La Cama Maldita: La Novia Huyó de su Matrimonio tras Encontrar un Secreto Enterrado en la Antigüedad

En la vasta, vibrante y tradicional provincia de Batangas, Filipinas, la boda de Ramón de la Cruz, el nieto mayor, fue un evento de opulencia y celebración. El barangay (el barrio) se iluminó con luces de fiesta; hubo música de banda, un lechon asado entero y el júbilo contagioso de parientes que se habían reunido de todo el archipiélago. En medio de la alegría, estaba Lola Mercedes, la abuela, con los ojos llenos de lágrimas de felicidad, acariciando una vieja cama de madera oscura en el rincón más alejado de la casa.

“Esta fue la cama que tu abuelo y yo usamos en nuestra primera noche de bodas”, le susurró la anciana a Ramón, limpiando una capa de polvo del cabecero de madera pulida de color ébano. “Trae buena suerte, hijo. Dormirás aquí en tu primera noche como marido. Créeme, esta cama… esta cama trae hijos varones”.

Ramón sonrió. Su nueva esposa, Lara, sonrió también, aunque con un toque de aprensión. Ambos eran jóvenes y modernos, y la vieja cama se sentía como una reliquia solemne en lugar de un lecho nupcial. Pero nadie en la familia se atrevía a contradecir a Lola Mercedes, la matriarca. Asintieron, aceptando su “bendición”.

Esa noche, después de que la fiesta terminó y el último familiar se fue, la casa quedó en silencio. Arriba, en la antigua habitación, la cama comenzó a emitir ruidos extraños. Un crujido rítmico: “¡Kreeeek… kreeeek…” que parecía venir de las entrañas de la propia estructura. Era un sonido tan profundo que parecía más una respiración pesada que el simple chirrido de un mueble viejo.

“Es solo que está vieja, ¿verdad?”, susurró Ramón, con una sonrisa forzada.

Lara asintió. Pero en su pecho, un frío helado y desconocido comenzó a crecer, reemplazando la calidez de la alegría de la boda. Ella no estaba sola en la habitación.

Capítulo 1: El Muro de la Superstición

Lara era práctica. Era de Manila, de la ciudad. No creía en fantasmas, pero respetaba las tradiciones. Sin embargo, la cama se sentía como un ser vivo.

A partir de esa noche, los ruidos se hicieron un ritual. Cada medianoche, comenzaban. Tres suaves golpes, rítmicos: “Tok… tok… tok…”, provenientes directamente del suelo debajo de la cama. A veces, se convertía en un sonido de raspado, como una uña arrastrándose por la madera del suelo: “Scrrrkk… scrrrkk…”.

Lara se lo dijo a Ramón. Él, cansado por las festividades de la boda y la mudanza, simplemente se encogió de hombros. “Es solo el clima, amor. Esta casa es antigua, se asienta. Es la superposición de la madera. Estás nerviosa por la mudanza”.

Pero el terror de Lara se intensificó. En la segunda noche, mientras dormían, sintió que las sábanas se tensaban alrededor de su cuerpo. Se despertó en un sobresalto, sintiendo un tirón sutil pero definitivo, como si algo debajo estuviera agarrando la tela y tirando hacia el suelo.

Durante cinco noches, Lara durmió con miedo. La boda, el amor, el futuro, todo fue eclipsado por el terror que se arrastraba desde el suelo de la habitación. Ella observó a Ramón dormir, notando que él dormía profundamente, aparentemente ajeno a los ruidos y los tirones. Esto creó una brecha entre ellos: él era escéptico; ella era una víctima.

Capítulo 2: La Revelación en la Oscuridad

En la quinta noche, Lara no pudo soportarlo más. El sonido del raspado, lento y agonizante, la despertó. Ramón roncaba suavemente a su lado, en su propio mundo de sueño escéptico. Lara se levantó, con el corazón latiéndole furiosamente en el pecho. Agarró su teléfono, encendió la linterna y se arrodilló con una desesperación temblorosa.

El haz de luz cortó la oscuridad bajo el marco de la cama. Al principio, no vio nada: solo polvo, zapatos viejos y las telarañas que la abuela no había limpiado.

Movió la luz, barriendo lentamente el marco de madera oscura. Y entonces, en el punto más alejado del marco, el rayo de luz tocó algo que se movió.

Una mano.

Era pálida, delgada, casi esquelética. Las uñas eran largas y oscuras. La mano se movió rápidamente, un movimiento antinaturalmente rápido, agarrando la parte inferior del marco de la cama antes de retirarse a la sombra absoluta.

Lara no gritó de miedo. Gritó de horror y certeza. Cayó hacia atrás, el teléfono rodó por el suelo, y su aliento se ahogó en su garganta. El grito la despertó a Ramon, quien se sentó, molesto.

“Lara, ¿qué pasa? ¡Solo fue una pesadilla! ¡Vuelve a dormir!”

Él la obligó a calmarse, la abrazó, sin entender la pura realidad física de lo que ella había visto. A la mañana siguiente, él lo descartó como una alucinación inducida por la falta de sueño.

Capítulo 3: El Error de la Abuela

A la mañana siguiente, Lara fue directamente a Lola Mercedes. La encontró en la cocina, bebiendo café y supervisando a las criadas. Le contó todo. No lo hizo con histeria; lo hizo con una voz fría y fáctica, como si estuviera contando un informe policial.

La reacción de Lola no fue de sorpresa, sino de una calma escalofriante. Ella sonrió, pero sus ojos se mantuvieron fríos y distantes.

“No todas las personas pueden dormir allí, mi niña”, dijo la anciana, su voz suave como el satén. “Hay almas que no saben despedirse. Hay almas que quieren lo que la cama les prometió”.

Lara sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Lola no la estaba consolando; la estaba confirmando. La abuela no era una víctima inocente. Ella era la guardiana del secreto. Había puesto a su nieto y a su nueva novia en una trampa antigua.

Ramón siguió desestimando la historia como “tonterías”. Para Lara, esto fue la gota que colmó el vaso. Se dio cuenta de que no solo estaba atrapada por una presencia sobrenatural, sino por la lealtad ciega y el secreto obstinado de la familia de su marido. No podía confiar en Ramón; no podía vivir en ese matrimonio. Decidió que se iría, pero no sin la verdad.

Capítulo 4: La Profanación

El plan de Lara se ejecutó con la misma frialdad que había encontrado en los ojos de Lola. Esperó hasta la tarde, cuando la abuela estaba durmiendo y los sirvientes estaban ocupados en el patio. Regresó a la habitación, llevando consigo una linterna y una herramienta de cocina, un cuchillo de mantequilla grande y plano.

Con el corazón latiéndole fuertemente, se arrodilló junto a la cama, concentrándose en el punto donde la mano había agarrado el marco. La cama era un objeto de arte, pero Lara ahora la veía como una jaula.

Presionó la madera, buscando. Encontró una sección de la moldura que estaba ligeramente suelta. Usando el cuchillo como palanca, retiró el delgado panel. Lo que había debajo no era una tabla de suelo, sino una abertura a un compartimento oculto, construido en el marco lateral de la cama.

Lara sintió un nudo en el estómago. Metió la mano temblorosa en la abertura oscura. Sacó los contenidos.

El primer objeto fue una llave vieja y oxidada.

El segundo fue una fotografía en blanco y negro, amarillenta por el tiempo. La foto mostraba a una joven pareja en ropa de boda, de pie frente a la misma casa de Quezon City, pero la fecha grabada en la parte inferior era 1955. No eran los abuelos de Ramón; eran desconocidos.

El tercer objeto fue el horror. Era un pequeño trozo de periódico doblado, sellado con cera vieja. Lara lo abrió cuidadosamente. Era un fragmento de una columna de noticias que databa de 1955. La historia era sombría y sensacionalista. Describía la desaparición de una joven novia en Batangas después de una fiesta de bodas. La joven, que la foto confirmaba que era la mujer del retrato, había desaparecido de su habitación. La policía sospechaba de su marido.

Pero lo que hizo que la sangre de Lara se congelara fue la última frase que pudo leer: “El marido se declaró inocente, afirmando que su esposa simplemente había huido, pero los lugareños susurraban sobre una disputa por un niño, y la anciana, conocida por sus remedios herbales, se negó a hablar”.

Lara sintió que la verdad la golpeaba con la fuerza de un rayo. La cama no traía suerte; estaba maldita. La promesa de Lola de un “hijo varón” no era una bendición; era un intento de romper una maldición que había cobrado la vida de una novia anterior, una novia que, quizás, había sido asesinada allí mismo, en ese colchón, y cuya alma estaba ahora atrapada bajo el marco de la cama, buscando su cuerpo o su venganza. La “mano” que tiraba de la manta no quería hacer daño; quería escapar.

Capítulo 5: La Fuga Final

Lara ya no tenía miedo. Estaba consumida por el horror y la rabia. Agarró el periódico y la fotografía, su evidencia irrefutable.

Cuando Ramón regresó a casa esa noche, ella lo confrontó, no gritando, sino con una voz baja y helada. “No podemos quedarnos aquí. Sé lo que pasó en esta habitación. Sé lo que tu abuela nos está haciendo”.

Ramón, como siempre, intentó descartarla. “Es solo chatarra antigua, Lara. Una leyenda. ¡Estás paranoica! ¡Es la ansiedad!”

Pero Lara ya no lo miraba a él; miraba al hombre que la había traído voluntariamente a una tumba. Él era parte de la ceguera de la familia.

Esa noche, mientras Ramón dormía profundamente, agotado por su escepticismo, Lara empacó su maleta. No se llevó la ropa de la boda. Solo se llevó el periódico y la foto.

Salió de la casa por la puerta trasera, huyendo de su matrimonio, de la maldición y de la oscura verdad que la familia de la Cruz había enterrado durante casi sesenta años. Al salir, echó un vistazo a la ventana de su habitación. La casa estaba silenciosa. Pero ella sabía que en el interior, la vieja cama de madera oscura estaba crujiendo una vez más.

Ella había dejado el matrimonio, la riqueza y el secreto. Había salvado su vida, y tal vez, liberado la de una novia anterior. El verdadero horror no estaba en el fantasma que rasguñaba, sino en la abuela que había insistido en que su nieto durmiera en la escena de un crimen olvidado.

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