
La mano enguantada se movió. Un clic seco, final. El Capitán Eric Falconroth no miró la explosión. No se detuvo.
1. La Escena del Fantasma
El aire de Berlín era espeso, ceniza caliente y miedo. La ciudad sangraba. Muros de ladrillo se desintegraban en polvo rojo. La furia soviética era un rugido constante. Pero él caminaba. En la Wilhelmstraße, el humo olía a derrota. El cielo ardía. No miró arriba. Sus botas SS no hacían ruido. Llevaba un maletín de cuero gastado. Llevaba el peso de los secretos. No miraba a los soldados que huían. Eran el pasado.
Su rostro era una máscara perfecta. Frío. Calculado. Un maestro de la ausencia.
Cruzó una calle. Un tanque T-34 calcinado. Una silueta oscura contra el resplandor rojo. La visión no lo conmovió. Sus ojos estaban fijos. En algo que solo él veía. Detrás de una pared bombardeada. Un oficial subalterno lo vio. El oficial parpadeó. Cuando volvió a mirar, el Capitán se había ido.
No había rastro de él. Eric Falconroth se había evaporado.
2. El Rumor de la Roca
Décadas después, los Alpes Bávaros. El aire era puro, pero mentiroso. Ocultaba cosas.
El cartógrafo Leo Hartman se inclinó. La lupa magnificaba la mentira. Líneas de contorno. Demasiado rectas. Demasiado simétricas. Bajo el macizo, había una cuadrícula. Una herida geométrica. Un vacío.
Leo trazó la anomalía con un lápiz. Su mano tembló.
—No son naturales —murmuró. —No siga eso —le había dicho su jefe. —Algunos mapas mienten a propósito.
Pero Leo sintió la urgencia. La roca no miente. La gente sí.
En el pueblo, los susurros. Ecos metálicos que subían por la tierra. Un golpe rítmico. Martillo sobre hierro. La construcción continuaba.
Una anciana tembló al recordarlo. —Vi al hombre. Hace mucho. Antes de que cayera el Reich. Dirigiendo camiones. Hacia la roca. —¿Y luego? —La montaña se lo tragó.
Leo miró su mapa. El punto. La ubicación exacta de la anomalía. Sintió el frío. El vacío era real.
3. La Tormenta y la Herida
El otoño trajo la furia. Relámpagos. Truenos. La montaña se desgarró.
Un leñador lo vio. Un rectángulo gris. Concreto. Expuesto como un hueso roto. Una pared de búnker. Semienterrada. Angulosa. No pertenecía allí.
La entrada era un agujero negro. El marco de acero oxidado. Una puerta anti-explosión hecha añicos. Rastrillaron el lodo. Cerca de los restos de la puerta, un grabado. El águila del Reich. Diluida.
Los investigadores llegaron. Hombres con gabardinas. Silenciosos. Sus ojos escanearon la entrada con una familiaridad aterradora.
Uno habló en voz baja. Inglés. —Coincide con la antigua inteligencia.
Leo llegó. Vio el agujero. Sintió el escalofrío de la certeza. Era real. Los túneles. La arquitectura del miedo.
Cruzaron el umbral. El aire era viciado. Acre. Un hedor químico y metálico. La oscuridad los asfixió.
Sus linternas cortaron la sombra. Vías de tren oxidadas. Un montón de uniformes podridos. Restos de lana. Hebillas de cuero. Ni un solo cuerpo. El abandono había sido meticuloso. Quirúrgico.
—Falconroth —susurró uno. El nombre no era una pregunta. Era una acusación.
4. El Laberinto y el Plan Maestro
El túnel se extendía. Kilómetros. No una cueva. Una arteria. Cortada con precisión aterradora.
Una cámara. Equipos de radio destrozados. Mesas de mando. Silencio.
Otra cámara. Paredes de granito. Yacía un taller. Tornos industriales. Prensas. Máquinas desconocidas. Mesas cubiertas de planos amarillentos. Leo los desenrolló.
Un diseño. Alas aerodinámicas curvas. Unidades de propulsión. Tecnología imposible para 1945.
En el margen, la letra. Meticulosa. Inconfundible. Eric Falconroth.
—No era un oficial —dijo el jefe de equipo. El aliento le falló. —Era un arquitecto. De esto.
El taller no era un refugio. Era un centro de investigación clandestino. El corazón del Proyecto Montaña. Una contingencia. Una semilla para el futuro.
Cerca, una caja de metal. Antigua. Impecable. Dentro, un diario. Cuero negro. Letra apretada.
Fase 2. Crucial para la continuidad. El Proyecto Montaña. Supervivencia imperativa.
Las entradas codificadas. Cifras y símbolos. Un rompecabezas de décadas.
Y luego, las frases claras. El miedo se filtró por las páginas.
No confíes en nadie. Han sido traicionados. Debo desaparecer antes de que vengan a por mí.
El último registro. Días antes de la caída de Berlín. Directiva de alto mando. Activar las contingencias. Ruta de escape.
Falconroth no había huido. Había orquestado una diáspora.
5. El Último Umbral
Siguieron el diario. Un pasaje. Más estrecho. Más antiguo. Maderas podridas. No ingeniería militar. Artesanía desesperada.
Un túnel de huida. En el fondo, un muro de escombros. Roca. Derrumbe. Años de antigüedad.
Se acercaron. La luz se reflejó en una viga. Arañazos. Marcas de botas. El jefe de equipo se arrodilló. Su linterna tembló.
En la roca, cerca del tope, una marca. Una silueta. La impresión oxidada de una mano. Un adiós. Un último esfuerzo.
—Se fue por aquí —dijo uno de los hombres. —La salida colapsó.
Silencio. El aire era pesado. Frío. —¿Salió o quedó sepultado?
El jefe de equipo se puso de pie. Sacudió el polvo. Miró la marca de la mano. La mano fría. Calculadora. Del capitán de las sombras.
—No importa. Lo que construyó no está aquí. Está fuera.
El diario. Los nombres. Las rutas. Ratlines. Génova. Barcelona. Argentina.
Eric Falconroth no era un fantasma del pasado. Era el arquitecto de un futuro oscuro. Un hombre sin cadáver que seguía moviendo piezas en un tablero global.
El túnel no era una tumba. Era un trampolín. El Capitán no había desaparecido. Se había liberado.
La montaña había abierto la boca y él había salido.