En ese campamento clandestino, el joven vivió un calvario. Los peritos encontraron un pequeño refugio de madera donde, en las vigas del techo, Santiago había marcado con una piedra el paso de los días. Más de mil marcas daban testimonio de su resistencia silenciosa. Se determinó que fue sometido a condiciones de aislamiento extremo y al uso de sustancias para mantenerlo en un estado de sumisión, lo que explica el daño severo en su memoria a largo plazo y su incapacidad para articular palabras sobre su pasado.
El responsable de este centro de detención ilegal fue identificado como “El Cuervo”, un individuo vinculado a redes locales que aprovechaba la vulnerabilidad de los senderistas y viajeros en la zona serrana. Tras un operativo coordinado por fuerzas federales, se logró la captura de varios implicados. Sin embargo, para la familia Gallegos, la justicia llegó a medias. Santiago regresó físicamente, pero el joven brillante que planeaba construir puentes y edificios ya no estaba. Hoy, Santiago se encuentra en una clínica de rehabilitación neurológica en la Ciudad de México, donde poco a poco comienza a reaprender tareas básicas, aunque los recuerdos de su infancia y su hogar siguen perdidos en la bruma del trauma.
Este caso ha reabierto el debate en México sobre la seguridad en las zonas turísticas naturales y la deuda histórica con las familias de los desaparecidos. La historia de Santiago es un recordatorio de que, incluso en medio de la tragedia, la verdad termina por salir a la luz, aunque el precio sea la pérdida de toda una juventud. Sus padres no pierden la esperanza de que algún día, al mirar las fotos que él mismo tomó, una chispa de reconocimiento vuelva a iluminar sus ojos.