
En 2013, Australia era un país de vastos horizontes y prosperidad. Para la familia Thompson —David (38), su esposa Sarah (36) y sus dos hijos pequeños, Emily (9) y Jacob (7)— la vida en su suburbio de Perth parecía cómoda, aunque monótona. David era contable y Sarah era enfermera a tiempo parcial. Como muchas familias, sentían la presión de la vida moderna, pero para sus amigos y vecinos, no eran más que la típica familia trabajadora australiana.
Fue en la primavera de 2013 cuando anunciaron su gran plan: una aventura. Habían vendido su casa. Le dijeron a su familia extendida y a sus amigos que iban a tomarse un año sabático para “reconectar” y viajar por el país en una autocaravana que habían comprado de segunda mano. El plan era vago: “Empezar por el norte, quizás ir hacia Queensland”, le dijo David a su hermano, Mark.
La última semana de octubre, la familia organizó una barbacoa de despedida. Hubo risas, promesas de enviar postales y llamadas por Skype. Los abuelos, los padres de Sarah, abrazaron a sus nietos con fuerza.
Unos días después, el 1 de noviembre de 2013, un vecino los vio subirse a su Ford Ranger, que remolcaba una caravana blanca de aspecto robusto. Se despidieron con la mano, giraron en la esquina y se desvanecieron.
Las primeras semanas, nadie se preocupó. Era parte del plan. Estarían “fuera de cobertura”, explorando el vasto interior de Australia Occidental. Pero cuando llegó la Navidad y las tarjetas y llamadas esperadas no se materializaron, la preocupación comenzó a crecer. Mark, el hermano de David, empezó a llamar a los campamentos de caravanas a lo largo de la costa norte. Nadie los había visto.
En enero de 2014, con un nudo de pánico en el estómago, la familia denunció oficialmente su desaparición.
La policía de Australia Occidental (WA) inició una investigación, pero se enfrentó a un desafío monumental. ¿Por dónde empezar a buscar? La familia Thompson no había desaparecido en el desierto; habían desaparecido hacia el desierto. No había un último punto de contacto conocido, ni una ruta definida. Su destino declarado era, esencialmente, “el resto de Australia”.
Los investigadores analizaron sus finanzas. Aquí es donde la historia dio su primer giro extraño. La casa se había vendido, sí, pero las cuentas bancarias de David y Sarah habían sido vaciadas sistemáticamente en las semanas previas a su partida. Retiradas de efectivo. Grandes sumas. Su cuenta de jubilación (superannuation) había sido liquidada con penalizaciones. No solo se iban de viaje; estaban liquidando sus activos.
El Ford Ranger y la caravana tenían matrículas válidas, pero ninguna cámara de tráfico los había registrado saliendo del estado. Sus teléfonos móviles dieron señal por última vez en un suburbio del norte de Perth y luego se apagaron, permanentemente. Sus pasaportes seguían en un cajón de la casa de los padres de Sarah, donde los habían dejado “para que estuvieran seguros”.
La búsqueda se estancó casi antes de empezar. No había escena del crimen, ni ruta, ni evidencia de violencia.
Surgieron las teorías, cada una más oscura que la anterior, llenando el vacío dejado por la familia.
La primera teoría, la más aceptada por la policía al principio, fue la de un accidente trágico. Australia Occidental es un estado de 2,5 millones de kilómetros cuadrados. Gran parte de él es un desierto implacable. Se pensó que la familia podría haber tomado un camino remoto, su vehículo se averió o se atascó, y perecieron por la deshidratación. Se realizaron búsquedas aéreas en las principales rutas del norte, pero sin un área de búsqueda definida, era como buscar una aguja en un continente de pajares.
La segunda teoría era el crimen. ¿Se habían topado con las personas equivocadas? El efectivo que llevaban los convertía en un objetivo. ¿Fueron asaltados y sus cuerpos, junto con su vehículo y caravana, enterrados en algún lugar del vasto bush? Esta teoría atormentaba a sus padres.
La tercera teoría era la más extraña, pero la que persistía: una fuga voluntaria. ¿Estaba David huyendo de algo? Los investigadores rebuscaron en sus finanzas. No encontraron deudas de juego, ni negocios turbios. Era un contable de nivel medio. Sin embargo, la liquidación de sus activos era metódica. Parecía una huida planeada. ¿Pero por qué? ¿Y por qué llevar a los niños?
Los años pasaron. 2014 se convirtió en 2017. 2017 en 2020. El caso de la familia Thompson se convirtió en uno de los misterios de personas desaparecidas más desconcertantes de Australia. Los abuelos de los niños dieron entrevistas desgarradoras en los aniversarios, rogando por cualquier información. “Solo queremos saber qué pasó”, lloraba la madre de Sarah, Helen, en televisión. “Si están ahí fuera, solo hágannos saber que los niños están bien”.
El silencio fue su única respuesta.
La policía nunca cerró el caso, pero este se enfrió hasta quedar congelado. El mundo exterior siguió adelante. Hubo una pandemia global. La tecnología cambió. Emily habría cumplido 20 años; Jacob, 18. Eran adultos fantasmas.
Llegó el año 2024. Once años después de la barbacoa de despedida.
En un rincón olvidado de Queensland, cerca de la pequeña localidad rural de Atherton Tablelands, a miles de kilómetros de Perth, la vida transcurre a un ritmo diferente. Es una zona de densos bosques tropicales y pequeñas granjas que viven de la tierra. La gente aquí valora su privacidad.
El sargento Chris Riley, de la policía local de Queensland, estaba realizando controles de bienestar después de que un pequeño ciclón pasara por la zona. Iba de puerta en puerta por las propiedades más aisladas, asegurándose de que los residentes, a menudo ancianos o ermitaños, estuvieran bien.
Condujo por un camino de tierra apenas transitable que, según sus registros, solo llevaba a una propiedad abandonada. Sin embargo, al final del camino, escondida bajo un denso dosel de árboles de mango, vio una vieja caravana blanca. Estaba sucia, cubierta de moho y enredaderas, pero claramente habitada. Un pequeño panel solar estaba sujeto al techo y un huerto bien cuidado crecía a un lado.
Riley se acercó y llamó a la puerta metálica. “¡Policía! ¿Están todos bien después de la tormenta?”.
La puerta se abrió con un chirrido. Un hombre alto y demacrado, con una barba gris enmarañada y ojos desconfiados, apareció en la puerta. Parecía tener unos 60 años. “Estamos bien, oficial. No necesitamos nada”, dijo el hombre, su voz áspera por la falta de uso. Riley, por protocolo, preguntó su nombre. “Soy Jim. Jim Peterson”, dijo el hombre. Riley asintió, pero algo en los ojos del hombre, un pánico que no coincidía con la situación, hizo saltar sus alarmas. “¿Vive aquí solo, señor Peterson?”. El hombre dudó. “Mi familia está dentro”. “¿Podría verlos, por favor? Solo para asegurarme de que todos estén bien”.
El hombre se negó. Dijo que su esposa estaba enferma y que sus hijos eran tímidos. Riley insistió educadamente. Finalmente, el hombre se hizo a un lado.
Dentro de la caravana, el aire era denso y oscuro. Una mujer delgada, con el pelo canoso recogido en un moño, estaba sentada en un pequeño sofá. Parecía tan desgastada como el hombre. En el rincón más alejado, dos figuras jóvenes observaban desde las sombras. No eran niños. Eran un hombre joven y una mujer joven.
“Ella es mi esposa, Mary. Y ellos son Tom y Jane”, dijo el hombre.
Riley les hizo preguntas básicas. Los jóvenes no hablaron. Solo miraban con ojos muy abiertos, casi salvajes. No había televisión. No había teléfonos. Solo libros.
El sargento Riley tenía un mal presentimiento. Volvió a su coche patrulla y, por pura intuición, introdujo los nombres “Jim y Mary Peterson” en su base de datos. No existían.
Frustrado, miró la caravana. Era vieja. ¿Tendría matrícula? Se acercó a la parte trasera. Estaba cubierta de barro, pero bajo una capa de suciedad, encontró la placa de matrícula de metal. Estaba descolorida, pero los números eran legibles.
Volvió a su coche e introdujo la matrícula de la caravana.
La pantalla de su ordenador parpadeó en rojo. ALERTA. Vehículo registrado a nombre de DAVID THOMPSON. Asociado a caso de PERSONAS DESAPARECIDAS DE ALTO RIESGO. WA-POL 2014.
El corazón de Riley dio un vuelco. Miró al hombre que seguía en la puerta de la caravana. El hombre demacrado de 60 años no era tal. Era David Thompson, de 49 años, consumido por 11 años de vida fuera del sistema.
“David”, dijo Riley, saliendo del coche. “Se acabó”.
La verdad que emergió en la comisaría local fue más extraña que cualquier teoría. No fue un accidente. No fue un secuestro. Fue una huida deliberada, pero la razón no era la que nadie esperaba.
No eran deudas. Era miedo.
David, a través de su trabajo como contable, se había topado accidentalmente con una operación masiva de lavado de dinero que involucraba a figuras muy poderosas y peligrosas en Perth. No había ido a la policía por miedo a que estuvieran implicados. Cuando se dio cuenta de que lo habían visto investigando, entró en pánico.
Convenció a Sarah de que la única forma de proteger a sus hijos era desaparecer. No solo mudarse, sino dejar de existir.
La venta de la casa, la liquidación de los activos… fue su fondo de huida. La historia del “viaje de un año” fue la coartada perfecta. Condujeron durante días, pero no hacia el norte. Condujeron hacia el este, manteniéndose en carreteras secundarias, pagando todo en efectivo, evitando cualquier cámara. Vendieron su vehículo original en un estado diferente y compraron la caravana más barata y anónima que pudieron encontrar.
Durante 11 años, habían vivido en el más absoluto anonimato. Se mudaban constantemente, alojándose en los rincones más remotos de Queensland y el Territorio del Norte. Los niños, Emily y Jacob (o “Jane” y “Tom”), nunca fueron a la escuela. Sarah les enseñó a leer y escribir usando libros viejos de tiendas de segunda mano. Nunca habían visto Internet. No sabían lo que era un smartphone. No tenían amigos, ni historial médico, ni identidad digital. Habían crecido como fantasmas.
La familia Thompson había sido encontrada. Estaban vivos.
Pero el descubrimiento abrió una caja de Pandora de tragedias. Los abuelos, ahora en sus 80 años, recibieron la llamada telefónica que habían soñado durante 11 años. Su hija y sus nietos estaban vivos. Pero la alegría fue reemplazada por la conmoción. Su hija había elegido dejarlos vivir en el infierno de la incertidumbre para protegerse.
David fue detenido, no por su desaparición, sino por las investigaciones sobre sus afirmaciones de lavado de dinero, que ahora debían ser corroboradas.
Pero el verdadero impacto fue en Emily y Jacob. Con 20 y 18 años, fueron arrojados a un mundo que no entendían. Eran adultos sin historia, sin habilidades para navegar la vida moderna. Su rescate fue, en muchos sentidos, el comienzo de un desafío aún mayor. Habían sido encontrados, pero estaban irremediablemente perdidos.