
Hace exactamente cuatro años, la comunidad de Seattle se despidió de uno de sus miembros más respetados de la forma más frustrante posible: sin un cuerpo que honrar, sin respuestas, sin un cierre. El Dr. Aris Thorne, un oncólogo jubilado de 68 años, conocido tanto por su brillantez médica como por su amor por las alturas, se desvaneció.
Su vehículo fue encontrado en el estacionamiento del popular sendero Skyline, en el Parque Nacional Mount Rainier. El registro de excursionistas confirmaba su intención: una caminata de un día. Thorne era meticuloso, un hombre que calculaba riesgos, tanto en la sala de operaciones como en la montaña. Pero ese día de agosto, simplemente, no regresó.
La operación de búsqueda y rescate fue una de las más extensas en la historia reciente del parque. Durante tres semanas, equipos de voluntarios, guardaparques, unidades caninas y helicópteros peinaron las laderas escarpadas, los glaciares y los densos bosques. No encontraron nada. Ni una huella, ni un trozo de tela, ni el bastón de senderismo que siempre llevaba.
Con el corazón apesadumbrado, la búsqueda se suspendió. La conclusión oficial, aunque no escrita, fue la que nadie quería pronunciar pero todos asumían: el Dr. Thorne había sufrido un accidente fatal. Un resbalón, una caída en una grieta oculta, la desorientación repentina por la niebla, o incluso un encuentro desafortunado con la fauna. Mount Rainier, en toda su majestuosidad, es un gigante que no perdona. El caso se enfrió, convirtiéndose en una triste estadística, un expediente más en el archivo de “desaparecidos en la naturaleza”.
Eso fue hasta hace catorce días.
El escenario del descubrimiento no fue una cornisa peligrosa ni un glaciar profundo. Fue un humedal pantanoso a varias millas río abajo del parque, cerca del río Nisqually. Un equipo de biólogos de vida silvestre estaba realizando un estudio rutinario sobre el impacto de las colonias de castores en la hidrología local. Mientras catalogaban un dique particularmente grande y establecido, algo llamó su atención.
Atrapado entre el intrincado tejido de ramas, lodo y piedras, asomaba un trozo de nailon de un color azul desvaído. No era un desecho común. Era el panel trasero de una mochila de senderismo de alta gama.
Con un cuidado exquisito, entendiendo que podrían estar ante algo significativo, alertaron a las autoridades. La extracción fue delicada. La mochila había estado allí por mucho tiempo, fusionada con la obra de ingeniería de los castores. Cuando finalmente la liberaron, estaba pesada por el agua y el lodo. Pero estaba sorprendentemente intacta.
Dentro de una bolsa impermeable, milagrosamente sellada, la Oficina del Sheriff del Condado de Pierce encontró lo que cambiaría todo.
El contenido era un eco fantasmal de ese último día: un juego de llaves del auto (el mismo que se encontró en el estacionamiento hace cuatro años), un teléfono inteligente destrozado por la humedad y, lo más importante, un pequeño diario de campo encuadernado en cuero.
El diario pertenecía, sin duda, al Dr. Aris Thorne.
La familia confirmó su caligrafía. Pero no eran las notas de un naturalista maravillado por el paisaje. Las últimas páginas, escritas con una caligrafía temblorosa que contrastaba con su habitual precisión, contaban una historia completamente diferente.
Las primeras entradas de ese día eran normales. Describía la claridad del aire, la vista del Monte Adams a lo lejos. Pero a medida que avanzaba la tarde, el tono cambiaba. El Dr. Thorne no estaba solo.
“Él llegó puntual. No estoy seguro de que esto sea una buena idea”, escribió en una entrada.
La policía, que ahora maneja el caso como una investigación activa de “juego sucio”, ha sido hermética con los detalles. Sin embargo, fuentes cercanas a la investigación han filtrado que el diario detalla un encuentro planificado. El Dr. Thorne no se perdió. Fue a encontrarse con alguien.
Las últimas palabras legibles en el diario son escalofriantes. Hablan de una “disputa” y de “viejas deudas”. La última frase, garabateada con prisa, dice: “Me equivoqué al confiar. Esto no es sobre el dinero. Esto es algo más”.
El descubrimiento de la mochila en el dique de castores ha destrozado la narrativa del accidente. La ubicación, a millas de donde se concentró la búsqueda, sugiere que la mochila fue arrojada al río en un intento deliberado por ocultar pruebas, siendo llevada por la corriente hasta que los castores, en su incansable labor, la incorporaron a su hogar.
Este hallazgo plantea preguntas terribles. ¿Quién era la persona que el Dr. Thorne fue a encontrar? ¿Qué “viejas deudas” tenía un oncólogo jubilado que pudieran llevar a un desenlace tan siniestro? ¿Y cómo es posible que alguien cometiera un acto atroz en uno de los parques nacionales más visitados del país y desapareciera sin ser visto?
La investigación, que había estado congelada durante cuatro años, ahora está al rojo vivo. Los detectives están reexaminando la vida del Dr. Thorne, no como una víctima de la montaña, sino como la víctima de un plan calculado. Están revisando sus registros financieros, sus viejos casos médicos, sus relaciones personales. Alguien tenía un motivo para asegurarse de que el Dr. Thorne no bajara de esa montaña.
La naturaleza, en su indiferencia, ocultó la evidencia. Y luego, en un giro irónico del destino, la misma naturaleza, a través de sus ingenieros más laboriosos, la devolvió. El dique del castor, construido para proteger a su colonia, se convirtió en el custodio involuntario de la verdad.
Para la familia Thorne, la noticia es una nueva ola de dolor. La ambigüedad de la desaparición ha sido reemplazada por la certeza de un acto terrible. Su ser querido no resbaló; fue empujado, metafórica o literalmente.
Mientras la policía sigue la nueva y fría pista desenterrada del lodo, una cosa es segura: el misterio de lo que realmente sucedió en Mount Rainier apenas comienza a desvelarse. Y todo gracias a un dique que nunca debió contener más que ramas y agua. La verdad, al igual que la mochila del médico, ha estado esperando pacientemente a ser encontrada.